Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. (Mateo 6:9-13)
Volvemos ahora al examen de la enseñanza de nuestro Señor respecto a la oración. Mateo 6, como recordarán, contiene lo que nuestro Señor dice de la cuestión general de la vida cristiana. Divide el tema en tres secciones que en realidad vienen a cubrir la totalidad de nuestra justicia o vida religiosa. Primero está el aspecto de la limosna, nuestra relación hacia otros, luego la cuestión de la oración y de nuestra relación con Dios, y por fin el asunto de la disciplina personal, que nos presenta bajo el título general del ayuno. Ya hemos examinado por separado estos tres aspectos de la vida religiosa o vida de piedad; y al considerar el tema de la oración, dijimos que estudiaríamos más tarde lo que se suele llamar el Padre Nuestro, porque nuestro Señor vio claramente la necesidad, no sólo de poner sobre aviso a sus seguidores en contra de ciertos peligros referentes a la oración, sino también de darles una enseñanza positiva.
El Señor ha advertido, como se recordará, que no hay que ser como los hipócritas, que oran de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para que los hombres los vean. Ha dicho que las repeticiones vanas de nada valen en sí mismas y por sí mismas, y que la simple cantidad en la oración no produce beneficios especiales. También ha dicho que hay que orar en secreto, y que nunca hay que preocuparse acerca de los hombres ni acerca de lo que los hombres podrían pensar, sino que lo que es vital y esencial en esto de la oración es no sólo que hay que dejar aparte a los demás, sino encerrarse con Dios, y concentrarse en Él y en nuestra relación con Él. Pero, como hemos dicho, el Señor ve claramente que una advertencia general de esta índole no es suficiente, y que sus discípulos necesitan ser instruidor con más detalle. Por ello agrega. “Vosotros, pues, orareis así”, y pasa a darles esta enseñanza respecto al método de oración.
Nos encontramos aquí ante uno de los temas más vitales en relación con nuestra vida cristiana. La oración es, sin lugar a dudas, la actividad más elevada del alma humana. El hombre nunca es más grande que cuando, de rodillas, se halla frente a frente con Dios. No es que queramos perder el tiempo en comparaciones vanas. La limosna es excelente, es una actividad noble, y el hombre que se siente guiado a ayudar a los demás en este mundo, y que responde a esta dirección, es un hombre bueno. También el ayuno en sus varias formas es una actividad elevada y noble. El hombre del mundo desconoce esto, desconoce la autodisciplina. Se entrega a todos los impulsos, al placer y a la pasión, y vive más o menos como un animal, con respuestas simplemente mecánicas de los instintos que hay en él. Nada sabe de la disciplina. El hombre que se disciplina a sí mismo sobresale y posee la señal de la grandeza; es algo muy importante que el hombre discipline su vida en todo tiempo; y en ocasiones especiales, que adopte medidas excepcionales para su bien espiritual.
Estas cosas, sin embargo, palidecen en su significado cuando uno contempla al hombre en oración. Cuando el hombre habla a Dios está en la cima. Es la actividad más elevada del alma humana, y en consecuencia, es también la piedra de toque final de la condición espiritual genuina del hombre. Nada hay que nos revele mejor la verdad sobre nosotros, en cuanto personas cristianas, que la vida de oración. Todo lo que hagamos en la vida cristiana es más fácil que orar. No es tan difícil dar limosna, el hombre natural también hace eso, y uno puede poseer un verdadero espíritu de filantropía sin ser cristiano. Algunos parecen haber nacido con una naturaleza y espíritu generosos; para ellos el dar limosna no ofrece ninguna dificultad. Lo mismo se aplica a la cuestión de la autodisciplina, abstenerse de ciertas cosas y asumir ciertos deberes y tareas. Dios sabe que es mucho más fácil predicar desde un pulpito que orar. La oración es, sin duda alguna, la piedra de toque final, porque el hombre puede hablar a los demás con mayor facilidad de lo que puede hablar con Dios. En último término, el hombre descubre la verdadera condición de su vida espiritual cuando se examina a sí mismo en privado, cuando está a solas con Dios.
Vimos en el capítulo segundo que el verdadero peligro para el hombre que dirige a una congregación en un acto público de oración es que quizá se esté dirigiendo a la congregación en vez de dirigirse a Dios. Pero, cuando estamos solos en la presencia de Dios, esto ya no es posible. ¿No hemos descubierto que, en cierto modo, tenemos menos que decirle a Dios cuando estamos solos que cuando estamos en presencia de otros? No debería ser así, pero a menudo lo es. De modo que nuestra posición verdadera, en el sentido espiritual, la descubrimos cuando hemos abandonado el campo de actividades y actividades externas relacionados con otras personas, y nos hallamos a solas con Dios. No sólo es la actividad más elevada del alma, es también la piedra de toque final de nuestra verdadera condición espiritual.
Hay otra forma de decir lo mismo: la característica más destacada de todas las personas santas que el mundo ha conocido ha sido que no sólo han dedicado mucho tiempo a la oración en privado, sino que han hallado una gran satisfacción en ello. No se lee la vida de ningún santo sin encontrar que así haya sucedido. Cuanto más santa es la persona, más tiempo dedica a la conversación con Dios. Así pues, es un asunto de importancia vital y absoluta. Y no cabe duda de que hace más falta ser instruidos sobre este tema que sobre cualquier otro.
Así ha ocurrido en la experiencia del pueblo de Dios a lo largo de los siglos. Se cita en los Evangelios, que Juan el Bautista había estado enseñando a sus discípulos a orar. Es evidente que se habían dado cuenta de la necesidad de recibir enseñanza, y le habían pedido que les enseñara, y Juan les había enseñado a orar. Los discípulos de nuestro Señor sintieron exactamente la misma necesidad. Acudieron a Él una tarde y le dijeron: “Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”. No cabe duda de que nació en su corazón este deseo porque eran conscientes de esta clase de dificultad natural, instintiva, inicial, que todos experimentamos; pero sin duda alguna también éste deseo se incrementó al ver la vida de oración del Señor. Lo veían levantarse mucho antes del amanecer para ir a orar a las montañas, y dedicar noches enteras a la oración. Y a veces, no lo dudo, se decían entre sí: “¿De qué habla? ¿Qué hace?”. Quizá también pensarían, “a los pocos minutos de estar en oración ya me faltan las palabras. ¿Qué hace posible que Él le dedique tanto tiempo a la oración? ¿Qué lo conduce a este abandono y facilidad?”. “Señor, enséñanos a orar”, decían. Con esto expresaban que les gustaría poder orar como Él lo hacía y decían: “Ojalá conociéramos a Dios como tú lo conoces. Enséñanos a orar”. Pero nosotros… ¿Hemos experimentado esto alguna vez? ¿Nos hemos sentido alguna vez insatisfechos con nuestra vida de oración y deseando saber más acerca de lo que en realidad es orar? Si lo hemos sentido, es una señal alentadora. No cabe duda de que ésta es nuestra necesidad mayor. Perdemos las bendiciones más importantes de la vida cristiana porque no sabemos orar bien. Necesitamos que se nos enseñe cómo orar, y para qué orar. Precisamente debemos dedicar algún tiempo a estudiar lo que se ha llegado a conocer entre nosotros como ‘el Padre nuestro’ porque abarca estas dos cosas de una forma sorprendente y maravillosa. Es una sinopsis perfecta de la enseñanza que nuestro Señor ofrece acerca de cómo orar, y para qué orar.
Debemos dejar bien sentado ahora que esto es lo único que me propongo hacer. El tema de la oración es muy amplio y podríamos dedicarle mucho tiempo; sin embargo no podemos hacerlo porque en realidad lo que queremos es ir siguiendo punto por punto el Sermón del Monte, y por consiguiente sería erróneo dedicar demasiado tiempo a este aspecto particular. Lo único que pienso hacer es explicar la enseñanza de nuestro Señor en esta oración, e incluso no lo voy a hacer con mucho detalle. Simplemente tengo la intención de subrayar y poner de relieve los que creo que son los grandes principios centrales que nuestro Señor indudablemente estaba ansioso de inculcar.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones