«Es necesario orar siempre» «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar.» (Lucas 18:1; 1 Timoteo 2:8).
Vivimos en un mundo donde abunda el sufrimiento; y así ha sido desde que entró el pecado. El sufrimiento es resultado del pecado, y hasta que el pecado no sea quitado del mundo, es en vano pensar que el sufrimiento desaparecerá.
La copa de sufrimiento que algunas personas han de beber es más grande que la de otras. Pero son muy pocas las personas que viven sin sufrimiento o desvelo de ninguna clase. Nuestros cuerpos, nuestras propiedades, nuestras familias, nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestras ocupaciones terrenales – todas estas cosas y cada una de ellas – son causa de nuestros continuos desvelos. Enfermedades, muertes, pérdidas, desengaños, separaciones, ingratitudes, falsos testimonios, todo esto es muy común en la vida, y no podemos evitarlo. Y cuanto más profundos sean nuestros sentimientos, más agudos serán nuestros sufrimientos; y cuanto más amemos, más tendremos que llorar.
¿Y dónde encontrar el remedio que nos pueda traer la alegría en medio de este mundo de sufrimiento? ¿Cuál es la mejor manera de cruzar este valle de lágrimas con el menor dolor posible? Yo no sé de otro remedio mejor que el de llevar todas las cosas a Dios en oración.
Este es el consejo llano y sencillo que la Biblia nos brinda, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. «Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás» (Salmo 50:15). «Echa sobre Jehová tu carga y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo» (Salmo 55:15). Esto es lo que nos dice el salmista David. Por su parte, el Apóstol Pablo escribe: «Por nada estéis afanosos; sino sean notorias vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con hacimiento de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros entendimientos en Cristo Jesús» (Füipenses 46:7). Santiago nos dice: «¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración» (Santiago 5:19).
Esta fue la práctica de todos los santos cuyas vidas se nos detallan en las Escrituras. Esto fue lo que Jacob hizo cuando temía a su hermano Esaú. Esto fue lo que hizo Moisés cuando el pueblo estaba dispuesto a apedrearle en medio del desierto. Esto fue lo que hizo Ezequías al recibir la carta de Senaquerib. Esto fue lo que la Iglesia hizo cuando Pedro fue puesto en prisión. Esto fue lo que Pablo hizo al ser enviado a la cárcel.
El secreto de la felicidad en este mundo de sufrimiento, está en poner todos nuestros cuidados en las manos del Señor. Es el tratar de llevar sus propias cargas lo que hace que a menudo los creyentes estén tristes; nada más que mencionan al Señor sus dificultades, entonces Él hace que las pudieran sobrellevar con la misma facilidad con la que Sansón llevó las puertas de Gaza. De persistir los creyentes en el intento de llevar sus propias cargas, llegará el día cuando ya no podrán soportar ni el peso de una langosta (Eclesiastés 12:5).
Hay un amigo que siempre está dispuesto a socorrernos si nosotros, por nuestra parte, estamos dispuestos a confiarle nuestras dificultades. Cuando estaba en la tierra, este Amigo se compadeció de los pobres, de los enfermos y de los afligidos. Es un Amigo que conoce los corazones de los hombres, pues como hombre vivió entre nosotros durante treinta y tres años. Un Amigo que, por ser varón de dolores y experimentado en quebranto, puede llorar con los que lloran y consolarles; no hay dolor que no pueda mitigar. Este Amigo es Jesucristo. El secreto de la felicidad es abrirle siempre nuestro corazón. ¡Oh! si fuéramos como aquel pobre creyente negro que, al ser amenazado y castigado, decía: «Tengo que decírselo al Señor».
Jesús puede hacer felices a aquellos que confían en Él y acuden a Él, sea cual sea su condición. En la prisión puede traerles paz, contentamiento en medio de la pobreza, consuelo en medio del desamparo y gozo al borde de la sepultura. En Él hay plenitud completa para todos los miembros que creen, y su gracia siempre está a punto de ser derramada sobre los que se la piden en oración. ¡Oh, si el hombre comprendiera que la felicidad no consiste en la simple posesión de cosas materiales o en las circunstancias extremas de la vida! La felicidad depende del estado del corazón.
Por pesadas que sean las cruces, la oración puede aligerarlas; puede hacer descender a Alguien que nos ayudará a llevarlas. La oración puede abrirnos el camino cuando éste aparece completamente obstaculizado; puede traernos a Alguien que nos dirá: «Este es el camino, andad por él.” Cuando todas las perspectivas aparecen oscuras, la oración puede llevarnos un rayo de esperanza, puede traer a Alguien a nuestro lado que nos susurrará: «No te dejaré ni te desampararé nunca.” Cuando la muerte arrebate a nuestros seres queridos y el mundo parezca vacío, la oración podrá traernos consolación; puede traernos a Alguien que puede llenar el vacío de nuestros corazones con Su presencia, y acallar la tormenta de nuestra alma con aquellas palabras de «Calla, enmudece.” ¡Oh, si los hombres no fueran como Agar, ciegos a los pozos de agua viva que están a su lado! (Génesis 21:19).
Es mi deseo que los lectores de este escrito sean cristianos felices; por eso les insto a que tomen seriamente el privilegio de la oración. Y antes de terminar deseo decir unas palabras para aquellos que no oran. No me inclino a creer que todos los que leen este mensaje son gente de oración. Y si tú te cuentas entre estos que no oran, permíteme que ahora, en Nombre de Dios, te dirija unas palabras. Lo que yo puedo hacer es tan sólo avisarte, pero esto lo hago solemnemente. Te aviso de que tu estado es de un peligro aterrador; si mueres estando en el mismo, tu alma irá a la perdición. Te aviso de que, precisamente por hacer profesión de ser cristiano, tu condición no admite excusa alguna. No puedes presentar razón alguna para justificar la falta de oración en tu vida.
No puedes alegar el que tú no sabes orar. La oración es el acto más sencillo de la profesión cristiana. Es, simplemente, hablar con Dios. No requiere estudio, sabiduría, ni erudición; sólo requiere de un corazón y de una voluntad. Por débil que esté el bebé, le será posible llorar pidiendo alimento. El más pobre de los mendigos puede extender su mano. El hombre más ignorante con sólo tener mente, encontrará algo para decirle a Dios.
No es excusa, tampoco, decir que no tienes un lugar apropiado para orar. Todo hombre, si se lo propone, puede encontrar un lugar adecuado para orar. Nuestro Señor oraba en una montaña, Pedro en un terrado, Isaac en el campo, Natanael bajo una higuera, Jonás en el vientre de una ballena. Cualquier lugar puede ser un santuario, un Betel, para poder estar en comunión con Dios.
No puedes alegar, tampoco, que no tienes tiempo. Tienes tiempo de sobra, si te lo propones. Nuestro tiempo es corto, pero suficientemente largo para que podamos orar. Daniel tenía en sus manos nada menos que los asuntos de un reino, y sin embargo oraba tres veces al día. David era rey sobre una poderosa nación, y sin embargo nos dice: «Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré» (Salmo 55:17). Si buscamos verdaderamente el tiempo, lo encontraremos.
Es inútil que te excuses diciendo que no puedes orar hasta que tengas fe y un nuevo corazón. Esto es añadir pecado a tu pecado. Es terrible no ser convertido y ser condenado al infierno; pero aún es peor cuando la persona dice: «Lo sé, pero no suplicaré por misericordia.” Este argumento no tiene justificación bíblica, ya que claramente nos exhorta la Escritura a buscar la misericordia y el perdón: «Buscad a Jehová mientras pueda ser hallado, llamadle en tanto que está cercano» (Isaías 55:6). «Tomad con vosotros palabras de súplica y convertíos a Jehová» (Oseas 14:2). «Arrepiéntete de esta maldad, y ruega a Dios» son las palabras de Pedro a Simón el Mago (Hechos 8:22). Si deseas realmente fe y un nuevo corazón, ve y clama al Señor que te lo conceda. A menudo el mero deseo e intento de orar ha sido el principio de la conversión. Ciertamente, el diablo más peligroso es el que no habla.
¡Oh, hombre que no oras! ¿Qué eres y quién eres para no pedir nada a Dios? ¿Has pactado, acaso, con la muerte y el infierno? ¿Estás a buenas con el gusano y el fuego? ¿No tienes pecados para ser perdonados? ¿No tienes temor del tormento eterno? ¡Oh, si despertaras de tu presente locura, y consideraras lo que toca a tu fin! ¡Oh si te levantaras y suplicaras a Dios! Se acerca el día cuando los hombres fuertemente clamarán: «Señor, Señor, ¡ábrenos!», pero será ya demasiado tarde. En este día los pecadores desearán que las rocas caigan sobre ellos y que las montañas los cubran. Con amor os exhorto; quizá hoy será vuestro último día. La salvación está cerca. No perdáis el cielo por no haberlo pedido.
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle