Es un nombre descriptivo para la causa sustancial de la aceptación del pecador delante de Dios. «La justicia de Dios» es una frase referida al trabajo terminado del Mediador como aprobado por el tribunal divino, siendo la causa meritoria de nuestra aceptación delante del trono del Altísimo.
Esa «justicia» por la cual el pecador creyente es justificado es llamada «la justicia de Dios» (Rom. 1:17; 3:21) porque Él es el encargado, aprobador, y dador de ella. Ella es llamada «la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 1:1) porque Él la consumó y presentó delante de Dios. Es llamada «la justicia de la fe» (Rom. 4:13) porque la fe es la que la sujeta y la que la recibe. Es llamada «justicia del hombre» (Job 33:26) porque fue pagada para él e imputada [o atribuida] a él. Todas estas variadas expresiones se refieren a muchos aspectos de aquella perfecta obediencia hasta la muerte que el Salvador efectuó en favor de Su pueblo.
El apóstol Pablo, bajo la guía del Espíritu Santo, estimaba a esta doctrina como algo tan vital, que al ser negada y tergiversada por parte de los judíos, fue la causa principal por la cual fueron desaprobados por Dios: ver los versículos finales de Romanos 9 y el comienzo del capítulo 10. De nuevo, a lo largo de toda la Epístola a los Gálatas, encontramos al apóstol empeñado en la más vigorosa defensa y contendiendo con gran celo con aquellos que habían atacado esta verdad básica. Allí él habla de la enseñanza opuesta como destructiva y mortífera para las almas de los hombres, como una agresión a la cruz de Cristo [es decir su sacrificio], y llama a esa enseñanza otro evangelio, declarando solemnemente «aún si nosotros o un ángel del cielo os anunciare otro evangelio… sea anatema [maldito] (Gál. 1:8). Que pena, que bajo la amplia libertad y bajo la falsa «caridad» de nuestros tiempos, hay ahora tan poco santo aborrecimiento de esa predicación que rechaza la obediencia substituta de Cristo que es imputada [o atribuida] al que cree.
La predicación de esta gran verdad causó el mayor avivamiento que la causa de Cristo ha gozado desde los días de los apóstoles. «Ésta fue la grandiosa, fundamental y distintiva doctrina de la Reforma, y fue estimada por todos los reformadores como de primaria y suprema importancia. La principal acusación que ellos sostenían en contra de la Iglesia de Roma fue que ella había corrompido y pervertido la doctrina de las Escrituras sobre esta cuestión de una forma que era peligrosa para las almas de los hombres; y fue principalmente por la exposición, el estricto apego, y la aplicación de la verdadera doctrina de la palabra de Dios respecto a esto, que ellos atacaron y trastornaron las principales doctrinas y prácticas del sistema papal. No hay asunto que posea una importancia más intrínseca que el que se relaciona con éste, y no hay otro con respecto al cual los reformadores estuvieron más completamente de acuerdo en sus convicciones»
Esta bendita doctrina provee el gran tónico divino para reanimar a uno cuya alma está abatida y cuya conciencia está intranquila por un profundo sentimiento de pecado y culpa, y desea conocer el camino y los medios por los cuales podría obtener la aceptación para con Dios y el derecho a la herencia celestial. Para uno que está profundamente convencido de que ha sido toda su vida un rebelde contra Dios, un constante transgresor de Su Santa Ley, y que comprende que está con justicia bajo la condenación e ira de Dios, ninguna búsqueda puede ser de tan profundo interés y apremiante importancia como aquella que se relaciona con los medios para recuperar el favor divino, el perdón de sus pecados, y el hacerle apto para permanecer confiado en la presencia divina: hasta que este punto vital haya sido aclarado para saciar su corazón, toda otra información religiosa será totalmente inútil.
«Las demostraciones de la existencia de Dios sólo servirán para confirmar y grabar más profundamente sobre su mente la terrible verdad que él ya cree, que hay un Juez justo, delante del cual debe comparecer, y por cuya sentencia será establecida su condena final. Explicarle la ley moral, e inculcarle las obligaciones a obedecer, obrará como un acusador público, cuando éste cita las leyes de la región a fin de mostrar que los cargos que ha traído contra el criminal en la corte están bien establecidos, y, en consecuencia, que él es digno de castigo. Cuanto más fuertes son los argumentos por los cuales usted hace evidente la inmortalidad del alma, más claramente prueba que su castigo no será temporal, y que hay otro estado de existencia, en el cual él será totalmente recompensado de acuerdo a su merecimiento» (J. Dick).
Cuando Dios mismo llega a ser una realidad viviente al alma, cuando Su majestuosidad temible, Su santidad inefable, Su justicia inflexible, y Su autoridad soberana, son realmente percibidas, aunque muy inadecuadamente, la indiferencia a Sus demandas ahora da lugar a una seria preocupación. Cuando hay un adecuado sentido de la magnitud de nuestra separación con Dios, de la depravación de nuestra naturaleza, del poder y vileza del pecado, de la espiritualidad y severidad de la ley, y de las eternas llamas que esperan a los enemigos de Dios, las almas despertadas gritan, «¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios altísimo? ¿Me presentaré con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré a mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?» (Miqueas 6:6, 7). Entonces la pobre alma exclama, «¿Cómo pues se justificará el hombre con Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer?» (Job 25:4). Y es en la bendita doctrina que está ahora por ser puesta ante nosotros en donde se nos explica el método por el cual un pecador puede obtener paz con su Hacedor y emerger a la posesión de la vida eterna.
También; esta doctrina es de inestimable valor para el cristiano con una conciencia despierta quien cada día gime por sentir su corrupción y las innumerables faltas comparándose con el estándar [o la norma de vida perfecta] que Dios ha puesto ante él. El Maligno, que es «el acusador de nuestros hermanos» (Apoc. 12:10), frecuentemente acusa con hipocresía al creyente ante Dios, inquieta su conciencia, y pretende convencerle que su fe y su piedad son nada más que una máscara y una apariencia para el exterior, por las cuales él no solo engaña a otros, sino también a sí mismo. Pero, gracias a Dios, Satán puede ser vencido por «la sangre del Cordero» (Apoc. 12:11): mirando lejos del incurablemente corrupto yo, y contemplando al Fiador [así se lo llama a Jesús en Hebreos 7:22, el fiador es el que se compromete a responder por las deudas que otro no puede pagar, es sinónimo de garante], que ha respondido plenamente por cada falta del cristiano, ha expiado [pagado] perfectamente por cada pecado de éste, y le ha proporcionado una «justicia eterna» (Dan. 9:24), que fue puesta en su cuenta en la elevada corte celestial. Y de este modo, aunque gimiendo por sus flaquezas, el creyente puede poseer una confianza victoriosa que lo eleva sobre todo temor.
Esto fue lo que trajo paz y regocijo al corazón del apóstol Pablo: porque mientras que en un instante exclamó, «¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?» (Rom. 7:24), a continuación declaró, «Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). A lo cual añadió, «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? (vers. 33-35). Pueda el Dios de toda gracia dirigir nuestra pluma y bendecir lo que escribimos para los lectores, que no pocos de los que están ahora en las sombrías prisiones del Castillo de la Duda, puedan ser conducidos dentro de la gloriosa luz y libertad de la plena certeza de fe.
Extracto del libro «la justificación» Arthur W. Pink