En BOLETÍN SEMANAL

​Hay un modo adecuado de orar, y también en esto el secreto radica en el enfoque. Esta es la esencia de la enseñanza de nuestro Señor. «Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta ora a tu padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis».

¿Qué quiere decir? Si se formula en función del principio esencial significa lo siguiente: lo único importante al orar en cualquier lugar es que debemos caer en la cuenta de que nos estamos acercando a Dios. Esto es lo único que importa. Es simplemente este punto de ‘recogimiento’. Con tal de que cayéramos en la cuenta de que nos acercamos a Dios, todo lo demás andaría bien.

Pero necesitamos la enseñanza un poco más detallada, y afortunadamente nuestro Señor nos la da. La divide en la forma siguiente. Primero está el proceso de exclusión. Para asegurarme de que caigo en la cuenta de que me acerco a Dios, tengo que excluir ciertas cosas. He de entrar en ese aposento retirado. «Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto.» ¿Qué significa esto?

Hay algunos que quisieran persuadirse a sí mismos de que estas palabras contienen una prohibición de todas las reuniones de oración. Dicen, «No voy a las reuniones de oración, oro en secreto.» Pero aquí no se prohíben las reuniones de oración. No es prohibir la oración en público, porque Dios mismo la enseñó y en la Biblia se recomienda. En ella se mencionan reuniones de oración que pertenecen a la esencia y vida mismas de la iglesia. No es esto lo que se prohíbe. El principio es que hay ciertas cosas que debemos excluir, ya sea que oremos en público o en secreto. He aquí una de ellas. Hay que excluir y olvidar a los demás. Entonces uno se excluye y se olvida de sí mismo. Esto es lo que significa entrar en el aposento. Se puede entrar en ese aposento mientras se camina por una calle muy transitada, o mientras uno va de una habitación a otra de la casa. Se entra en ese aposento cuando se está en comunión con Dios y nadie sabe lo que uno está haciendo. Pero se puede hacer lo mismo si se trata de un acto público de oración. Me refiero a mí mismo y a todos los predicadores. Lo que trato de hacer cuando subo al pulpito es olvidarme de la congregación en cierto sentido. No estoy orando para ellos o dirigiéndome a ellos; no estoy hablándoles a ellos. Estoy hablando a Dios, estoy dirigiendo la oración a Dios, de modo que tengo que excluir y olvidarme de los demás. Sí, y una vez hecho esto, me excluyo y me olvido de mí mismo. Eso es lo que nuestro Señor nos dice que hagamos. De nada sirve entrar en el aposento y cerrar la puerta si todo el tiempo estoy lleno de mí mismo y pensando acerca de mí mismo, y me enorgullezco de mi oración. Para eso lo mismo podría estar en la esquina de la calle. No, tengo que excluirme tanto a mí mismo como a los demás; mi corazón ha de estar abierto única y totalmente a Dios. Digo con el salmista: «Afirma mi corazón para que tema tu nombre. Te alabaré, oh Jehová Dios mío, con todo mi corazón.» Esto pertenece a la esencia misma de la oración. Cuando oramos debemos recordar expresamente que vamos a hablar con Dios. Por consiguiente hay que excluir, dejar afuera a los demás y también a uno mismo.

El siguiente paso es comprensión. Después de la exclusión, la comprensión. ¿Comprender qué? Bien, debemos comprender que estamos en la presencia de Dios. ¿Qué significa esto? Significa comprender quién es Dios y qué es Dios. Antes de comenzar a pronunciar palabras deberíamos siempre hacer esto. Deberíamos decirnos a nosotros mismos: «Ahora voy a entrar en la presencia de Dios, el Todopoderoso, el Absoluto, el Eterno y gran Dios con todo su poder y majestad; de ese Dios que es un fuego que consume; de ese Dios que es luz, y en el cual no hay tinieblas; el Dios total y absolutamente santo. Eso es lo que voy a hacer.» Debemos concentrarnos y entender todo esto. Pero sobre todo, nuestro Señor insiste en que deberíamos comprender que, además de eso, Él es nuestro Padre. «Y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» La relación es la de Padre e hijo, «porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis.» ¡Oh si comprendiéramos esto! Si comprendiéramos que este Dios todopoderoso es nuestro Padre por medio del Señor Jesucristo. Si comprendiéramos que somos en realidad hijos suyos y que las veces que oramos es como el hijo que acude a su Padre. Él lo sabe todo respecto a nosotros; conoce todas nuestras necesidades antes de que se las digamos. Del mismo modo que el padre se preocupa por el hijo y lo cuida, y se adelanta a las necesidades del hijo, así es Dios respecto a todos aquellos que están en Cristo Jesús. Desea bendecirnos muchísimo más de lo que nosotros deseamos ser bendecidos. Tiene un plan y propósito para nosotros. Con reverencia lo digo, tiene una ambición para nosotros, que transciende nuestros pensamientos e imaginaciones más elevadas. Debemos recordar que es nuestro Padre. El Dios Grande, Santo, Todopoderoso, es nuestro Padre. Cuida de nosotros. Ha contado los mismos cabellos de nuestra cabeza. Ha dicho que nada nos puede suceder que Él no lo permita.

Luego debemos recordar lo que Pablo dijo tan magníficamente en Efesios 3: Él es «poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos.» Esta es la verdadera idea de la oración, dice Cristo. Uno no va simplemente a hacer una cosa mecánica No se trata de pasar las cuentas de un rosario. Uno no dice: «debo dedicar horas a la oración, así lo he decidido y lo debo hacer.» Uno no debe decir que la forma de conseguir una bendición es pasar noches enteras en oración, y que como la gente no hace eso no se pueden esperar bendiciones. Debemos descartar para siempre esta idea matemática de la oración. Lo que debemos hacer ante todo es comprender quién es Dios, qué es, y nuestra relación con Él.

Finalmente debemos tener confianza. Debemos acudir siempre con la confianza de un niño. Necesitamos una fe infantil. Necesitamos esta seguridad de que Dios es verdaderamente nuestro Padre, y por tanto debemos excluir de verdad toda idea de que es necesario seguir repitiendo nuestras peticiones porque ello va a producir la bendición. A Dios le gusta que mostremos nuestro deseo, nuestra ansiedad de algo. Nos dice que tengamos ‘hambre y sed de justicia’ y que la busquemos; nos dice que oremos y no desfallezcamos; se nos dice que oremos ‘sin cesar’. Sí; pero esto no quiere decir que lo hagamos mediante repeticiones mecánicas; no quiere decir creer que se nos escuchará si hablamos mucho. No quiere decir eso en absoluto. Significa que cuando oro sé que Dios es mi Padre, que se complace en bendecirme, y que está mucho más dispuesto a darme, de lo que yo estoy dispuesto a recibir; y que siempre se preocupa por mi bienestar. Debo descartar ese pensamiento de que Dios se interpone entre mí mismo y mis deseos y lo que es mejor para mí. Debo ver a Dios como mi Padre, que ha comprado mi bien definitivo en Cristo, y que está esperando bendecirme con su propia plenitud en Cristo Jesús.

Así pues, excluimos, comprendemos, y entonces con confianza, presentamos ante Dios nuestras peticiones, sabiendo que Él lo sabe todo antes de que empecemos a hablar. Así como al padre le complace que su hijo acuda a él repetidas veces para pedirle algo, y no que el hijo diga, «mi padre siempre me lo da»; así como al padre le gusta que el hijo siga viniendo porque le agrada el contacto personal; así Dios desea que acudamos a su presencia. Pero no debemos acudir con dudas; debemos saber que Dios está mucho más dispuesto a dar, que nosotros a recibir. La consecuencia será que «tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» ¡Cuántas bendiciones están acumuladas a la diestra de Dios para los hijos de Dios! Deberíamos avergonzarnos de seguir siendo pobres cuando estamos destinados a ser príncipes; deberíamos avergonzarnos por albergar tan a menudo pensamientos equivocados e indignos acerca de Dios a este respecto. Todo se debe al temor, y a la falta de esta sencillez, de esta fe, de esta confianza, de este conocimiento de Dios como Padre nuestro. Con sólo que tuviéramos esto, las bendiciones de Dios comenzarían a descender sobre nosotros, y quizá llegarían a ser tan abrumadoras que al igual que D.L. Moody sentiríamos que son casi más de lo que nuestro cuerpo puede resistir, y clamaríamos a Él diciendo «Basta, Dios.»

Él puede hacer por nosotros mucho más de lo que nosotros podemos pedir o pensar. Creamos esto y entonces vayamos a Él con confianza sencilla.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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