En BOLETÍN SEMANAL
​Para el creyente, el lado penal de la cuestión del pecado ha sido resuelta de una vez y para siempre. Su caso ha sido juzgado en la corte suprema, y Dios lo ha justificado: como consecuencia de ello la decisión Divina es: "Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús" (Rom. 8:1)

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  La justificación del creyente es absoluta, completa, final. «Dios es el que justifica» (Rom. 8:33), y «He entendido que todo lo que Dios hace, esto será perpetuo: sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá» (Ecl. 3:14). Tan absoluto e inconmovible es este bendito hecho que, en Romanos 8:30 se nos dice, «y a los que justificó, a éstos también glorificó»: obsérvese que no es simplemente una promesa de que Dios luego «glorificará,» sino tan seguro y cierto es aquel evento dichoso, que es usado el tiempo pasado. «A éstos también glorificó» está hablando desde el punto de vista del propósito eterno e inalterable de Dios, respecto al cual no hay en absoluto ninguna condicionalidad ni incertidumbre. Ser «glorificado» es ser conformado perfectamente a la preciosa imagen de Cristo, cuando lo veamos a Él como Él es y seamos hechos como Él (1 Juan 3:2). Porque Dios ha determinado esto, habla de esto como ya cumplido, porque Él «llama las cosas que no son, como si fueran» (Rom. 4:17).

  Para el creyente, el lado penal de la cuestión del pecado ha sido resuelta de una vez y para siempre. Su caso ha sido juzgado en la corte suprema, y Dios lo ha justificado: como consecuencia de ello la decisión Divina es «Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). Antes esas mismas personas estaban bajo la condenación –»ya es condenado» (Juan 3:18); pero ahora que su fe los ha unido a Cristo no hay ninguna condenación. La deuda de su pecado ha sido pagada por su gran Fiador; el registro de éste ha sido «borrado» por Su sangre purificadora. «Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?» (Rom. 8:33, 34). ¡Quién cambiará Su decisión! ¿Dónde está aquel tribunal superior adonde pueda ser llevada esta causa? La justicia eterna ha pronunciado su mandato; el juicio inmutable ha grabado su sentencia.

  Es total y absolutamente imposible que la sentencia del Juicio Divino jamás sea derogada o cambiada. Su sentencia de justificación resulta de y descansa sobre una completa satisfacción [o pago] que ha sido ofrecida a Su Ley, y aquella satisfacción descansa en el cumplimiento de un compromiso del pacto. Así es evitada eficazmente la anulación del veredicto. El Padre estipuló librar a Sus elegidos de la maldición de la ley con la condición de que el Hijo cumpliría las demandas de la justicia contra ellos. El Hijo libremente obedeció la voluntad de Su Padre: «He aquí, vengo». Él fue entonces nacido bajo la ley, cumplió la ley, y sufrió el castigo total de la ley; por consiguiente Él verá de la fatiga de Su alma y será satisfecho. Los rayos de la omnipotencia romperían a la Roca de los Siglos [Cristo] antes de que aquellos refugiados en Él fueran traídos de nuevo bajo la condenación.

  ¡Cuán tan, pero tan lejos de la gloriosa verdad del Evangelio está el mero perdón condicional con el que los arminianos representan a Dios como dándolo a aquellos que vienen a Cristo –un perdón que puede ser anulado, sí, que será cancelado a menos que ellos «hagan su parte» y cumplan ciertas estipulaciones! ¡Qué deformación horrible y blasfema de la Verdad es ésta! –un error que debe ser resistido firmemente no importa quien lo sostenga: es mucho mejor herir los sentimientos de un millón de criaturas semejantes a nosotros que desagradar al augusto Creador de ellas. Dios no ha hecho depender la justificación de Su pueblo sobre una base tan incierta como lo es nuestro cumplimiento de ciertas condiciones. No solamente hay «ahora ninguna condenación» permaneciendo sobre el creyente, sino que nunca la habrá, porque «Bienaventurado el varón al cual el Señor no imputó pecado» (Rom. 4:8).
  La terrible sentencia de la ley, «ciertamente morirás», no puede en justicia ser ejecutada sobre el Fiador del pecador y tampoco sobre él mismo. Así por una necesidad existente en la misma naturaleza del gobierno moral, debe resultar que el pecador creyente sea librado de toda condenación, es decir, tan librado de la misma que es elevado sobre todo riesgo de castigo. Así lo declaró nuestro mismo bendito Salvador, en palabras demasiado simples y enfáticas para admitir ninguna equivocación: «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida» (Juan 5:24). Aquél, cuyo trono se asienta en «justicia y juicio,» ha sellado para siempre a esta declaración, afirmando «no te dejaré, ni te desampararé». La espada de la justicia partiría el yelmo [o casco] del Omnipotente antes que cualquier alma Divinamente perdonada pudiera perecer.

  Pero no solamente son remitidos [perdonados] eternamente los pecados de todos los que de verdad vienen a Cristo, sino que la misma justicia del Redentor pasa a ellos, es puesta sobre ellos, para que se impute a su cuenta una obediencia perfecta a la ley. Ésta es de ellos, no en promesa, sino como don (Rom. 5:17), por una concesión presente y real. No es que Dios simplemente los trate como si ellos fueran justos, ellos son justos y así son declarados por Él. Y por consiguiente cada alma creyente puede exclamar, «En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió de vestidos de salud, rodeóme de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia compuesta de sus joyas» (Isa. 61:10). Oh que cada lector cristiano pueda ser capacitado para claramente y fuertemente mantenerse aferrado a este hecho glorioso: que él es ahora verdaderamente justo ante la vista de Dios, está en posesión real de una obediencia que deja satisfecha a cada demanda de la ley.

  Esta bendición indescriptible no sólo es dada por la admirable gracia de Dios, sino que es realmente requerida por Su justicia inexorable. Esto también fue estipulado y acordado en el pacto en el que el Padre entró con el Hijo. Esto es por lo que el Redentor vivió aquí sobre la tierra por más de treinta años antes de que fuera a la cruz para sufrir el castigo de nuestros pecados: Él asumió y descargó nuestras responsabilidades; como un niño, como un joven, como un hombre, Él dio hacia Dios aquella obediencia perfecta que nosotros le debíamos. Él «cumplió toda justicia» (Mat. 3:15) por Su pueblo, y así como el que no conoció pecado se hizo pecado por ellos, así ellos ahora son hechos «justicia de Dios en Él» (2 Cor. 5:21). Y por consiguiente hace declarar a Jehová, «Porque los montes se moverán, y los collados temblarán; mas no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz vacilará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti» (Isa. 54:10).

  Por realmente creer con una fe que justifica el pecador recibe al propio Cristo, se une a Él, y se vuelve inmediatamente un heredero de Dios y coheredero con Cristo. Esto le da un derecho hacia y una participación en los beneficios de Su mediación. Por la fe en Cristo él recibió no sólo el perdón de pecados, sino también una herencia entre todos aquellos santificados (Hechos 26:18), el Espíritu Santo (dado a él) es «las arras [garantía] de nuestra herencia» (Ef. 1:13, 14). El pecador creyente puede decir ahora «en Jehová está la justicia» (Isa. 45:24). Éste está «completo en Él» (Col. 2:10), porque por «una ofrenda» el Salvador hizo «perfectos para siempre a los santificados» (Heb. 10:14). El creyente ha sido «acepto en el Amado» (Ef. 1:6), y permanece ante el trono de Dios vestido en un ropaje más excelente que aquel que es llevado por los santos ángeles.

  ¡Cuán infinitamente sobrepasa el Evangelio glorioso de Dios los empobrecidos pensamientos y artilugios de los hombres! Cuan inmensamente superior es aquella «justicia de los siglos» que Cristo ha traído (Dan. 9:24) a aquella cosa miserable que las multitudes están buscando producir por sus propios esfuerzos. Mucho mayor que la diferencia entre la luz brillante del sol del mediodía y la oscuridad de la noche más oscura, es aquella entre esa «mejor vestidura» (Lucas 15:22) que Cristo ha forjado para cada uno de los de Su pueblo y esa miserable cubierta que los celosos religiosos están intentando tejer con los sucios trapos de su propia justicia. Igualmente grande es la diferencia entre la verdad de Dios acerca de la presente e inmutable permanencia de Sus santos en toda la aceptabilidad de Cristo, y la perversión horrible de los arminianos que hace incierta a la aceptación ante Dios basada en la fidelidad y perseverancia del creyente, quienes suponen que el cielo puede ser adquirido por las obras y acciones de la criatura.

  No es que el alma justificada es ahora dejada sola, de manera tal que ella está segura de conseguir al cielo sin importarle como se comporta –el error fatal de los antinomianos. Ciertamente no. Dios también le da el bendito Espíritu Santo, quien obra dentro suyo el deseo de servir, complacer, y glorificar a Uno que ha sido tan misericordioso para con ella. «Porque el amor de Cristo nos constriñe… para que los que viven, ya no vivan para sí, mas para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5:14, 15). Ahora ellos «según el hombre interior, se deleitan en la ley de Dios» (Rom. 7:22), y aunque la carne, el mundo, y el Diablo se oponen a cada paso del camino, ocasionando muchas tristes caídas –de las cuales están arrepentidos, son confesadas, y abandonadas– no obstante el Espíritu los renueva día a día (2 Cor. 4:16) y los lleva por los caminos de rectitud para causa del nombre de Cristo.

  En el último párrafo se encontrará la respuesta a aquellos que objetan que la predicación de la justificación por la justicia imputada de Cristo, aprehendida por la fe sola, animará al descuido y fomentará al libertinaje. Aquellos a quienes Dios justifica no quedan en su condición natural, bajo el dominio del pecado, sino que son vivificados, habitados, y guiados por el Espíritu Santo. Como Cristo no puede ser dividido, y es recibido como Señor para gobernarnos así como Salvador para redimirnos, así aquellos a quienes Dios justifica también santifica. No afirmamos que todos los que reciben esta verdad bendita en sus cabezas han transformado sus vidas por eso –ciertamente no; pero insistimos en que donde ésta se aplica en autoridad al corazón allí siempre sigue un andar para la gloria de Dios, los frutos de justicia son producidos para la alabanza de Su nombre.  

  Es por lo tanto el deber imprescindible de aquellos que profesan haber sido justificados por Dios examinarse a sí mismos diligente e imparcialmente, para determinar si tienen o no en ellos esas gracias espirituales que siempre acompañan a la justificación. Es por nuestra santificación, y ella sola, que nosotros podemos averiguar nuestra justificación. ¿Sabría usted si Cristo cumplió la ley por usted, que Su obediencia ha sido imputado a su cuenta? Entonces investigue su corazón y su vida y vea si un espíritu de obediencia a Él está obrando diariamente en usted. Sólo es cumplida la justicia de la ley en aquellos que «no andamos conforme a la carne, mas conforme al espíritu» (Rom. 8:4). Dios nunca planeó que la obediencia de Su Hijo sería imputada a aquellos que viven una vida de mundanalidad, autocomplaciente, y satisfaciendo los deseos de la carne. Lejos de ello: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:17).

  Resumiendo ahora los benditos resultados de justificación.
 1. Los pecados del creyente son perdonados. «Por éste [Jesucristo] os es anunciada remisión de pecados, y de todo lo que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados» (Hechos 13:38, 39). Todos los pecados del creyente, pasados, presentes, y futuros, fueron puestos sobre Cristo y expiados por Él. Aunque los pecados no pueden ser realmente perdonados antes de que ellos realmente sean cometidos no obstante su deuda hacia la maldición de la ley fue virtualmente remitida en la Cruz, previamente a ser realmente cometidos. Los pecados de los cristianos involucran sólo las estipulaciones del gobierno de Dios en esta vida, y éstos son remitidos [o perdonados] sobre la base de un sincero arrepentimiento y confesión.

  2. Es dado un derecho a la gloria eterna imposible de ser quitado. Cristo adquirió para Su pueblo el premio de la bendición de la ley que es la vida eterna. Por lo tanto el Espíritu Santo asegura al cristiano que él ha sido engendrado «para una herencia incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse, reservada en los cielos» (1 Pedro 1:4). No sólo es esa herencia reservada para todos los justificados, sino que todos ellos son preservados para ella, como el mismo siguiente versículo declara, «para nosotros que somos guardados en la virtud de Dios por fe, para alcanzar la salud que está aparejada para ser manifestada en el postrimero tiempo» (v. 5) –»guardados» de cometer el pecado imperdonable, de apostatar de la verdad, de ser engañados fatalmente por el Diablo; tan «guardados» que el poder de Dios previene que ninguna cosa los separe de Su amor en Cristo Jesús (Rom. 8:35-38).

  3. Reconciliación con Dios mismo. «Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo… fuimos reconciliado con Dios por la muerte de Su Hijo» (Rom. 5:1, 10). Hasta que los hombres son justificados ellos están en guerra con Dios, y Él está contra ellos, estando «airado todos los días contra el impío» (Sal. 7:11). Es terrible más allá de las palabras la condición de aquellos que están bajo la condenación: sus mentes son enemistad contra Dios (Rom. 8:7), todos sus caminos se oponen a Él (Col. 1:21). Pero en la conversión el pecador arroja las armas de su rebelión y se rinde a las justas demandas de Cristo, y por Él es reconciliado con Dios. La reconciliación es hacer un cese de la contienda, es reunir a aquellos en desacuerdo, es cambiar a los enemigos en amigos. Entre Dios y el justificado hay paz –efectuada por la sangre de Cristo.

  4. Una posición inalterable en el favor de Dios. «Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo: Por el cual también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes» (Rom. 5:1, 2). Advierta la palabra «también»: Cristo no sólo ha desviado la ira de Dios que estaba sobre nosotros, sino que además Él ha asegurado la benevolencia de Dios hacia nosotros. Antes de la justificación nuestra posición era una de indecible desgracia, pero ahora, a través de Cristo, es una de gracia sin sombras. Dios ahora tiene nada más que buena disposición hacia nosotros. Dios no sólo ha cesado de estar ofendido con nosotros, sino que está enteramente complacido con nosotros; no sólo que Él nunca nos causará castigo, sino que Él nunca dejará de derramarnos Sus bendiciones. El trono al cual tenemos acceso libre no es uno de juicio, sino de pura e inmutable gracia.
  5. Reconocimiento de Dios mismo delante de un universo congregado. «Mas yo os digo, que toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio; porque por tus palabras serás justificado» (Mat. 12:36, 37): sí, justificado públicamente por el Juez mismo! «E irán éstos al tormento eterno, y los justos a la vida eterna» (Mat. 25:46). Aquí estará la justificación final del cristiano, siendo esta sentencia manifestadora de la gloria de Dios y la bienaventuranza eterna de aquellos que han creído.

  Permítase ser dicho en conclusión que la justificación del cristiano está completa al momento que él cree de verdad en Cristo, y no hay ningún grado en la justificación. El Apóstol Pablo era un hombre tan verdaderamente justificado en la hora de su conversión como cuando estaba en el final de su vida. El bebé más débil en Cristo está completamente justificado tanto como lo está el santo más maduro. Permítanme los teólogos notar las siguientes distinciones. Los cristianos fueron justificados por decreto [de Dios] desde toda la eternidad: eficazmente cuando Cristo subió de nuevo de entre los muertos; realmente cuando ellos creyeron; sensiblemente cuando el Espíritu da gozosa seguridad; evidentemente cuando ellos andan por el camino de la obediencia; finalmente en el Día de Juicio, cuando Dios por su sentencia, y en la presencia de todos las cosas creadas, los declare a ellos justos.
   
Extracto del libro «la justificación» de A.W. Pink

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