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  1. La naturaleza de la conciencia del creyente

La conciencia del hombre, igual que su cuerpo físico, fue creada por Dios. Por tanto, es propio de su naturaleza depender de Él para existir y actuar. La capacidad de existir y actuar por sí mismo es una propiedad incomunicable de la Deidad. Nunca puede ser impartida a una criatura. Dios mismo es la fuente y el sustento de toda vida; por tanto, lo que mantiene viva la conciencia es su poder regenerador constante.

La conciencia se puede definir como la influencia divina que obra en el hombre para frenarlo ante el pecado. Una evidencia de su origen es que siempre habla en contra del pecado y a favor de la justicia. Por tanto no puede ser producto de nuestro corazón, que en su estado caído es “engañoso […] más que todas las cosas, y perverso (Jer. 17:9). Dios utiliza la conciencia para dar algún conocimiento de su justicia a todos, a fin de que nadie pueda estar ante Él en el Día del Juicio y alegar ignorancia (Rom. 1). Cuando llegas a ser cristiano y te consagras a Dios —incluyendo tu conciencia—, el Espíritu Santo empieza a perfeccionarte en Cristo.

Se dice que cuando Dios hizo el mundo terminó su Creación; esto es, que no hizo nuevas especies de criaturas. Pero hasta hoy no ha terminado su obra providencial. Cristo dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja” (Jn. 5:17). Es decir, que sigue preservando y capacitando a su creación con la fuerza para ser y actuar. Una obra de arte, una vez terminada, ya no necesita al artista; ni una casa necesita al carpintero, una vez que se ha colocado el último clavo. Pero la obra de Dios en el exterior e interior del hombre nunca se termina.

Si la obra del Padre es conservar, la del Hijo es redimir. Ambas son perpetuas. Cristo no concluyó su obra al resucitar de entre los muertos; al igual que el Padre tampoco lo hizo al terminar la Creación. Dios descansó al terminar la Creación; y Cristo, una vez que obró la redención eterna, y “habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb. 1:3). Desde allí continúa la obra de intercesión por los creyentes y, por tanto, evita su ruina segura.

2. El carácter de la conciencia

La conciencia del cristiano no es solamente una creación, sino que también es débil, y constantemente está luchando contra fuerzas superiores. Es un blanco favorito de Satanás, tal vez porque lo encuentra tan fácil de distraer con los cuidados mundanos y de aplacar con sus placeres. Aun el creyente más fuerte se rendirá si no recibe ayuda.

Como si fuera un heredero real en la cuna, la conciencia es incapaz de defenderse. Satanás pronto usurparía el trono si el Cielo no protegiera al creyente. Para aplastar la insurrección, Dios conquista el corazón del creyente y le da su propia voluntad para gobernar la conciencia. Pero al igual que en una ciudad conquistada, algunos se rinden de buen grado al nuevo gobierno mientras que otros continuamente pretenden derrocarlo. Algunas partes de nuestra vieja naturaleza se niegan a rendirse sin luchar. Por eso, hace falta la misma fuerza para mantener un corazón que para ganarlo al principio.

Los cristianos tenemos una parte no regenerada descontenta por el cambio de gobierno. ¿Quién de nosotros no ha sentido la atracción de su naturaleza inferior que exalta las virtudes del yo? Damos tantas coces contra la sumisión al cetro de Cristo como los sodomitas contra la sumisión al juicio de Lot. Somos tan obcecados y egoístas que, si Dios no reforzara continuamente su recién implantada presencia en el corazón, los mismos nativos —las corrupciones— que aún permanecen en nosotros saldrían de sus agujeros y madrigueras para comerse la poca buena conciencia que nos queda. Nuestras mejores intenciones serían, para estos devoradores, como migas de pan para los pájaros.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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