Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando la bendita verdad de la justificación era una de las más conocidas doctrinas de la fe cristiana, cuando ella era asiduamente explicada por los predicadores, y cuando el conjunto de los asistentes de las iglesias estaba familiarizado con sus aspectos principales. Pero ahora, ¡ay!, ha surgido una generación que es casi totalmente ignorante de este precioso tema, porque con muy raras excepciones ya no se le da un lugar en el púlpito, y apenas se escribe algo sobre éste en las revistas religiosas de nuestro día; y, en consecuencia, comparativamente, pocos entienden lo que el término en sí implica, menos aún se tiene en claro sobre que base Dios justifica al impío. Esto pone al escritor en una considerable desventaja, porque mientras él desea evitar un tratamiento superficial de un asunto tan vital, incluso profundizar en éste, y entrar en los detalles, hará una importante contribución por causa de la mentalidad y paciencia de la persona media. No obstante, respetuosamente instamos a cada cristiano a hacer un esfuerzo real para ceñir los lomos de su entendimiento [(1 Pedro 1:13) es una figura tomada de la forma de vestirse de los israelitas durante la pascua, con la ropa larga exterior atada al cinturón como listos para partir, es decir que significa estar dispuesto y atento, y buscar en oración dominar estos capítulos que vamos a ir exponiendo.
Lo que hará más difícil para seguirnos a través de estas series es el hecho de que estamos tratando el lado doctrinal de la verdad, antes que el práctico; el judicial, antes que el experimental. No que la doctrina sea algo impracticable; de ningún modo, lejos de ello. «Toda Escritura es inspirada divinamente y útil (primero) para enseñar, (y luego) para redargüir [o reprender], para corregir, para instituir en justicia» (2 Tim. 3:16). La instrucción doctrinal fue siempre la base desde la cual los apóstoles promulgaron los preceptos para regular el modo de andar. No puede encontrarse exhortación alguna hasta el capítulo 6 de la Epístola a los Romanos: los primeros cinco están dedicados enteramente a la exposición doctrinal. Así también en la Epístola a los Efesios: en 4:1 es dada la primera exhortación. Primero los santos son instados a recordar las abundantes riquezas de la gracia de Dios, para que el amor de Cristo pueda impulsarles, y luego son urgidos a andar como es digno de la vocación con que fueron llamados.
Aunque es verdad que se requiere un esfuerzo mental real (así como un corazón piadoso) para poder captar inteligentemente algunas de las más sutiles distinciones que son esenciales para una apropiada comprensión de esta doctrina, sin embargo, debe señalarse que la verdad de la justificación está lejos de ser una mera pieza de especulación abstracta. No, ella es una expresión de un hecho divinamente revelado; ella es un anuncio de un hecho en el cual cada miembro de nuestra raza humana debería estar profundamente interesado. Cada uno de nosotros ha perdido el favor de Dios, y cada uno de nosotros necesita recuperar Su favor. Si no lo recuperamos, entonces las consecuencias deben ser nuestra absoluta ruina y la irremediable perdición. Como seres caídos, como rebeldes culpables, como pecadores perdidos, somos restaurados en el favor de Dios, y se nos da una posición delante de Él inestimablemente superior a la que ocupan los santos ángeles, Nuestra atención será atraída a medida que prosigamos con nuestro tema.
Como dijo Abram Booth en su espléndido trabajo «El reino de la gracia» (escrito en 1768), «Lejos de ser un punto solamente teórico, éste propaga su influencia a través del conjunto entero de la teología, fluye a través de toda la experiencia cristiana, y opera en cada parte de santidad práctica. Tal es su gran importancia, que un error acerca de éste tiene una eficacia maligna, y es acompañado con una serie de peligrosas consecuencias. Ni puede esto parecer extraño, cuando se considera que esta doctrina de la justificación no es otra que la manera para que un pecador sea aceptado por Dios. Siendo de tan especial importancia, ella está inseparablemente conectada con muchas otras verdades evangélicas, de las cuales no podremos contemplar la armonía y belleza, mientras ésta sea mal comprendida. Hasta que esta doctrina aparezca en su gloria, esas verdades estarán en la oscuridad. Ésta es, si así pudiera ser llamada, un artículo fundamental; y ciertamente requiere nuestra más seria consideración»
La gran importancia de la doctrina de la justificación fue sublimemente expresada por el puritano holandés, Witsius, cuando dijo, «Ella ayuda mucho a revelar la gloria de Dios, cuyas más destacadas perfecciones resplandecen con un brillo sobresaliente con esta doctrina. Ésta manifiesta la infinita bondad de Dios, por la cual Él estuvo predispuesto a proveer la salvación gratuitamente para el perdido y miserable hombre, ‘para alabanza de la gloria de Su gracia’ (Ef. 1:6). Ésta muestra también la más estricta justicia, por la cual Él no pasaría por alto ni la más pequeña ofensa, excepto con la condición del compromiso adecuado, o la plena satisfacción [la reparación o el pago] del Mediador, ‘para que Él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús’ (Rom. 3:26). Esta doctrina muestra además la inescrutable sabiduría de la divinidad, la cual descubrió una manera para ejercer el más benevolente acto de misericordia, sin mella a Su más absoluta justicia y a Su verdad infalible, que amenazaban de muerte al pecador: la justicia demandaba que el alma que pecaba debía morir (Rom. 1:32). La verdad ha pronunciado las maldiciones por no obedecer al Señor (Deut. 28:15-68). La bondad, al mismo tiempo, fue inclinada a decretar la vida a algunos pecadores, pero de ninguna otra forma que la que era propia de la majestad del Dios más santo. Aquí la sabiduría interviene, diciendo, ‘Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí; y no me acordaré de tus pecados’ (Isa. 43:25). Ni la justicia de Dios ni Su verdad tendrán alguna causa de reclamo porque la paga completa será hecha para ti por un mediador. Por lo tanto la increíble benevolencia del Señor Jesús resplandece, quien, aunque Señor de todo, estuvo sujeto a la ley, no para la obediencia de ella solamente, sino también para la maldición: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él.» (2 Cor. 5:21).
Arthur W. Pink