En ARTÍCULOS

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.”—Ef. 2:8.

Cuando el acto judicial del Dios Trino, que es la justificación, es anunciado a la conciencia, la fe comienza a estar activa y se expresa a través de obras. Esto nos impulsa a llamar la atención de nuestros lectores hacia la obra del Espíritu Santo, la cual consiste en impartir la fe.

Somos salvos por medio de la fe; y esa fe no es de nosotros mismos, pues es un don de Dios.

Es, muy especialmente, un regalo del Dios Trino, a través de una operación particular del Espíritu Santo; “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12:3). San Pablo llama al Espíritu Santo el Espíritu de fe (2 Cor: 4:13). Y en Gálatas él habla de la fe como el fruto del Espíritu Santo.

En la salvación, casi todo depende de la fe: por lo tanto, es esencial tener un concepto correcto de la fe. Siempre ha sido el objetivo del error el contaminar la existencia de la fe, para así destruir tanto a las almas débiles como a la Iglesia misma. Por lo tanto, la tarea urgente de los ministros, resulta ser el instruir a las iglesias con respecto a la existencia y la naturaleza de la fe; a través de definiciones correctas, a fin de detectar errores y restablecer de este modo el gozo de una clara y bien fundada conciencia de la fe.

Durante años, la gente ha escuchado las teorías más pobres y vagas sobre la fe. Cada ministro ha tenido su propia teoría y definición, o peor aún, ninguna definición en absoluto. De manera general, ellos han sentido lo que es la fe, y lo han presentado de manera elocuente; pero estas brillantes, metafóricas y a menudo elaboradas descripciones, frecuentemente han sido más oscuras que esclarecedoras; no han logrado instruir. El domingo ocurría a menudo que, dejando la definición de fe a la inspiración del momento, el ministro ofrecía inconscientemente a su iglesia todo lo contrario de lo que él había proclamado con elocuencia durante la semana anterior. Esto no debería ser así. La Iglesia también debe aumentar en conocimiento; y lo que fue suficiente para la Iglesia apostólica, no lo es ahora. Las ideas de fe eran equivocadas entonces; y los primeros escritos muestran que los diferentes problemas en relación con la fe no habían sido resueltos.

Pero no ocurre así en los escritos apostólicos, cuya inspiración queda comprobada por el hecho de que contienen una respuesta clara y definitiva a casi todas estas preguntas. Sin embargo, en la Iglesia de los primeros siglos y después de que los apóstoles habían muerto, aún no siendo comprendida la profundidad de sus palabras, existía una confusión infantil de estas ideas; hasta que el Señor permitió que aparecieran las diversas formas heréticas de fe, a las cuales la Iglesia se vio obligada a oponerse, a través de las formas reales de la fe. Para lograrlo con éxito, fue necesario salir de esa confusión y llegar a distinciones y conceptos más claros.

De ahí las muchas diferencias, las preguntas, y las distinciones que surgieron posteriormente en relación a la existencia y el ejercicio de la fe. Debido a los serios debates, la existencia real de la fe se ha ido diferenciando paulatinamente, de forma más clara y definida, respecto a sus formas falsas y sus imitaciones. Que en la actualidad, cada camino, tanto bueno como malo, tenga sus señales distintivas y propias de modo que nadie pueda hacer un giro en la dirección equivocada por ignorancia, es el fruto de un largo conflicto librado con mucha paciencia y talento.

No cabe duda de que la ignorancia ha causado mucha confusión. Sin embargo, sostenemos que un guía que descuida examinar los caminos, antes de que asuma el rol de guiar a los viajeros, es indigno de su título. Y un ministro de la Palabra es un guía espiritual, designado por el Señor Jesús para conducir a los peregrinos que viajan a la Jerusalén celestial a través de los elevados Alpes de la fe, desde una meseta montañosa a otra, donde las comunicaciones normales de la vida terrenal han dejado de existir. De ahí que resulte inexcusable cuando él, simplemente adivinando la ubicación de la ciudad celestial, aconseje a sus peregrinos intentar el camino que parece llevar en esa dirección. En virtud de su cargo, él debería procurar que su preocupación principal fuera la de conocer cuál es el camino más corto, más seguro y más certero, y entonces informarles que este y no otro, es el camino. Anteriormente, cuando los otros caminos aún no habían sido examinados, era en cierta medida loable probarlos todos; pero ahora, dado que su carácter engañoso es tan conocido, resulta imperdonable volver a ponerlos a prueba.

Y, cuando la gente despreocupada dice “Sobre todas las cosas, permítannos mantener nuestra simplicidad; ¿cuál es la utilidad que tienen todas esas distinciones aburridas para nuestra fe cristiana?” le preguntamos si acaso en una operación quirúrgica preferiría un cirujano, quien en su simplicidad, sólo corta sin importarle dónde o cómo; o si en el caso de una enfermedad, preferiría un boticario que simplemente hace una mezcla a partir de sus múltiples frascos y botellas, sin importar los nombres de las drogas; o, por dar otro ejemplo, si en caso de una travesía por mar, se embarcaría en una nave cuyo capitán, cauteloso del uso de cartas e instrumentos, gobierna su barco en una dulce simplicidad, confiando únicamente en su buena suerte.

Y cuando ellos responden, como deben hacerlo, que en casos como estos ellos exigirían profesionales que conozcan con profundidad los más mínimos detalles de sus profesiones. Entonces les preguntamos, en el Nombre del Señor y de su obligación de rendir cuentas a Él, cómo pueden ir al trabajo tan simplemente, es decir, de manera tan descuidada e irreflexiva, cuando se trata de enfermedad espiritual, o del viaje a través de las aguas insondables de la vida, como si en estos asuntos, la discriminación reflexiva resultara insignificante.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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