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La segunda pieza de la armadura encomendada a todo soldado de Cristo es la coraza, hecha del metal de la justicia: “Y vestidos con la coraza de la justicia”.

El significado de la justicia

  1. La justicia legal

Tres cosas componen la justicia según la ley que Dios exigía del hombre bajo el antiguo pacto, el pacto de las obras: “De la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas” (Ro. 10:5). Examinemos más de cerca esta justicia legal.

  1. Obediencia perfecta a la ley de Dios

Esta obediencia tenía que ser perfecta de forma extensiva, en cuanto al objeto; e intensiva, en cuanto al sujeto. Uno tenía que guardar toda la ley de todo corazón, porque el menor fallo lo negaba todo.

b. Obediencia personal por el hombre justo

En su pacto, Dios no tenía otra cosa que el compromiso del hombre con su acatamiento. No había avalista ni garante que lo respaldara. En caso de incumplimiento, era necesario que Dios exigiera la deuda a cada uno personalmente.

c. Obediencia perpetua

De quebrantarse la ley, aunque fuera por un solo pensamiento malo, no cabía en el pacto el arrepentimiento. Aunque se llevara una vida posterior inmaculada, seguía siendo imposible reparar la desobediencia.

¡Estaríamos desesperados ahora mismo si no pudiéramos entrar en el ejército de Cristo sin obtener primero esta clase de coraza! La justicia de Adán estaba fundida con su ser: su corazón y la ley estaban unidos, como un rostro corresponde a su imagen en un espejo. Le era tan natural la justicia como ahora lo es para sus descendientes la injusticia. En la creación, Dios grabó su propia imagen de justicia y santidad en el hombre. Su diseño era tan perfecto que no cambió ni añadió nada, sino que lo vio todo “muy bueno” (Gn. 1:31). Como obra maestra de su creatividad, “Dios hizo al hombre recto”, y “a imagen de Dios lo creó” (Ec. 7:29; Gn. 1:27).

Pero a causa del pecado de Adán, se contaminó nuestra naturaleza, y ahora esta nos contamina a nosotros. Por ello, la coraza de Adán —esto es, su justicia— no le valdría a ningún hombre. Aunque Dios salvara al mundo entero por un hombre realmente justo —como en su momento ofreció perdonar a Sodoma por diez justos—, ni siquiera ese justo se podría encontrar.

La Palabra divide a toda la tierra en “judíos y gentiles”, y el apóstol no teme arrancar el barniz religioso de cada uno: “Todos están bajo pecado” (Rom. 3.9). Ni siquiera el más santificado que haya vivido jamás se considerará santo en aquel tribunal. David dice: “No entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Sal. 143:2). El hombre nunca más podrá volver a enfrentar la vida contento con la justicia legal, porque Dios ha clavado la madera de aquella puerta y abierto un camino mejor.

2. – La justicia evangélica

Esta justicia es doble: imputada e impartida. La justicia imputada es lo que obra Cristo para el creyente, o sea, la justificación que lo hace justo ante Dios. Esta es “la justicia de Dios” (Rom. 3:21). Por otra parte está la justicia impartida, que es la que Cristo obra en el creyente.

  1. La justicia impartida se lleva a cabo en y por Cristo

Aunque esta justicia no sea inherente en los hijos de Dios, recibimos el provecho de ella por la fe, como si la hubiéramos efectuado nosotros. Por eso Jesús se llama “Jehová, justicia nuestra” (Jer. 33:16).

b. Dios ordenó la justicia imputada como base de nuestra justificación y fundamento de la aceptación de la justicia impartida.

Esta justicia pertenece a la cuarta pieza de la armadura —“el escudo de la fe”—, y se la llama “la justicia de la fe”, porque se aplica por fe al alma (Rom. 4:11). Por tanto, la justicia que se compara aquí con la coraza es la justicia de santificación, impartida por Cristo al espíritu del creyente. Este don es un principio sobrenatural implantado en el corazón de todo hijo de Dios por la poderosa obra del Espíritu Santo. Es la única manera como los cristianos podemos buscar la aprobación de Dios y del hombre, y la única manera de cumplir aquello que exige la Palabra.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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