Ahora procederé a considerar la doctrina de la «gracia común», este resultado natural del principio general que acabo de presentarles, pero en su aplicación especial al pecado, comprendido como la corrupción de nuestra naturaleza. El pecado nos enfrenta con un enigma insoluble. Si consideramos el pecado como un veneno mortal, la enemistad contra Dios, que lleva a la condenación eterna, y si representamos al pecador como siendo «completamente incapaz de hacer algo bueno, e inclinado a todo lo malo», y por tanto que solo se puede salvar si Dios, en la regeneración, cambia su corazón; entonces parece que necesariamente todos los incrédulos deberían ser personas malvadas y repulsivas. Pero esto queda muy lejos de nuestra experiencia en la vida real. Al contrario, el mundo incrédulo sobresale en muchos aspectos. Tesoros preciosos nos han llegado desde la antigua civilización pagana. Y si consideramos nuestro propio alrededor, mucho nos atrae, con mucho simpatizamos y mucho admiramos en los estudios y las producciones literarias de infieles profesos. No es exclusivamente el genio o el talento que excita nuestro placer en las palabras y acciones de los incrédulos, sino que a menudo es la belleza de su carácter, su celo, su devoción, su amor, su fidelidad y su sentido de honestidad. Y con no poca frecuencia deseamos que ciertos creyentes tengan más de este atractivo; ¿y quién entre nosotros no se ruborizó alguna vez al verse confrontado con «las virtudes de los paganos»?
Es entonces un hecho que nuestra enseñanza de la corrupción total por el pecado no encaja siempre en nuestra experiencia diaria. Pero si ahora corremos en la dirección opuesta y nos basamos solo en estas experiencias, no olvidemos que toda nuestra confesión cristiana se viene abajo; porque entonces consideraríamos la naturaleza humana como buena y no corrompida; los criminales malvados merecerían nuestra compasión por estar moralmente enfermos; la regeneración no sería necesaria en absoluto para poder vivir de manera digna; y nuestra imaginación de una gracia superior no sería nada más que jugar con una medicina ineficaz. – Algunos se salvan de esta posición incómoda al hablar de las virtudes de los incrédulos como «vicios espléndidos», y por el otro lado, al culpar al «viejo Adán» de los pecados de los creyentes; pero Uds. sentirán por Uds. mismos que este es un subterfugio que no se puede tomar en serio.
Roma intentó encontrar un camino de escape mejor, en su doctrina de la «pura naturalia». Los romanistas enseñaron que existían dos esferas de vida, la esfera terrenal o meramente humana aquí abajo, y la esfera celestial, más alta, que ofrecía gozo celestial en la visión de Dios. Según esta teoría, Adán estaba bien preparado por Dios para ambas esferas. Para la esfera de la vida común, por medio de la naturaleza que Él le dio, y para la esfera extra-común, por medio del don sobrenatural de la justicia original. En la caída perdió esta última, pero no la primera. Su equipamiento natural para la vida terrenal quedó casi sin intacto. La naturaleza humana fue debilitada, pero mantuvo su integridad. Esto les da la excusa para explicar por qué el hombre caído sobresale a menudo en el orden natural de la vida, que es meramente humano. Este sistema intenta reconciliar la doctrina de la caída con el estado real de las cosas alrededor de nosotros, y la entera religión católica romana está fundada sobre esta antropología notable. Solo dos cosas son erróneas en este sistema: Por un lado, le hace falta el concepto escritural profundo del pecado; y por el otro lado, lleva a una subestimación de la naturaleza humana. Este es el dualismo falso.
En este tiempo, se disfruta plenamente del mundo; pero después del carnaval, para salvar el ideal, sigue por corto tiempo una elevación espiritual en las esferas superiores de la vida. Por esta razón, el clero que rompe los lazos terrenales en el celibato tiene un rango superior a los laicos; y otra vez, el monje que se aleja también de las posesiones terrenales y sacrifica su propia voluntad, se encuentra en un nivel superior al clero. Y finalmente la perfección más alta la alcanza el ermitaño que sube a su columna y se separa de todo lo terrenal, o el penitente silencioso que se hace encerrar en los muros de su cueva subterránea. Horizontalmente, si puedo usar esta expresión, el mismo pensamiento se expresa en la separación entre suelo sagrado y secular. Todo lo que no se encuentra bajo el cuidado de la iglesia, se desprecia como algo de carácter inferior, y el exorcismo en el bautismo nos dice que estas cosas inferiores realmente son pecaminosas. Ahora, es evidente que tal punto de vista no invitó a los cristianos a estudiar las cosas terrenales. Solo un estudio de la esfera superior de las cosas celestiales pudo atraer a aquellos que bajo esta bandera guardaban su ideal.
El calvinismo se opuso por principio a este concepto de la condición moral del hombre caído. Por un lado, tomó el concepto del pecado en el sentido más absoluto; y por el otro lado, explicó aquello que es bueno en el hombre caído, por medio de la doctrina de la gracia común. El pecado, según el calvinismo y de acuerdo con las Sagradas Escrituras, el pecado sin freno ni traba, hubiera llevado a una degeneración total de la vida humana, como podemos deducir de lo que se vio en los días antes del diluvio. Pero Dios detuvo el pecado, para impedir la aniquilación completa de la obra de Sus manos que hubiera seguido de forma natural. Él interfirió en la vida del individuo, en la vida de la humanidad entera, y en la vida de la naturaleza misma, por Su gracia común. Esta gracia, sin embargo, no mata el núcleo del pecado, ni salva para la vida eterna, sino que detiene el ejercicio completo del pecado, igual que la música detiene la furia de las bestias salvajes. El hombre puede impedir que la bestia haga daño, en primer lugar encerrándola en una jaula, en segundo lugar sujetándola a su voluntad al domarla, y en tercer lugar puede hacerla atractiva al domesticarla, por ejemplo al transformar el perro y el gato salvajes en animales domésticos. De una manera parecida, Dios por Su «gracia común» refrena la operación del pecado en el hombre, en parte rompiendo su poder, en parte domando su espíritu maligno, y en parte domesticando su nación o su familia.
Así, la gracia común trajo el resultado de que un pecador no regenerado puede atraernos con muchos rasgos amables y llenos de energía, igual que nuestros animales domésticos, pero como seres humanos que somos. La naturaleza del pecado sin embargo permanece tan venenosa como era siempre. Esto lo vemos en el gato que cuando regresa al bosque, vuelve a su primer estado salvaje después de dos generaciones. Una experiencia similar se hizo con la naturaleza humana en Armenia y en Cuba. Si leemos sobre la masacre de San Bartolomé, podemos atribuir estos horrores al estado inferior de la cultura en aquellos días; pero he aquí nuestro siglo XIX sobrepasó esos horrores con las masacres en Armenia. Y aquel que leyó una descripción de las crueldades que los españoles del siglo XVI cometieron en Holanda contra ancianos, mujeres y niños indefensos, y después escuchó las noticias de lo que ahora sucedió en Cuba, tiene que reconocer que lo que fue una desgracia en el siglo XVI, se repitió en el siglo XIX. El hecho de que lo malo no aparezca en la superficie, o no se manifieste en su totalidad, lo debemos únicamente a Dios quien con Su gracia común impide que el fuego humeando estalle en llamas. Y si usted se pregunta como es posible que de esta manera de lo malo refrenado pueda surgir algo que nos atrae e interesa, tome como ilustración la balsa. Este bote es arrastrado por la corriente que lo llevaría rápidamente hacia abajo y lo arruinaría; pero con la ayuda de la cadena a la cual es atado, el bote llega salvo y seguro a la otra ribera, empujado por la misma fuerza que de otra manera lo hubiera destruido.
De esta manera, Dios refrena lo malo, y es Él quien hace surgir lo bueno de lo malo. Mientras tanto, nosotros los calvinistas no dejamos de acusar a nuestra naturaleza pecaminosa, pero alabamos y damos gracias a Dios por hacer posible que los hombres vivan juntos en una sociedad bien ordenada, y por refrenarnos personalmente de pecados horribles. Más aun, le damos gracias por traer a la luz todos los talentos escondidos en nuestra raza, por desarrollar en un proceso regular la historia de la humanidad, y por asegurar con la misma gracia para Su iglesia en la tierra un lugar donde pise la planta de su pie.
Esta confesión pone al cristiano en una posición muy diferente frente a la vida. Y es que, en su perspectiva, no solo la iglesia, sino también el mundo pertenece a Dios, y en ambos hay que investigar la obra maestra del Arquitecto y Artesano supremo.
Un calvinista que busca a Dios, no piensa ni por un momento limitarse a la teología y a la contemplación, dejando las otras ciencias en las manos de los incrédulos; sino al contrario, considerándolo su tarea reconocer a Dios en todas sus obras, es consciente de su llamado de escudriñar con toda la energía de su intelecto tanto las cosas terrenales como las celestiales; de traer a la luz tanto el orden de la creación, como la gracia común del Dios al cual adora, en la naturaleza y en sus maravillas, en la producción de la industria humana, en la vida de la humanidad, en la sociología y en la historia de la raza humana. Así Uds. se dan cuenta de como esta doctrina de la gracia común removió de una vez la prohibición que había cubierto la vida secular, aun con el peligro de estar muy cerca de un amor unilateral por estos estudios seculares.
Ahora se entendió que fue la gracia común de Dios la que produjo en la antigua Grecia y Roma los tesoros de la luz filosófica, y nos abrió los tesoros de las artes y de la justicia que encendieron el amor a los estudios clásicos, para renovarnos el beneficio de una herencia tan espléndida. Ahora se vio claramente que la historia de la humanidad no es solo un espectáculo de pasiones crueles, sino un proceso coherente con la Cruz en su centro; un proceso en el cual cada nación tiene su tarea especial, y el conocimiento del cual puede ser una fuente de bendición para todo pueblo. Se entendió que la ciencia de la política y de la economía política merecía la atención cuidadosa de los eruditos. Sí, se entendió que no hay nada en la naturaleza, ni en la misma vida humana, que no se presentaba como un objeto digno de ser investigado, para echar nueva luz sobre la gloria del cosmos entero en sus fenómenos visibles y sus operaciones invisibles. Y si con un punto de vista diferente, el progreso de conocimiento científico llevó muchas veces al orgullo y al alejamiento de Dios; en el calvinismo aun el investigador más profundo nunca dejó de reconocerse a sí mismo como un pecador culpable ante Dios, y de atribuir solo a la misericordia de Dios su entendimiento espléndido de las cosas del mundo.
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Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.