Hace apenas una semana, una persona me estaba comentando un problema. En cierto sentido era un problema puramente médico; el buen amigo dijo que se le había sugerido cierto tipo de tratamiento. Estaba muy impaciente por saber si el doctor que le había sugerido dicho tratamiento era cristiano, de manera que le preguntó por su convicción respecto a estas cosas. La respuesta del doctor fue: «Por supuesto, yo creo en la ética cristiana; pero, lo lamento, no aceptaría lo que usted considera doctrina».
Ciertamente, esta es una actitud común, que uno puede aceptar la ética cristiana pero no creer en el nacimiento virginal, ni en las dos naturalezas de la persona de Cristo, ni en los milagros, ni en la muerte expiatoria, ni en la resurrección física, ni en el Espíritu Santo. Estas personas afirman no estar interesadas ‘en estas doctrinas y dogmas’, sino solamente en la ética, en la enseñanza de Cristo, el Sermón del Monte. «Eso es lo que queremos», afirman, «eso es lo que debemos enseñar a las personas; vivamos de esa manera y así no tendremos más guerras y todos estaremos bien».
No hay nada, repito, tan no cristiano que hablar de esta manera y pensar que uno pueda tomar la ética y despreciar la doctrina. ¿Por qué afirmo esto? La respuesta se encuentra en el Nuevo Testamento mismo. Considere el método del apóstol Pablo, tal como se demuestra en esta misma epístola que estamos estudiando. ¿En qué consiste? Los primeros tres capítulos están totalmente dedicados a la doctrina; y después de haber establecido la doctrina, comienza a tratar su aplicación práctica. En otras palabras, en cierto sentido el apóstol está diciendo en todas partes que no posee ninguna ética separada de la doctrina. En ninguna parte del Nuevo Testamento encontrará enseñanzas éticas, excepto en el contexto de la doctrina. No es sino en la segunda mitad de las epístolas donde se encuentran las enseñanzas éticas y éstas siempre son introducidas por las palabras ‘por eso’. ‘Por eso…’, a la luz de todo lo que he venido diciendo… Pero sin ese ‘por eso’ no hay ninguna ética.
En otras palabras, el presupuesto básico del apóstol es este: «Ahora bien», dice el apóstol, «voy a hablaros de algunos asuntos muy prácticos. Voy a hablaros acerca de como convivir unos con otros, esposos y esposas, hijos y padres, amos y siervos». Y entonces añade: «Me agrada mucho hacer esto porque sois lo que sois, porque ya no sois como los otros gentiles, ya no sois lo que solíais ser; ahora esto se ha hecho posible para vosotros». Ese es un presupuesto básico. El apóstol no estaba escribiendo un tratado para el Estado o para la gente en general; esto no era un documento que sería enviado al Emperador romano y a su gobierno en Roma. No, él está escribiendo a una iglesia, a un contexto de iglesias; se está dirigiendo a personas cristianas. Es por eso que escribe con plena confianza.
Lo que el apóstol hace aquí es lo que hace cada uno de los escritores del Nuevo Testamento; es precisamente lo que hizo nuestro bendito Señor. Tómese todo lo que en la actualidad se habla acerca del Sermón del Monte como una especie de documento social, como la forma de introducir y legislar en el mundo el Reino de Dios, como una forma de reformar a la sociedad. Lo que se necesita es el Sermón del Monte, afirman ellos; pon la otra mejilla en vez de fabricar armas, da un gran ejemplo moral y todo estará bien. Pero si lees el Sermón del Monte, lo que encontrarás es que el Señor dice que ese tipo de vida sólo es posible para cierto tipo de personas. ¿Para qué tipo de personas? Para la persona que Él describe en las Bienaventuranzas. «Bienaventurados los pobres en espíritu»; ellos serán las únicas personas que probablemente presenten la otra mejilla. Pero hay otras personas que quizás pretendan hacer lo mismo con el fin de lograr sus propios nefastos propósitos; pero nunca se verá que alguien ponga la otra mejilla en un sentido bíblico, a menos que esa persona sea ‘pobre en espíritu’, a menos que ‘llore’, que sea ‘manso’ y que ‘tenga hambre y sed de justicia’, a menos que sea un ‘pacificador’ y sea ‘puro de corazón’.
El Señor aclara esto perfectamente. Es en vano pedir este tipo de conducta, a menos que una persona ya posea el Espíritu Santo. Si yo pudiera ponerlo de esta manera, diría: no puedes vivir la vida del Reino de Dios, hasta no haber entrado en el Reino de Dios. No puedes compartir la vida del reino de Dios, sin ser un ciudadano de ese Reino. De manera que es un error hablar de personas fuera del Reino y decir que viven la vida del Reino; eso es una contradicción de toda la enseñanza del Nuevo Testamento. No hay otra negación mayor de la fe cristiana que precisamente esta.
Extracto del libro: «Vida nueva en el Espíritu», de Martin Lloyd-Jones