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No podemos evitar la hora oscura que se nos viene encima, como tampoco podemos frenar la puesta del sol a su hora. “No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte; y no valen las armas en tal guerra” (Ec. 8:8).

Al acudir a filas en la guerra activa, uno puede ser excusado por la edad o la debilidad física. O bien puede intentar sobornar a un oficial o conseguir que otro ocupe su puesto. Pero en esta guerra personal con la muerte, las reglas son tan estrictas que no hay escapatoria: debemos salir a combatir en persona y mirar cara a cara al enemigo.

Algunos viven como si no pensaran morirse nunca. Otros son tan necios que dicen haber pactado con la muerte y el Infierno. Cuando la peste recorra las calles ellos esperan ser salvados. Por ahora, como deudores que han pagado al cobrador, pisan fuerte y no temen el arresto. Pero Dios les dice: “Será anulado vuestro pacto con la muerte, y vuestro convenio con el Seol no será firme” (Is. 28:18).

En cuanto al día de la muerte, hay una ley divina que entró en vigor con el primer pecado de Adán, aquel cuchillo fatal en la garganta de la humanidad. Dios, para evitar cualquier escapatoria, ha sembrado la semilla de la muerte en nuestra misma naturaleza; antes escapamos de nosotros mismos que de la muerte. No necesitamos a ningún leñador para talarnos. Hay en el árbol un gusano que crece de su misma sustancia y lo destruirá; hay en nosotros ciertas debilidades naturales que nos reducirán a polvo. La muerte se unió a nosotros en nuestra concepción.

Igual que una mujer no puede frenar el parto, consecuencia natural de haber concebido, así no se puede evitar la muerte que impregna la vida. Cada dolor físico que sufres es un gemido de tu naturaleza moribunda, que te avisa de la proximidad de la muerte.

 Dios le debe algo tanto al primer Adán como al segundo. Al primero le debe la paga de su pecado; al segundo, el premio por su sufrimiento. Ambos recibirán su paga en el otro mundo. A no ser que llegue la muerte para llevar allá al hombre, los malos (la posteridad del primer Adán) perderían la paga completa de su pecado. Tampoco los cristianos (la simiente de Cristo) pueden recibir el beneficio entero de la sangre de Jesús hasta dejar este cuerpo terrenal. Antes de la fundación del mundo, Dios le prometió al Hijo que su sangre derramada compraría la vida eterna para todos los que confiaran en Él. Por eso Dios ha asegurado el día de la muerte: con él borra ambas deudas.

Necesidad de la armadura para resistir en el día malo

Ya que la muerte es inevitable para todos, nos conviene, ante todo, prepararnos para el día malo en cuanto al deber. Tu fiel lealtad a Dios es lo que te mantiene seguro. Supongamos que un súbdito encargado del cuidado del castillo de su príncipe supiera de la llegada de un poderoso enemigo para sitiar dicho castillo, pero no tomara precauciones a fin de reunir armas y provisiones para su defensa, y el castillo fuera tomado. ¿Cómo absolverlo de traición? ¿No traicionó a su príncipe por negligencia?

El alma es un castillo que hay que guardar para Dios. Él nos ha avisado de que Satanás le pondrá sitio y como piensa venir con todos sus poderes tenebrosos se le llama “el día malo”. Para ser fieles al encargo divino, debemos planificar la defensa, y equiparnos con el objeto de resistir vigorosamente. Si malgastáramos aquellas ayudas que el Señor nos proporciona para el día malo, ello supondría una ingratitud vergonzosa para con nuestro Dios.

¿Qué dirías de un prisionero a quien le enviaran dinero para comprar su libertad y se lo gastara divirtiéndose en la cárcel? En esencia, esto hacemos cuando tomamos los talentos que Dios espera que utilicemos a fin de prepararnos para la muerte, y los entregamos a nuestros deseos. ¿Qué provecho encontraremos en la Biblia o en los pastores, si no los utilizamos para equiparnos con la armadura de Dios?

En una palabra, ¿por qué alarga Dios nuestros días entre los vivos? ¿Para darnos tiempo de entretenernos en los placeres vanos del mundo? ¿Debemos perseguir las riquezas y honras mundanas como si fueran mariposas? No puede ser: los amos sabios no dan a sus siervos tareas que no valen ni las velas que queman al desempeñarlas. Nada menos que glorificar a Dios y salvar finalmente nuestras almas puede valer el tiempo precioso de que disponemos aquí.

El gran Dios tiene una meta más alta de la que se imagina la mayoría. Para comprenderlo, lee la interpretación que hace Él mismo de sus propios actos. Pedro nos exhorta: “Tened entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación” (2 P. 3:15). Y Pablo lo dice así: “¿O menosprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Rom. 2:4). Ambos versículos nos enseñan lo que hay en la mente de Dios: él nos habla con cada momento y cada milímetro de paciencia que nos concede. Ya que es la misericordia de Dios la que nos da cada día que pasamos en la tierra, esto nos impone una fuerte obligación de invertir cada momento sabiamente.

Segundo, hemos de prepararnos para el día malo en sabiduría. Un hombre prudente utiliza la mayor parte de su energía en lo que más le importa. Solo los necios y los niños se fijan en juguetes y naderías: se esfuerzan tanto en hacer una casa de naipes como Salomón en construir el templo. Tal es la importancia del día malo —especialmente el de la muerte—, que el hombre demuestra ser sabio o necio en su preparación para el mismo. Si los consejos y proyectos perseguidos nos preparan para una muerte feliz, probaremos ser realmente sabios. Pero si, después de todos nuestros esfuerzos sinceros y planes en cuanto a otras cosas, no estamos listos para esa hora, al final nos revelaremos como unos necios.

Quienquiera que seas y cualquiera que fuere tu motivo para gloriarte —aunque parezcas el más santo de la tierra—, debes saber que no hay salvación del diluvio de la muerte fuera de Cristo. Aferrarte al arca por fuera con una profesión de fe falsa no te salvará. Imagínate cómo correrían los contemporáneos de Noé para salvar sus vidas, algunos a una colina y otros a un árbol alto; pero las olas los persiguieron hasta que por fin el Diluvio los barrió. Así será tu final si te vuelves hacia otra ayuda que no sea Cristo. Pero el arca te espera, se acerca a tu puerta para recibirte. Noé no extendió la mano con más anhelo para recibir a la paloma, que Cristo para recibir a aquellos que huyen a Él en busca de refugio.

Pregúntale solemnemente a tu alma: “¿Has provisto para ese día malo? ¿Puedes pasarte sin lo que aquel día te quitará y dar la bienvenida a lo que seguramente traerá consigo?”. La muerte viene para llevarse todos tus placeres carnales y presentarte la factura por los mismos. ¿Eres capaz de decir adiós a los primeros y, con paz y confianza, leer lo que dice la segunda? Piensa bien la respuesta que le darás a Dios cuando aparezcas delante de Él. ¿Qué le dirás cuando te pregunte: “¿Por qué no debo dictar sentencia de condenación eterna contra ti?”. No dudes ni por un instante que el Día del Juicio vendrá.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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