No hay otro libro que sostenga la comunicación entre hombres y generaciones como lo hace la Sagrada Escritura. Para honrar Su propia Obra, el Espíritu Santo ha promovido la distribución universal sólo de este libro, poniendo así a hombres de todas las condiciones y clases en comunicación con las más antiguas generaciones de la raza.
Desde este punto de vista, la Sagrada Escritura debe ser considerada de hecho como “la Escritura por excelencia.” De ahí la divina y a menudo repetida orden: “Escribe.” Dios no sólo habló y actuó, dejando al hombre discernir si Sus obras y el temor de Sus Palabras habrían de ser olvidadas o recordadas, sino que Él también ordenó que fueran registradas por escrito. Y cuando justo antes del anuncio y cierre de la divina revelación a Juan en Patmos, el Señor le ordenó, “Escribe a la Iglesia” de Éfeso, Pérgamo, etc., Él repitió en un resumen cuál era el objeto de todas las revelaciones precedentes, a saber, que deberían ser escritas y en forma de Escritura, un obsequio del Espíritu Santo, y ser depositadas en la Iglesia, que por esta misma razón se denomina “columna y baluarte de toda verdad.” No, de acuerdo a una interpretación posterior, como si la verdad estuviera oculta en la Iglesia; sino, de acuerdo a la antigua representación, esa Sagrada Escritura fue confiada a la Iglesia para su conservación.
Sin embargo, no queremos decir que en referencia a todos los versos y capítulos el Espíritu Santo ordenó: “Escribe” como si la Escritura, tal y como la poseemos, hubiera entrado a la existencia página por página. Con certeza la Escritura es divinamente inspirada: una afirmación distorsionada y pervertida por nuestros teólogos éticos hasta dejarla irreconocible, si entienden por ella que “profetas y apóstoles estaban personalmente animados por el Espíritu Santo.” Esto confunde iluminación con revelación, y revelación con inspiración. La “Iluminación” es la clarificación de la conciencia espiritual que en Su propio tiempo el Espíritu Santo dará, en mayor o menor medida, a todo hijo de Dios. La “Revelación” es una comunicación de los pensamientos de Dios entregados de forma extraordinaria, por un milagro, a profetas y apóstoles. Pero “inspiración,” la cual es totalmente diferente a estas, es aquella especial y única operación del Espíritu Santo mediante la cual Él dirigió las mentes de los escritores de la Escritura en el acto de escribir. “Toda Escritura es inspirada por Dios” (2 Tim 3:16); y esto no tiene relación con la iluminación ordinaria, ni la revelación extraordinaria, sino a una operación que se mantiene totalmente sola y que la Iglesia siempre ha confesado bajo el nombre de Inspiración. Por consiguiente, inspiración es el nombre de esa exhaustiva operación del Espíritu Santo mediante la cual otorgó a la Iglesia una completa e infalible Escritura.
Llamamos a esta operación exhaustiva porque fue orgánica, no mecánica. La práctica de escribir data de la antigüedad remota; precedida, sin embargo, por la preservación de la tradición oral por el Espíritu Santo. Esto es evidente en la narrativa de la Creación. Connotados físicos como Agassiz, Dana, Guyot, y otros han declarado abiertamente que la narrativa de la Creación registró hace muchos siglos lo que hasta el momento ningún hombre podría saber por sí mismo, y que en realidad, es sólo revelado parcialmente por el estudio de la geología.
Por consiguiente, la narrativa de la Creación no es mito, sino historia. Los eventos tuvieron lugar como se registra en los capítulos iniciales de Génesis. El Creador mismo tiene que haberlos comunicado al hombre. Desde Adán hasta el tiempo en que se inventó la escritura, el recuerdo de esta comunicación tiene que haber sido preservada correctamente. Que existan dos narrativas de la Creación no demuestra lo contrario. La Creación es considerada desde los puntos de vista naturales y espirituales; por consiguiente, es perfectamente correcto que la imagen de la Creación deba ser completada en un esquema doble.
Si Adán no recibió el encargo especial de la revelación misma, si que obtuvo la poderosa impresión de que tal información no estaba dirigida sólo para él, sino para todos los hombres. Dándose cuenta de su importancia y la obligación que imponía, las generaciones sucesivas han perpetuado el recuerdo de las maravillosas Palabras y obras de Dios, primero oralmente, luego por escrito. De esta forma surgió gradualmente una colección de documentos que a través de la influencia egipcia fueron puestos en forma de libro por los grandes hombres de Israel. Estos documentos habiendo sido coleccionados, cernidos, compilados, y expandidos por Moisés, formaron en su día el comienzo de una Sagrada Escritura propiamente como tal.
Si Moisés y esos escritores anteriores eran conscientes de su inspiración no es importante; el Espíritu Santo los dirigió, trajo a su conocimiento lo que debían saber, agudizó su juicio en la elección de documentos y registros, para que decidieran correctamente, y les otorgó una madurez mental superior que los habilitó para poder elegir siempre la palabra correcta.
Aunque el Espíritu Santo habló directamente a los hombres, no siendo el hablar y el lenguaje invenciones humanas, en la escritura utilizó agencias humanas. Pero ya sea que dicte directamente, como en la Revelación de San Juan, o gobierne la escritura indirectamente, como con historiadores y evangelistas, el resultado es el mismo: el producto es tal, en forma y contenido como el Espíritu Santo lo definió, un documento infalible para la Iglesia de Dios.
Por tanto, la confesión de inspiración no excluye la numeración ordinaria, la recolección de documentos, filtrar, registrar, etc. Reconoce todas estas materias que son claramente discernibles en la Escritura. El estilo, la dicción, las repeticiones, todas retienen su valor. Pero debe insistirse en que la Escritura como un todo, como fue finalmente presentada a la Iglesia, con respecto a su contenido, selección, y arreglo de documentos, estructura, y aun palabras, debe su existencia al Espíritu Santo, es decir, que los hombres empleados en esta obra fueron consciente o inconscientemente controlados y dirigidos por el Espíritu, en todos sus pensamientos, selecciones, filtrados, elección de palabras, y escritura, de modo que su producto final, entregado a la posteridad, poseía una perfecta certificación de divina y absoluta autoridad.
Que las Escrituras mismas presenten una cantidad de objeciones y en muchos aspectos no dejen la impresión de absoluta inspiración no actúa en contra del hecho que toda esta labor espiritual estaba controlada y dirigida por el Espíritu Santo. Porque la Escritura tuvo que ser construida para dejar espacio para el ejercicio de la fe. No estaba destinada a ser aprobada por juicio crítico y aceptada sobre esa base. Esto eliminaría la fe. La fe se afianza directamente con la plenitud de nuestra personalidad. Para tener fe en el Verbo, la Escritura no debe captarnos en nuestro pensamiento crítico, sino en la vida del alma. Creer en la Escritura es un acto de vida del cual tú, ¡oh hombre sin vida! no eres capaz, a menos que el Avivador, el Espíritu Santo, te habilite. El que motivó la escritura de la Sagrada Escritura es el mismo que ha de enseñarte a leerlo. Sin Él, este producto de divino arte no te puede afectar. Por consiguiente creemos:
Primero, que el Espíritu Santo eligió esta construcción humana de la Escritura a propósito, de manera que nosotros como hombres podamos más fácilmente vivir en ella.
Segundo, que estos escollos fueron introducidos para que fuera imposible para nosotros aprehender su contenido con mera comprensión intelectual, sin ejercicio de la fe.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper