«Pelea la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6:12)
Permíteme, pues, que para terminar mencione algunas cosas sobre la gran lucha del alma.
Quizá te esfuerces en gran manera para conseguir las recompensas de este mundo. Quizá emplees al máximo tu capacidad física para obtener dinero, conseguir una posición, hallar placer o conquistar poder. Si es este tu caso, ¡mucho cuidado! Estás sembrando una cosecha de amargos desengaños. Miles han seguido el curso que tú has emprendido, y ha sido demasiado tarde cuando se han dado cuenta de que les sumió en la miseria y en la ruina eterna. Lucharon duramente por las riquezas, por los honores, por los placeres, y volvieron sus espaldas a Dios, a Cristo, al cielo y al mundo venidero; y cuando ya era demasiado tarde se dieron cuenta de que se habían equivocado; Han gustado por experiencia de aquellas amargas palabras de un famoso hombre de Estado que en los últimos momentos de su vida dijo: «Se ha peleado la batalla. Sí, se ha peleado la batalla; pero no se ha conseguido la victoria.”
Por amor a tu propia alma, resuelve en este día pasarte al lado del Señor. Sacude de ti tu pasada indiferencia e incredulidad y abandona los caminos de un mundo que no piensa ni razona. Toma la cruz y ven a ser un buen soldado de Cristo. «Pelea la buena batalla de la fe» para que puedas ser feliz y al mismo tiempo disfrutar de seguridad.
Piensa qué es lo que no harán los hijos de este mundo para conseguir la libertad; ¡y eso que no tienen principios religiosos! Recuerda de qué manera los griegos, los romanos, los suizos, etcétera, han soportado la pérdida de todas las cosas, aún de la vida misma, antes que doblar sus rodillas al yugo extranjero. Que estos ejemplos te sirvan de emulación. Si los hombres pueden hacer tanto por una corona corruptible, ¡qué no tendrías que hacer tú por una corona incorruptible! Despierta de tu condición y miseria de esclavo. Por la vida, la libertad y la felicidad de tu alma, ¡levántate y lucha! No temas alistarte bajo la bandera de Cristo. El gran Capitán de tu salvación no rechaza a nadie de los que a Él acuden. Al igual que David en la cueva de Adulam, Cristo está dispuesto a recibir a todos los que se le acercan, por indignos que sean y se sientan. Ninguno de los que se arrepienten y creen es demasiado indigno para que no se le permita alistarse en el ejército de Cristo. Todos aquellos que vienen a Él por fe son admitidos; y a éstos se les viste, se les arma, se les instruye y se les conduce finalmente a la victoria. No temas empezar hoy mismo. Todavía hay lugar para ti.
Quizá ya conozcas algo de la batalla cristiana, y seas un soldado probado y experimentado. Si este es tu caso, permíteme que te dé, como camarada, unas palabras de aliento y de aviso. Recuerda que si deseas luchar victoriosamente debes ponerte toda la armadura de Dios y no puedes despojarte de ella hasta la misma hora de la muerte. No puedes prescindir de ninguna pieza de la armadura. Tus lomos deben estar ceñidos de la verdad y debes estar revestido con la coraza de justicia; tus pies han de estar calzados con el apresto del Evangelio; debes tomar el escudo de la fe, la espada del Espíritu y el yelmo de la salvación. Todas y cada una de esas piezas te son indispensables. No hay día, ni aún hora, que ofrezca seguridad; siempre debes llevar puesta toda la armadura. Con razón podía decir un veterano soldado del ejército de Cristo que murió hace más de 200 años: «En el cielo apareceremos con vestiduras de gloria y no con una armadura. Pero en la tierra nuestras armas deben estar con nosotros noche y día. Debemos andar, trabajar y aun dormir con ellas, de otro modo no seremos buenos soldados de Jesucristo» («La armadura cristiana», de Gurnall).
Recordemos las inspiradas palabras de aquel gran guerrero, el apóstol Pablo: «Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida; a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado.” (2 Timoteo 2:4.) ¡No nos olvidemos nunca de estas palabras!
No olvidemos que algunas personas han sido buenos soldados sólo por un tiempo, y que hablaban valientemente de lo que harían y dejarían de hacer en la hora de la batalla, pero tan pronto como la señal de combate sonó, volvieron sus espaldas y huyeron. No nos olvidemos de Balaam, Judas, Demas y la mujer de Lot. Aunque seamos débiles, cuidémonos bien de ser soldados genuinos, verdaderos y sinceros.
Acordémonos de que los ojos de nuestro amante Salvador están sobre nosotros día y noche. Él no permitirá que seamos tentados más de lo que podemos soportar. Él puede compadecerse de nuestras flaquezas, porque Él mismo fue tentado en todo. Él conoce las batallas y los conflictos, porque también fue asaltado por el Príncipe de este mundo. «teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, retengamos nuestra profesión.» (Hebreos 4:14.)
Recordemos que miles y miles de soldados, antes que nosotros, han peleado la misma batalla y han sido más que vencedores por medio de Aquel que les amó. Vencieron por la sangre del Cordero y también nosotros podemos vencer. El brazo de Cristo es tan fuerte ahora como antes. Y su corazón también es tan amante como antes. El que salvó a tantos hombres y mujeres antes de nosotros, no ha cambiado. «por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» Abandonemos, pues, nuestras dudas y nuestros temores, y seamos «imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredaron las promesas» (Hebreos 7:25; 6:12).
Finalmente recordemos que el tiempo es corto y que la venida del Señor se acerca. Unas cuantas batallas más y sonará la trompeta, y el Príncipe de Paz vendrá para reinar en una nueva tierra. Unas contiendas más, y unos pocos conflictos más nos quedan, y pronto podremos decir adiós para siempre a la batalla contra el pecado, la carne y el mundo, y nos veremos libres de dolor y muerte. Luchemos, pues, hasta el final. Estas son las palabras de nuestro Capitán: «El que venciere, poseerá todas las cosas; y yo seré su Dios, y él será mi hijo.” (Apocalipsis 21:7)
Concluiré con unas palabras de John Bunyan, que aparecen en una de las partes más preciosas de «El Peregrino.” En ella nos describe el fin de uno de los peregrinos más santos y mejores: «Después de esto se llegó a saber que «Valiente-por-la-verdad» había recibido notificación de su partida. Como prueba de que esta notificación era cierta recibió estas palabras de la Escritura: «el cántaro se quebró junto a la fuente.” (Eclesiastés 12:6.) Habiendo entendido esto, llamó a sus amigos y les dijo: ‘Voy a la casa de mi Padre; y aunque con grandes esfuerzos y dificultades he llegado hasta aquí, no me arrepiento de todas las fatigas que he tenido que experimentar para llegar a donde estoy. Mi espada la doy a aquel que me sucederá en la peregrinación, y mi valor y destreza a aquel que lo pueda hacer suyo. Las marcas y cicatrices las llevo conmigo para testimonio de que he luchado las batallas para Aquél que me ha de recompensar’. Cuando el día de su partida llegó muchos le acompañaron hasta la orilla del río, y mientras descendía a las aguas dijo: ‘¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?’ Y a medida que bajaba más hacia lo profundo se le oía decir: ‘¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?’ Y así llegó a cruzar el río, mientras que al otro lado las trompetas sonaban para él.”
¡Ojalá pueda ser también nuestro fin así! ¡Que nunca nos olvidemos de que sin lucha no hay santidad durante la vida, ni corona de gloria al morir!
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle