Es muy poco, ciertamente, lo que pueda extraerse directamente de los escritos de Calvino sobre el problema del método educacional. De su Instituirá, no obstante, pueden ser deducidos ciertos importantes principios del método general para el crecimiento y desarrollo del ser humano.
Existen, en primer lugar, los métodos generales de «educación» empleados por nuestro propio Creador para llevarnos desde un estado de inmadurez física y mental o estado de impiedad a uno de madurez o santidad. Podemos llamar la atención a la acción del Espíritu Santo en la regeneración del pecador, al lugar de la revelación de las ideas de Dios y de su voluntad en las Escrituras y en la naturaleza, a los hechos de la redención y salvación de las almas por Jesucristo, nuestro Redentor; a la gracia salvadora de la providencia de Dios Padre, al importante hecho del llamamiento al hombre, y a la predestinación para la vida. Todo esto forma métodos en el acabado equipo del hombre que Dios le provee para las buenas obras. Sin la acción del Espíritu de Dios, sin la revelación de Dios en la Escritura y en la naturaleza, sin la redención y salvación del pecador por Jesucristo, nuestro Señor; sin la aceptación del hecho del llamamiento y predestinación del hombre, no es posible ninguna educación verdadera y eficaz para el propósito de Dios.
Hay, en segundo lugar, los métodos generales de «educación» al alcance del propio hombre para ser usados por él como métodos para su crecimiento y desarrollo y por sus maestros y padres. Entre estos métodos, los siguientes son los más importantes: la fe personal, la negación de sí mismo, la oración, la meditación, las buenas obras y la perseverancia. Sin esto, por parte del maestro y del discípulo, no existe verdadera educación posible, no habrá provisión completa para el hombre de Dios para las buenas obras.
Con respecto a los llamados métodos especiales de educación, Calvino es todavía menos explícito. De acuerdo con las Leyes ginebrinas, el principal método de parte de los profesores es la lectura, y de parte de los estudiantes sabemos ya que eran la escritura de ensayo, las discusiones públicas y las exposiciones.
La disciplina juega un papel importante en la teoría educacional y en la práctica según Calvino. En los primeros Artículos de la Iglesia se dejaba sentado que los padres serían castigados si rehusaban o descuidaban el enviar sus hijos a la escuela. En las Leyes de Ginebra la disciplina del maestro y los alumnos estaba regulada y en la mayor parte de los casos los alumnos eran castigados públicamente en presencia de todos, reunidos en asamblea en el Salón. Descuido de la tarea, ausencia de la iglesia y la escuela, desobediencia, e incluso la falta de atención, eran base para tales castigos.
Sin embargo, se bosqueja claramente una teoría de la disciplina en la Institutio en los lugares donde Calvino discute la ley moral, especialmente el quinto mandamiento y la libertad cristiana. La autoridad y la libertad forman los dos principales problemas en cualquier teoría de la disciplina.
El problema de la autoridad está ampliamente discutido por Calvino en el Libro II, capítulo 8 de las Institutio. El servicio que Dios hubo una vez prescrito en los diez preceptos de la Ley permanece siempre con toda su fuerza. La ley moral es el requisito para el verdadero conocimiento de Dios y de nosotros mismos. El Señor afirma para Sí la legítima autoridad para mandar y llama al hombre a reverenciar Su divinidad; prescribe las partes en que consiste esta reverencia y promulga la regla de Su justicia. El nos convence tanto de impotencia como de injusticia. La ley interna, que está inscrita y grabada en los corazones de todos los hombres, nos sugiere en cierta medida las mismas cosas que tienen que ser aprendidas de las dos tablas. Pero el hombre, envuelto como está en una nube de errores, escasamente obtiene de esta ley de la naturaleza la más pequeña idea de qué culto es aceptado por Dios. Además, el hombre está tan endiosado con la arrogancia y la ambición y tan cegado por su amor propio que no puede tener una visión de sí mismo ni humillarse y confesar su miseria. Porque era necesario, tanto por nuestra obstinación como por nuestra torpeza, el Señor nos dio la Ley escrita.
Aprendemos de la Ley que Dios, como Creador nuestro, mantiene hacia nosotros el carácter de un Padre y un Señor y que, sobre esta base, le debemos gloria y reverencia, amor y temor. No estamos en la libertad de seguir todo lo que la violencia de nuestras pasiones pueda incitarnos a hacer, sino que debemos permanecer atentos a Su voluntad y no poner en práctica nada que no le complazca a El. La Ley nos enseña además que la justicia ‘ y la rectitud son su delicia, pero que la iniquidad le es una abominación. Hemos de emplear la totalidad de nuestras vidas en la práctica de la justicia, porque no existe otro culto legítimo de El sino la observancia de la rectitud, la santidad y la pureza. Pero, comparando nuestra vida con la rectitud de la Ley, encontraremos que estamos muy lejos de actuar agradablemente a la voluntad de Dios y que somos irregulares en la observancia de la Ley; somos una absoluta inutilidad. El Señor deja dispuesto lo necesario para que sintamos una reverencia por su justicia y establece promesas y amenazas con objeto de que nuestros corazones puedan absorber el amor por El y al propio tiempo el aborrecimiento a la iniquidad.
Puesto que el Señor nos ha hecho entrega de una Ley de perfecta justicia y rectitud que se refieren en todo a Su voluntad, se nos muestra que nada hay más aceptable a El que la obediencia. Hay mucha verdad en la observación de Agustín que llama a la obediencia a Dios a veces padre, a veces guardián y a veces origen de todas las virtudes.
En relación con nuestro tema de la disciplina en la escuela, el quinto mandamiento tiene la máxima importancia: «Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la tierra que el Señor tu Dios te da.»
El fin básico de este precepto es mostrarnos que debemos reverenciar a las personas que Dios ha puesto en autoridad sobre nosotros, y rendirles honor, obediencia y gratitud. De esto se sigue una prohibición que deroga toda obstinación, desprecio e ingratitud. Pero como este precepto, que implica sujeción a los superiores, resulta repugnante a la depravación de la naturaleza humana, cuyo ardiente deseo de exaltación propia escasamente admitirá la sujeción, ha propuesto, en consecuencia, como un ejemplo, esa clase de superioridad paterna que es naturalmente más amigable y menos envidiosa, porque ésa podría ser más fácilmente la que ablandase e inclinase nuestra mente a un hábito de sumisión. Por tal sujeción el Señor nos acostumbra por grados a toda clase de legítima obediencia. El Señor otorga al hombre los títulos de padre y señor y en consecuencia le ilumina con un rayo de Su esplendor para rendirle todos los honores que requiere en sus respectivas condiciones o situaciones. Así, en un padre, nosotros reconocemos algo divino, porque no es sin razón que lleva uno de los títulos de la Divinidad. Los príncipes y magistrados gozan un honor en cierta forma similar al que es dado a Dios. Dios deja en esto una regla universal para nuestra conducta: Que a todos aquellos a quienes sabemos colocados en autoridad sobre nosotros por Su nombramiento, debemos rendirles reverencia, obediencia, gratitud y muchos otros servicios que estén a nuestro alcance. No debe establecerse diferencia de si tienen derecho a este honor o no, ya que cualesquiera que sean sus caracteres, no es sino debido a la voluntad divina que ha alcanzado tal condición. El ha prescrito particular reverencia a nuestros padres que nos han dado la vida. Aquellos que violen la autoridad paternal por desprecio o rebelión no son hombres, sino monstruos.
Pero tiene que ser destacado que se nos manda obedecer a todas estas autoridades que hay sobre nosotros sólo «en el Señor».
La sumisión requerida por las autoridades terrenales tiene que ser un paso hacia el honor de la Autoridad Superior, ya que sería infamante y absurdo que su eminencia sirviese para rebajar la preeminencia de Dios, de la cual toda autoridad depende y hacia la cual debe guiarnos.
De este más bien largo sumario de las apreciaciones de Calvino sobre la autoridad podemos concluir: 1) que Dios sólo es la absoluta autoridad a quien el hombre debe una total obediencia; 2) que Dios ha delegado Su autoridad en el hombre, quien en consecuencia ejerce una autoridad relativa, y 3) que el hombre permanece responsable ante Dios en el ejercicio de su autoridad. Los hijos tienen que obedecer a sus padres, a sus maestros y a todos los otros hombres con autoridad sobre ellos, pero sólo «en el Señor».
Extracto del libro «Calvino profeta contemporáneo». Aticulo de J. CHR. COETZÉE