Por ello, Dios es comparable a una roca (Deut. 32:4) que permanece inmovilcuando el océano entero que la rodea fluctúa continuamente; aunque todas las criaturas estén sujetas a cambios, Dios es inmutable. Él no conoce cambio alguno porque no tiene principio ni fin. Dios es por siempre.
En primer lugar, Dios es inmutable en esencia. Su naturaleza y ser son infinitos y, por lo tanto, no están sujetos a cambio alguno. Nunca hubo un tiempo en el que El no existiera; nunca habrá día en el que deje de existir. Dios nunca ha evolucionado, crecido o mejorado. Lo que es hoy ha sido siempre y siempre será. “Yo Jehová no me cambio” (Mal. 3:6).
Es su propia afirmación absoluta. No puede mejorar, porque es perfecto; y, siendo perfecto, no puede cambiar en mal. Siendo totalmente imposible que algo externo le afecte, Dios no puede cambiar ni en bien ni en mal: es el mismo perpetuamente. Sólo él puede decir “Yo soy el que soy” (Ex. 3:14). El correr del tiempo no le afecta en absoluto. En el rostro eterno no hay vejez. Por lo tanto, su poder nunca puede disminuir, ni su gloria palidecer.
En segundo lugar, Dios es inmutable en sus atributos. Cualesquiera que fuesen los atributos de Dios antes que el universo fuera creado, son ahora exactamente los mismos, y así permanecerán para siempre. Es necesario que sea así, ya que tales atributos son las perfecciones y cualidades esenciales de su ser. Semper Idem (siempre el mismo) está escrito sobre cada uno de ellos.
Su poder es indestructible, su sabiduría infinita y su santidad inmancillable. Como la deidad no puede dejar de ser, así tampoco pueden los atributos de Dios cambiar. Su veracidad es inmutable, porque su palabra “permanece para siempre en los cielos” (Sal. 119:89). Su amor es eterno: “con amor eterno te he amado” (Jer. 31:3), y “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan. 13:1). Su misericordia es incesante, porque es “para siempre” (Sal. 100:5).
En tercer lugar, Dios es inmutable en su consejo. Su voluntad jamás cambia. Algunos ya han puesto la objeción de que en la Biblia dice que “arrepintióse Jehová de haber hecho al hombre” (Gen. 6:6). A esto respondemos: Entonces, ¿se contradicen las escrituras a sí mismas? No, eso no puede ser.
El pasaje de Núm. 23:19 es suficientemente claro: “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta”. Asimismo, en 1Sam. 15:29, leemos: “El vencedor de Israel no mentirá, ni se arrepentirá; porque no es hombre para que se arrepienta”. La explicación es muy sencilla, cuando habla de sí mismo, Dios adapta a menudo, su lenguaje a nuestra capacidad limitada. Se describe a así mismo como vestido de miembros corporales, tales como ojos, orejas, manos, etc. Habla de sí mismo “despertando” (Sal. 78:65), “madrugando” (Jer. 7:13); sin embargo, ni dormita, ni duerme.
Así, cuando adopta un cambio en su trato con los hombres, Dios describe su acción como “arrepentimiento”. Si Dios es inmutable en su consejo. “porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables.” (Rom. 11:29). Ha de ser así, porque si él se determina en una cosa, ¿Quién lo apartará? Su alma deseó e hizo (Job 23:13). El propósito de Dios jamás cambia. Hay dos causas que hacen al hombre cambiar de opinión e invertir sus planes: la falta de previsión para anticiparse a los acontecimientos, y la falta de poder para llevarlos a cabo.
Pero, habiendo admitido que Dios es omnisciente y omnipotente, nunca necesita corregir sus decretos. No, “El consejo de Jehová permanecerá para siempre; los pensamientos de su corazón por todas las generaciones” (Sal. 33:11). Es por ello que leemos acerca de “la inmutabilidad de su consejo” (Heb. 6:17).
En esto percibimos la distancia infinita que existe entre la más grande de las criaturas y el Creador. Creación y mutabilidad son, en un sentido, términos sinónimos. Si la criatura no fuera variable por naturaleza, no sería criatura, sería Dios. Por naturaleza, ni vamos ni venimos de ninguna parte. Nada, aparte de la voluntad y el poder sustentador de Dios, impide nuestra aniquilación.
Nadie puede sostenerse a sí mismo ni un sólo instante. Dependemos por completo del Creador en cada momento que respiramos. Reconocemos con el salmista que “él es el que puso nuestra alma en vida” (Sal. 66:9). Al comprender esta verdad, debería humillarnos el sentido de nuestra propia insignificancia en la presencia de Aquel en quien “vivimos, y nos movemos, y somos”. (Hech. 17:28).
Como criaturas caídas, no solamente somos variables, sino que todo en nosotros es contrario a Dios. Como tales, somos “estrellas erráticas” (Judas 13), fuera de órbita “Los impíos son como la mar en tempestad, que no puede estarse quieta” (Isa. 57:20). El hombre caído es inconstante. Las palabras de Jacob, refiriéndose a Rubén son aplicables igualmente a todos los descendientes de Adán: “Corriente como las aguas” (Gén. 49:4).
Así pues, atender a aquel precepto: “dejad de confiar en el hombre” (Isa. 2:22), no sólo es una muestra de piedad, sino también de sabiduría. No hay ser humano del que se pueda depender. “No confíes en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él liberación” (Sal. 146:3). Si desobedezco a Dios, merezco ser engañado y defraudado por mis semejantes. La gente puede amarte hoy y odiarte mañana. La multitud que gritó: “¡Hosanna el hijo de David!”, no tardó mucho en decir: “¡Sea crucificado!”
Aquí tenemos consolación firme. No se puede confiar en la criatura humana, pero sí en Dios. No importa cuán inestable sea yo, cuán inconstantes demuestren ser mis a amigos; Dios no cambia. Si cambiara como nosotros, si quisiera una cosa hoy y otra distinta mañana, si actuara por capricho, ¿Quién podría confiar en él?
Pero, alabado sea su Santo Nombre. El es siempre el mismo. Su propósito es fijo, su voluntad estable, su Palabra segura. He aquí una roca donde podemos fijar nuestros pies mientras el torrente poderoso arrastra todo lo que nos rodea. La permanencia del carácter de Dios garantiza el cumplimiento de sus promesas: “Porque los montes se moverán, y los collados temblarán; más no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz vacilará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (Isa. 54:10). En esto hallamos estímulo para la oración. “¿Qué consuelo significaría orar a un dios que, como el camaleón, cambiara de color continuamente? ¿Quién presentaría sus peticiones a un príncipe tan variable que concediera una demanda hoy y la negara mañana?”.
Si alguien pregunta porque orar a Aquel cuya voluntad está ya determinada, le contestamos: Porque El así lo quiere. ¿Ha prometido Dios darnos alguna bendición sin que se la pidamos? “Si demandáramos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1Juan 5:14), y quiere para sus hijos todo lo que es para bien de ellos. El pedir algo contrario a su voluntad no es oración, sino rebelión consumada. He aquí, también, terror para los impíos. Aquellos que desafían a Dios, quebrantan Sus leyes y no se ocupan de Su gloria, sino que, por el contrario, viven sus vidas como si El no existiera, no pueden esperar que, al final, cuando clamen por misericordia, Dios altere su voluntad, anule su Palabra, y suprima sus terribles amenazas..
Por el contrario, ha declarado: “Pues yo también actuaré en mi ira: mi ojo no tendrá lástima, ni tendré compasión. Gritarán a mis oídos a gran voz, pero no los escucharé” (Eze. 8:18). Dios nos se negaría a sí mismo para satisfacer las concupiscencias de ellos. El es santo y no puede dejar de serlo. Por lo tanto, odia el pecado con odio eterno. De ahí el eterno castigo de aquellos que mueren en sus pecados.
“La inmutabilidad divina, como la nube que se interpuso entre los israelitas y los egipcios, tiene un lado oscuro y otro claro. Asegura la ejecución de sus amenazas, y el cumplimiento de sus promesas; y destruye la esperanza que los culpables acarician apasionadamente. Es decir, la de que Dios será blando para con sus frágiles y descarriadas criaturas, y que serán tratados mucho más ligeramente de lo que parecen indicar las afirmaciones de su Palabra. A esas especulaciones falsas y presuntuosas oponemos la verdad solemne de que Dios es inmutable en veracidad y propósito, en fidelidad y justicia”.
Extracto del libro de A.W. Pink: Los atributos de Dios