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“…Vamos adelante hacia la perfección; no echando otra vez el fundamento…”—Heb. 6:1

Para entender la obra del Espíritu Santo en cada persona, primero es necesario considerar la condición espiritual antes de la conversión.

Una mala comprensión de este punto, nos llevaría al error y a la confusión. Produce una confusión en las diversas operaciones del Espíritu Santo que nos lleva a utilizar los mismos términos para cosas distintas. Esto confunde los propios pensamientos de uno llevando a otros a desviarse. Es más notorio en ministros que discuten el tema en términos generales, quienes eluden las definiciones claras y consecuentemente terminan reiterando trivialidades.

Tal predicación impresiona poco o nada; su monotonía es tediosa; acostumbran el oído a la repetición; carece de estímulo para el oído interno. Y la mente, que no puede permanecer inactiva frente a la impunidad, busca alivio mediante sus propios métodos, muchas veces en medio de la  incredulidad, alejada de la obra del Espíritu Santo.

Las palabras “corazón,” “mente,” “alma,” “conciencia,” “hombre interior,” se usan indiscriminadamente. Existen frecuentes llamados a la conversión, regeneración, renovación de vida, justificación, santificación, y redención; mientras el oído no se ha acostumbrado a distinguir, en cada uno de éstos, algo especial y una revelación peculiar de la obra del Espíritu Santo. Y al final, este tipo de predicación caótica impide la discusión inteligente de temas divinos, ya que aquél que se ha iniciado o instruido profundamente no será comprendido por otros.

Sobre todo, protestamos solemnemente en contra de aquella apariencia piadosa que esconde un vacío interno de este tipo de predicación que dice: “Mi Evangelio simple no da cabida a estas diminutas distinciones; estas prueban el escolasticismo seco con el cual las mentes quisquillosas aterrorizan a los hijos de Dios, llevándola al cautiverio de la letra. ¡No! El evangelio de mi Señor debe mantenerse lleno de vida y Espíritu: por lo tanto, libérenme de estas liviandades.”

Sin duda hay algo de verdad en esto. Mediante el análisis seco de verdades refrescantes para el alma, las mentes abstractas tienden a robar el gozo y consuelo de almas más simples. Discuten temas espirituales en términos más de mestizaje del latín con el inglés, como si el alma no tuviera parte con Cristo a menos que sea experta en el uso de estas palabras bastardas. Aterrorizar al débil así demuestra orgullo y vanidad. Y efectivamente es un orgullo muy torpe, porque el conocimiento del cual se enorgullecen, se adquiere, meramente, por el uso de la memoria.

Tal externalización de la fe cristiana es ofensiva. Substituye la genuina piedad por una lengua fluida, y la justificación por la fe, por la justificación mental. Por tanto, la piedad del corazón es reemplazada por la de la mente, y en vez del Señor Jesucristo, por Aristóteles, el maestro de la dialéctica, quien se convierte en salvador.

Abogar o defender tal caricatura está lejos de nuestro propósito. Creemos que nuestra salvación depende completamente de la obra de Dios en nosotros, y no en nuestro testimonio; y aquél pequeño con labios tartamudos, pero trabajado por el Espíritu Santo, precederá a aquellos vanos escribas en el camino hacia el Reino de los Cielos. Que nadie imponga el yugo de sus propios pensamientos sobre otros. Sólo el yugo de Cristo encaja en el alma del hombre. Ahora, aun así, el Evangelio no perdona la superficialidad, ni aprueba la basura.

Claro, hay una diferencia. No requerimos que nuestros hijos se aprendan los nombres de todas las venas y músculos del cuerpo humano, de las posibles enfermedades que podrían afectarle, y los contenidos de los fármacos. Sería una carga para estos pequeños, quienes son más felices no teniendo consciencia del organismo que acarrean. Pero el doctor que no está muy seguro de la localización de estos órganos; quien, despreocupado de los detalles, está satisfecho con conocer las generalidades de su profesión; quien se equivoca en la receta de los remedios, incapaz de diagnosticar el caso correctamente, será prontamente destituido para recibir a alguien que pueda diagnosticar mejor. Y hasta cierto punto se requiere lo mismo de toda persona inteligente. Los hombres bien informados no debieran ser ignorantes respecto a los órganos vitales del cuerpo humano y sus funciones principales; madres y enfermeras deberían informarse aun mejor.

Lo mismo se aplica a la vida de la Iglesia. Aquellos con menos dones no entienden las distinciones de la vida espiritual; incapaces de masticar carne, deben ser alimentados sólo con leche. Tampoco es bueno cargar y aburrir a los niños con frases que van mucho más allá de su comprensión. Hay que enseñarle a ambos de acuerdo al «son de su música.» Que un niño hable de cuestiones religiosas discriminando términos, inquieta el sentir espiritual. Pero no así con el médico espiritual, o sea, el ministro de la Palabra. Si se expulsa a un veterinario por no tener capacidades para su trabajo, con mayor razón se debiera expulsar a aquellos quienes, fingiendo curar y tratar el alma, traicionan su propia ignorancia de las condiciones y actividades de su vida espiritual. Por lo cual, insistimos que todo ministro de la palabra, debe ser un especialista de esta anatomía y fisiología espiritual; familiarizado con las diversas formas de enfermedad espiritual y siempre preparado, por la plenitud de Cristo, para escoger correctamente los remedios espirituales que se requieren.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper 

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