En BOLETÍN SEMANAL

Nuestros adversarios se esfuerzan mucho en amontonar numerosos testimonios de la Escritura, y ponen en ello gran diligencia, pues no pudiendo vencernos con autoridades traídas más a propósito que la citadas por nosotros, quieren al menos oprimirnos con su número. Pero como suele acontecer en la guerra, cuando la gente no acostumbrada a pelear viene a las manos, por mucho lucimiento que traigan, a los primeros golpes son desbaratados y puestos en fuga; y de la misma manera nos será a nosotros muy fácil deshacer cuanto ellos objetan, por más apariencia y ostentación de que hagan gala. Y como todos los textos que citan en contra de nosotros se pueden reducir a ciertos puntos generales de doctrina, al ordenarlos todos bajo una misma respuesta, de una vez contestaremos a varios de ellos. Por eso no es necesario responder cada uno en particular.

Ante todo, hacen mucho hincapié en los mandamientos, pensando que están de tal manera proporcionados con nuestras fuerzas, que todo cuanto en ellos se prescribe lo podemos hacer. Amontonan, pues, un gran número, y por ellos miden las fuerzas humanas. Su argumentación procede así: o bien Dios se burla de nosotros al prescribirnos la santidad, la piedad, la obediencia, la castidad y la mansedumbre, y prohibirnos la impureza, la idolatría, la deshonestidad, la ira, el robo, la soberbia y otras cosas semejantes; o bien, no exige más que lo que podemos hacer

Ahora bien, todo el conjunto de mandamientos que citan, se pueden distribuir en tres clases: Los unos piden al hombre que se convierta a Dios; otros simplemente le mandan que guarde la Ley; los últimos piden que perseveremos en la gracia que Dios nos ha otorgado. Hablemos de todos en general, y luego descenderemos a cada clase en particular.

Con sus mandamientos Dios nos demuestra nuestra impotencia. La costumbre de medir las fuerzas del hombre por los mandamientos es ya muy antigua, y confieso que tiene cierta apariencia de verdad; sin embargo afirmo que todo ello procede de una grandísima ignorancia de la Ley de Dios. Porque los que tienen como una abominación el que se diga que es imposible guardar la Ley, dan como principal argumento – muy débil por cierto – que si no fuese así se habría dado la Ley en vano. Pero al hablar así lo hacen como si san Pablo jamás hubiera tocado la cuestión de la Ley. Porque, pregunto yo, ¿qué quieren decir estos textos de san Pablo: «Por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Rom. 3:20); “no conocí el pecado sino por la ley» (Rom. 7:7); “Fue añadida (la ley) a causa de las trasgresiones» (Gál.3:19); «la ley se introdujo para que el pecado abundase» (Rom. 5:20)? ¿Quiere por ventura decir san Pablo que la Ley, para que no fuese dada en vano, había de ser limitada conforme a nuestras fuerzas? Sin embargo, él demuestra en muchos lugares que la Ley exige más de lo que nosotros podemos hacer, y ello para convencernos de nuestra debilidad y pocas fuerzas. Según la definición que el mismo Apóstol da de la Ley, evidentemente el fin y cumplimiento de la misma es la caridad (1 Tim. 1:5); y cuando ruega a Dios que llene de ella el corazón de los tesalonicenses, claramente declara que en vano suena la Ley en nuestros oídos, si Dios no inspira a nuestro corazón lo que ella enseña (1 Tes.3:12).

La Ley contiene también las promesas de gracia por la que nos es dado obedecer

Ciertamente, si la Escritura no enseñase otra cosa sino que la Ley es una regla de vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo cuanto pensemos, yo no tendría dificultad mayor en aceptar su opinión. Pero, como, quiera que ella insistentemente y con toda claridad nos explica sus diversas utilidades, será mejor considerar, según lo dice el Apóstol, qué es lo que la Ley puede en el hombre.

Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto como nos dice la Ley lo que tenemos que hacer, nos enseña también que la virtud y la facultad de obedecer proceden de la bondad de Dios; por esto nos insta a que lo pidamos al Señor. Si solamente se nos propusieran los mandamientos, sin promesa de ninguna clase, tendríamos que probar nuestras fuerzas para ver si bastaban a hacer lo mandado. Mas, como quiera que juntamente con los mandamientos van las promesas que nos dicen que no solamente necesitamos la asistencia de la gracia de Dios, sino que toda nuestra fuerza y virtud se apoya en su gracia, bien a las claras nos dicen que no solamente no somos capaces de guardar la Ley, sino que somos del todo inhábiles para ella. Por lo tanto, que no nos molesten más con la objeción de la proporción entre nuestras fuerzas y los mandamientos de la Ley, como si el Señor hubiese acomodado la regla de la justicia que había de promulgar en su Ley, a nuestra debilidad y flaqueza. Más bien consideremos por las promesas hasta qué punto llega nuestra incapacidad, pues para todo tenemos tanta necesidad de la gracia de Dios.

Más ¿a quién se va a convencer, dicen ellos, de que Dios haya promulgado su Ley a unos troncos o piedras? Respondo que a nadie quiere convencer de esto. Porque los infieles no son piedras ni leños, cuando adoctrinados por la Ley de que sus deseos son contrarios a Dios, se hacen culpables según el testimonio de su propia conciencia. Ni tampoco lo son los fieles, cuando advertidos de su propia debilidad se acogen a la gracia de Dios. Está del todo de acuerdo con esto, lo que dice san Agustín: «Manda Dios lo que no podemos, para que entendamos qué es lo que debemos pedir». Y: «Grande es la utilidad de los mandamientos, si de tal manera se estima el libre albedrío que la gracia de Dios sea más honrada»‘. Asimismo: ‘La fe alcanza lo que la Ley manda; y aun por eso manda la Ley, para que la fe alcance lo que estaba mandado por la Ley; y Dios pide de nosotros la fe, y no halla lo que pide si Él no da lo que quiere hallar»‘. Y: «Dé Dios lo que quiere, y mande lo que quiera».

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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