La sinceridad levanta la cabeza del cristiano por encima del agua y lo hace flotar en las olas de la prueba con santa presencia y ánimo valiente. “Resplandeció en las tinieblas luz a los rectos” (Sal. 112:4), no solo cuando haya pasado la noche, sino en las tinieblas también. La aflicción que corroe el corazón del hipócrita se hace alimento vigoroso para la gracia y el consuelo del sincero.
El gozo del hipócrita, como las cuerdas de un instrumento, cruje en el mal tiempo; pero la sinceridad mantiene afinada el alma en todo tiempo. Los inestables dejan que las circunstancias controlen su ánimo: gozosos al sol, tristes en la lluvia. Este es el camino del corazón vacilante. Algunas pruebas debilitan su alma y la destruyen como el frío invierno mata el cuerpo débil. Pero la aflicción ayuda al cristiano a crecer, uniéndolo aún más a Cristo. La prueba lo lanza a los brazos del Señor, como la abeja vuela a la colmena antes de la tormenta. Se goza aquel que tiene por suave almohada el regazo de Jesús.
La sinceridad mantiene abierta la boca del cristiano para recibir el dulce consuelo que mana de la Palabra y del Espíritu. Realmente, esta es la meta de todas sus promesas. Pero la hipocresía es como un hombre con la garganta inflamada, que arde interiormente pero no puede tragar nada para apagar ese fuego que el pecado ha encendido en su alma. Cuando Dios ofrece sus preciosas promesas, su conciencia le dice: “No pueden ser para ti; no estás bien con Dios. Seguramente comprenderás que la Palabra de Dios es para los sinceros, ¿pero tú qué eres?”.
¿Qué diferencia hay entonces entre el hipócrita y el rico de la parábola en el Infierno? Este hombre atormentado arde y no consigue ni una gota para enfriarse la lengua. Cuando el hipócrita arde con la aflicción, no se le ofrece una gota, sino un río, una fuente de agua —la sangre de Cristo—, pero no la puede beber. Su boca está cerrada y no hay forma de abrirla. Su hipocresía acecha como un perro guardián en la puerta y no deja que se le acerque el consuelo. ¿Cual está peor, el que no tiene pan, o el que lo tiene y no puede comer?
Nadie es más astuto y listo que el hipócrita. En la prosperidad repele con destreza las amonestaciones y evita los consejos de la Palabra. En la aflicción, cuando se despierta la conciencia, disputa cualquier aliento que proceda de la Palabra. Ahora que es preso de Dios, no se le puede acercar ningún consuelo. Si Dios habla cosas aterradoras, ¿quién hablará de paz? “Entrégalos al endurecimiento de corazón; tu maldición caiga sobre ellos” (Lm. 3:65).
La palabra hebrea que aquí habla de “endurecimiento” sugiere un escudo que cubre; según cierto comentario, denota una enfermedad que según los médicos constriñe el corazón como con tapadera, que bloquea todo alivio. Este es el endurecimiento del hipócrita en la aflicción, una vez avivada la conciencia, cuando Dios le llena de una convicción asombrosa de su pecado. Pero ahora examinemos algunas clases de aflicción, mostrando el consuelo que en cada una de ellas ofrece la integridad.
La sinceridad apoya al alma frente a los reproches del hombre
No son pruebas nimias; se conocen entre los mártires como “vituperios”, dignos de recordarse entre los sufrimientos de Cristo (cf. He. 11:36). La grandeza sin par del espíritu de Jesús no solo se evidenció en su paso por la cruz, sino “menospreciando el oprobio” que las lenguas viles de sus enemigos sanguinarios amontonaron sobre Él (Heb. 12:2). La mente humana ambiciosa no puede soportar la vergüenza. El ídolo que ella busca y paga a gran precio es el aplauso.
Diógenes se puso una vez desnudo sosteniendo un montón de nieve, atrayendo a los espectadores que admiraban su resistencia, hasta que alguien le preguntó si haría lo mismo sin que nadie le viera. El hipócrita se alimenta de elogios; vive del aliento de las alabanzas humanas. Cuando estas faltan, su corazón le duele decepcionado; pero cuando la aprobación se vuelve escarnio, muere por no tener la aprobación de Dios y sí los reproches del hombre.
Sin embargo, la integridad apoya al alma contra el viento de la vanidad humana, porque tiene a la conciencia y a Dios mismo como avales de su carácter en las pruebas. La buena conciencia y el Espíritu de Dios obran juntos para dar gozo al cristiano ante los reproches. No importa que el granizo de la acusación martillee la puerta y el techo; el cristiano está a salvo.
David es un buen ejemplo de la seguridad que ofrece la integridad: “En esto conoceré que te he agradado, que mi enemigo no se huelgue de mí” (Sal. 41:11). Había caído en grave pecado, y la mano de Dios lo disciplinaba cuando sus enemigos decidieron culparle de hipocresía: “Cosa pestilencial se ha apoderado de él” (v. 8). ¿Podría caer más bajo? Su mejor amigo se había vuelto contra él y Dios le dejaba sufrir después de su error. Pero el alma de David no desfalleció: Dios le dio tal consuelo interior que desechó el desprecio de sus enemigos al instante. Sus reproches eran como la nieve que se derrite al caer.
¿De dónde obtuvo David esta santa grandeza espiritual? “En cuanto a mí, en mi integridad me has sustentado, y me has hecho estar delante de ti para siempre” (v. 12). Como si dijera: “Señor, Tú no me tratas como mis enemigos; si solo hubiera una llaga pecaminosa en mi vida, se posarían sobre ella como moscas. Pero Tú pasas por alto mis tropiezos y perdonas mi pecado. Ves mi justicia y la mantienes con toda mi debilidad. Me admites a tu presencia y me comunicas amor y favor aun cuando la obediencia se mezcla con el pecado”. La misericordia de Dios se une a la integridad, y el Salmo termina con alabanza: “Bendito sea Jehová, el Dios de Israel, por los siglos de los siglos. Amén y Amén” (v. 13).
Cristiano, vivimos una época muy crucial. El que esté tan preocupado por proteger su nombre que no tolere sufrir por Cristo ni soportar el barro lanzado por las malas lenguas contra él, tendrá que buscar su propio camino al Cielo. Pero aunque la integridad no garantice los lujos de un viaje en primera clase, libre de problemas, tampoco dejará que el barro en tu manto contamine tu alma, afectando tu gozo y enfriando tu consuelo interior. Los reproches externos se pueden soportar y llevar triunfalmente como una corona, si no tienes que luchar contra una conciencia que te reproche desde dentro.
La integridad hará más que consolarte ante la calumnia. No solo apagará las llamas que te lanzan las lenguas encendidas por el Infierno, sino que te sostendrá ante la persecución física, si Dios la permite. La integridad te hace temer el pecado. No te atreves a extender la mano y tocar una brasa viva; pero la integridad te dará valor para arder, y abrazar con gozo las llamas del martirio. El Libro de los Mártires de Foxe, por ejemplo, menciona a un siervo de Cristo italiano que escuchó a los oficiales discutiendo acerca de quién compraría la leña para quemarlo en la hoguera. Y en una última demostración de virtud y espíritu pacificador, ¡se ofreció para pagar él mismo la factura!
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall