Examinemos ahora la enseñanza de nuestro Señor con respecto a los juramentos. Otra vez presenta el mismo contraste: ‘…pero yo os digo.’ Aquí tenemos al legislador mismo que habla. Aquí está un Hombre en medio de hombres, pero que habla con la autoridad única de la divinidad. Dice en efecto: ‘Yo quien di la antigua ley os digo esto. Digo, no juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un solo cabello. Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.’ ¿Qué significa esto?
Lo primero que debemos hacer, quizá, es tratar de la situación que se nos presenta en un caso concreto. Los miembros de la Sociedad de Amigos, llamados comúnmente cuáqueros, siempre han mostrado mucho interés por este párrafo, y basados en él han solido siempre negarse a prestar juramentos ni siquiera ante un tribunal. Su interpretación es que este texto prohíbe de una manera absoluta hacer juramentos sea de la clase que sean y bajo cualquier circunstancia. Dicen que nuestro Señor dijo: ‘No juréis en ninguna manera,’ y que lo que debemos hacer es tomar sus palabras como suenan. Debemos examinar esta posición, pero no porque este texto trate del jurar ante un tribunal. En realidad no estoy muy seguro de que los que interpretan así este pasaje no se hayan colocado sin querer casi en la antigua posición legalista de los escribas y fariseos. Si limitamos el significado de este párrafo al jurar delante de un tribunal, entonces nos hemos concentrado en ‘la menta y el eneldo y el comino’ y hemos olvidado las cosas importantes de la ley. No me es posible aceptar esta interpretación por las razones siguientes.
La primera es el mandato del Antiguo Testamento en el que Dios estableció la legislación referente a los juramentos, a cuándo y cómo hacerlos. ¿Es concebible que Dios hubiera dado esas normas si hubiese querido que nunca se jurara? Pero no sólo esto; está también la práctica del Antiguo Testamento. Cuando Abraham envió a su siervo para que buscara esposa a Isaac, ante todo le exigió un juramento — él, Abraham, el amigo de Dios. Jacob, el hombre santo, exigió juramento a José, José lo exigió a sus hermanos y Jonatán lo exigió de David. No se puede leer el Antiguo Testamento sin ver que, en ciertas ocasiones especiales, estos hombres santos tenían que jurar en forma solemne. Es más, tenemos una autoridad mayor todavía en el pasaje que describe el juicio de nuestro Señor. En Mateo 26: 63, se nos dice que Jesús ‘callaba’. El sumo sacerdote lo estaba juzgando. ‘Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios.’ Nuestro Señor no dijo: ‘No tienes que hablar así.’ De ningún modo. No condenó que empleara así el nombre de Dios. No lo acusó en esa ocasión, sino que pareció aceptarlo como legítimo. Entonces, y sólo entonces, como respuesta a esta admonición solemne, respondió.
Sin embargo, examinemos la práctica de los apóstoles, quienes habían recibido la enseñanza directa de nuestro Señor. Verán que con frecuencia juraban. El apóstol Pablo dice en Romanos 9:1: ‘Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo’, y en 2 Corintios 1:23: ‘Mas yo invoco a Dios por testigo sobre mi alma, que por ser indulgente con vosotros no he pasado todavía a Corinto.’ Esa era la práctica y costumbre. Pero hay un argumento muy interesante basado en esto en Hebreos 6:16. El autor trata en ese capítulo de consolar y tranquilizar a sus lectores, y su argumentación es que Dios ha jurado en cuanto a ello. ‘Porque los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación.’ Dios por tanto ‘confirmaba la cosa por juramento.’ En otras palabras, al referirse a la práctica de los que juraban muestra cómo el juramento es confirmación para el hombre, y acaba con la controversia. No dice que esté mal; lo acepta como algo justo, habitual y enseñado por Dios. Luego pasa a argumentar que incluso Dios mismo ha jurado ‘para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros.’ A la luz de todo esto parece realmente poco satisfactoria esa opinión que dice que la Escritura ordena no jurar. La conclusión a la que llegamos, basados en la Biblia, es que, si bien hay que restringir el jurar, hay ciertas ocasiones solemnes y vitales cuando es lícito, y no sólo esto, sino que de hecho le añade una solemnidad y una autoridad que ninguna otra cosa le puede dar.
Esta es la idea negativa de la enseñanza de nuestro Señor. Pero ¿qué enseña positivamente?
Está bien claro que lo primero que nuestro Señor quiere hacer es prohibir el uso del nombre sagrado para blasfemar o maldecir. El nombre de Dios y el de Cristo nunca han de usarse así. Basta ir por las calles de una ciudad o sentarse en trenes o autobuses para oír que se hace eso constantemente. Nuestro Señor lo condena de una manera absoluta y total.
Lo segundo que prohíbe del todo es jurar por alguna criatura, porque todo pertenece a Dios. Nunca debemos jurar por los cielos o la tierra o por Jerusalén; no debemos jurar por nuestra cabeza, ni por ninguna otra cosa más que por el nombre de Dios mismo. De modo que esas distinciones y diferencias que los escribas y fariseos hacían eran completamente ridículas. ¿Qué es Jerusalén? Es la ciudad del gran Rey. ¿Qué es la tierra? Su estrado. Uno ni siquiera puede hacer blanco o negro un cabello. Todas estas cosas están bajo Dios. También el templo es la sede de la presencia de Dios, de modo que no se puede distinguir entre el templo y Dios de esa manera. Estas distinciones eran totalmente falsas.
Además, prohíbe jurar en la conversación ordinaria. No hace falta jurar en una controversia, y no hay que hacerlo. Debe ser o sí, sí, o no, no. Pide simple veracidad, decir la verdad siempre en la conversación y comunicación ordinarias. ‘Sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.’
Estamos frente a algo muy solemne. Podemos ver lo pertinente que es para el mundo de hoy y para nuestra vida. ¿Acaso la mayor parte de los problemas que tenemos no se deben al hecho de que la gente se olvida de estas cosas? ¿Cuál es el principal problema en la esfera internacional? ¿No es acaso que no podemos creer lo que se dice — las mentiras? Hitler basó toda su política en esto, y dijo que era la manera de triunfar en el mundo. Si se quiere que nuestra nación prospere, mintamos. Y cuanto más mintamos tanto más éxito tendremos. ¡Qué situación! Un país no puede creer a otro; los juramentos, las promesas solemnes ya no importan ni cuentan.
Pero esto es así no sólo en el campo internacional; ocurre también en nuestro propio país, y en algunas de las relaciones más sagradas de nuestra vida. Uno de los grandes escándalos de la vida de hoy es el enorme incremento en divorcios e infidelidades. ¿A qué se debe? Es que los hombres han olvidado la enseñanza de Cristo respecto a las promesas y juramentos, a la veracidad, verdad y honestidad en el hablar. Cuan parecidos somos a esos escribas y fariseos. Los que hablan en el campo de la política hablan con elocuencia de la santidad de los contratos internacionales. Pero, mientras dicen esto, no son fieles a sus propias promesas matrimoniales. Cuando Hitler mentía, nos escandalizábamos; pero parece que lo vemos de una manera algo diferente cuando decimos lo que llamamos una ‘mentira blanca’ a fin de salir de una dificultad. Es terrible, pensamos, mentir en el campo internacional, pero no, al parecer, cuando se trata de las relaciones entre marido y mujer, o padres e hijos. ¿No es esto lo que ocurre?
Es la falacia de siempre. El templo—nada; el oro del templo—todo. El altar—nada; la ofrenda del altar—todo. No, debemos darnos cuenta de que estamos frente a una ley y principio universal que abarca toda nuestra vida. Se aplica también a nuestra vida; el mensaje es para cada uno de nosotros. No debemos mentir. Y todos tendemos a ello, aunque no siempre en forma descubierta. Para nosotros el perjurio es terrible. Nunca pensaríamos en caer en él. Pero decir mentiras es tan malo como perjurar, porque, como cristianos, siempre deberíamos hablar en la presencia de Dios. Somos su pueblo, y una mentira que digamos a otro puede interponerse entre su alma y su salvación en Cristo Jesús. Todo lo que hacemos tiene suma importancia. No debemos exagerar ni permitir que los demás exageren al hablar con nosotros, porque la exageración se convierte en mentira. Produce una impresión falsa en los oyentes. Todo esto va incluido en este texto. Una vez más, examinémonos. Dios tenga misericordia de nosotros por cuanto somos como los escribas y fariseos, tratando de distinguir entre mentiras grandes y pequeñas, mentiras y cosas que no son propiamente mentiras. Sólo hay una manera de resolver esto. No los estoy exhortando a que sean morbosos ni a que caigan en escrúpulos enfermizos, pero debemos darnos cuenta de que estamos siempre en la presencia de Dios. Decimos que andamos en este mundo en intimidad con Él y con su Hijo y que el Espíritu Santo habita en nosotros. Muy bien, ‘no contristéis al Espíritu Santo de Dios,’ dice Pablo. Lo ve y oye todo —toda exageración, toda mentira insinuada. Lo oye todo y se siente ofendido y afligido. ¿Por qué? Porque es ‘Espíritu de verdad,’ y cerca de Él no puede haber mentira. Escuchemos, pues, el mandamiento de nuestro Rey celestial, quien es también nuestro Señor y Salvador, quien al sufrir, no amenazaba, y de quien leemos, ‘ni se halló engaño en su boca.’ Sigamos sus pisadas y deseemos ser como El en todo. Recordemos que toda nuestra vida se desarrolla en su presencia, y que puede ser lo que decida qué van a pensar otros de Él. ‘No juréis en ninguna manera… sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.’
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones