Para someter la tierra, el conocimiento de la tierra era indispensable, el conocimiento de sus océanos, de su naturaleza, y de los atributos y  leyes de esta naturaleza. Y así sucedió que la misma gente que hasta entonces no había apoyado la ciencia, con una nueva energía repentinamente la pusieron en acción y la animaron a avanzar con un sentido de libertad que antes no se conocía.

​Después de haber comprobado que el calvinismo incentivó el amor a la ciencia y restauró a la ciencia su dominio, ahora en tercer lugar demostraré en qué manera promovió su libertad indispensable.

La libertad es para la ciencia genuina lo que es para nosotros el aire que respiramos. Esto no significa que la ciencia debe quedar  completamente suelta en el uso de su libertad y que no necesite obedecer a ninguna ley. Al contrario, un pez en tierra seca es completamente libre, o sea para morir y perecer; mientras un pez que realmente quiere ser libre para vivir y prosperar, tiene que ser enteramente rodeado por el agua y guiado por sus aletas. De la misma manera, toda ciencia tiene que mantener la conexión más cercana con su materia, y tiene que obedecer estrictamente las exigencias de su propio método; y solo cuando es atada por este doble lazo puede avanzar libremente. La libertad de la ciencia no consiste en libertinaje o iniquidad, sino en ser liberado de todos los lazos no naturales, no naturales porque no son arraigados en su principio vital. Ahora bien, para entender completamente la posición de Calvino, debemos abstenernos de todo concepto equivocado acerca de la vida universitaria en la Edad Media. No se conocían universidades estatales en aquellos días. Las universidades eran corporaciones libres, y de esta manera eran prototipos de la mayoría de las universidades americanas. La opinión general en aquellos días era que la ciencia tenía que vivir de su propio capital intelectual o morir por falta de talento y energía. La amenaza contra la libertad de la ciencia, en aquellos días, no vino de parte del Estado, sino de un lugar muy diferente. Durante siglos, se conocían solo dos poderes dominantes en la vida de la humanidad: la iglesia y el estado. La dicotomía de cuerpo y alma se reflejaba en esa cosmovisión. La iglesia era el alma, el estado el cuerpo, y un tercer poder era desconocido. La vida de la iglesia se centraba en el papa, mientras la vida política de las naciones tuvo su punto de unión en el emperador. El esfuerzo de resolver este dualismo en una unidad superior encendió las llamas de la lucha feroz por la supremacía de la corona imperial o la tiara papal. Desde entonces, sin embargo, la ciencia se interpuso entre ellos como un tercer poder, gracias al renacimiento. Antes de que terminara el siglo XIII, la ciencia encontró en la vida universitaria una incorporación propia, y reclamó una existencia independiente del papa y del emperador.

La única pregunta que quedaba era si este nuevo poder también iba a crear un centro jerárquico que se iba a manifestar como un tercer gran potentado al lado del papa y del emperador.

Al contrario, el carácter republicano de la universidad demandaba que se dejaran de un lado todas las aspiraciones monárquicas. Pero era igualmente natural que el papa y el césar, que habían repartido entre ellos el dominio entero de la vida, miraran con sospechas el crecimiento de un tercer poder independiente, y que intentaran todo para sujetar las universidades a su reinado. Si todas las universidades existentes hubieran asumido una posición firme, un plan así nunca hubiera tenido éxito. Pero como sucede a menudo entre corporaciones libres, la competencia indujo al más débil a buscar apoyo desde afuera, y así se dirigieron al Vaticano por ayuda. Esto obligó a las universidades más fuertes a seguirles, y pronto todos codiciaban el favor del papa, para asegurarse privilegios especiales. Allí encontramos el mal fundamental. De esta manera, la ciencia entregó su carácter independiente. No se tomó en cuenta que la recepción y reflexión intelectual de nuestra conciencia del cosmos, en lo cual consiste toda ciencia, forma una esfera enteramente distinta de la iglesia. Ahora, la Reforma enfrentó este mal, y el calvinismo en especial lo dominó. Lo dominó formalmente porque la misma iglesia abandonó la jerarquía monárquica, y se introdujo una organización republicana y federal bajo la autoridad monárquica de Cristo. Una cabeza espiritual de la iglesia, que hubiera tenido la tarea de gobernar sobre las universidades, ya no existía para los calvinistas. Los luteranos tenían una tal cabeza visible en la persona del gobernador político, al cual honraban como «primer obispo»; pero no así los calvinistas que mantenían la iglesia y el estado separados como dos esferas distintas de la vida. Un doctorado, en su sistema, no podía recibir su significado de la opinión pública, ni del consentimiento papal, ni de una ordenanza eclesiástica, sino solamente del carácter científico de la institución.

A esto tenemos que añadir un segundo punto. Aparte del auspicio papal sobre la universidad como tal, la iglesia ejercía presión sobre la ciencia al agredir, acusar y perseguir a los innovadores, a raíz de sus opiniones expresadas y escritos publicados. Roma se oponía a la libertad de la palabra, no solo en la iglesia, sino también más allá de sus fronteras. Solo la «verdad», no el error, tenía el derecho de propagarse en la sociedad; y la verdad no vencía al error en un conflicto honesto, sino lo traía ante la justicia. Esto inhibía la libertad de la ciencia, porque sometía los asuntos científicos, cuando no podían resolverse por la jurisdicción eclesiástica, al juicio de la corte civil. Aquel que temía los conflictos, se callaba o se sometía a las circunstancias; y aquel que heroicamente se enfrentaba con la oposición, fue castigado y le cortaban sus alas; y si intentaba sin embargo volar con las alas cortadas, le ahogaban. Si alguien publicaba un libro que expresaba unas opiniones demasiado valientes, le consideraban un criminal, y tuvo que enfrentarse con la inquisición y el patíbulo. No se conocía el derecho de la investigación libre. La iglesia de aquellos tiempos creía firmemente que todo lo que era digno de ser sabido, ya se sabía, y no tenía idea de la tarea inmensa que todavía le esperaba a la ciencia, ni de la «lucha por sobrevivir» que seguiría al cumplimiento de esta tarea. La iglesia era incapaz de discernir en el amanecer de la ciencia una mañana rosada que anunciaba la salida de un nuevo sol, sino veía en su brillo más bien las chispas que amenazaban con incendiar el mundo; y por tanto se sentía justificada y obligada a extinguir estas llamas dondequiera que salían. Si retrocedemos en nuestra imaginación a aquellos tiempos, podemos entender esta posición, pero no sin condenar firmemente el principio subyacente, porque hubiera ahogado la ciencia naciente en su misma cuna. Pero el calvinismo fue el primero en abandonar esta posición perniciosa; teóricamente con su descubrimiento de la esfera de la gracia común, y pronto también prácticamente al ofrecer un puerto seguro para todos los que en otro lugar pasaban por tormentas. Es cierto, como siempre en estos casos, que el calvinismo no entendió desde el inicio el alcance pleno de su oposición. En sus inicios dejó intacto el deber de extirpar el error; pero la idea invencible que con el tiempo tuvo que llevar a la libertad de la palabra, encontró su expresión en el principio de que la iglesia tiene que retirarse al dominio de la gracia particular, y más allá de su gobierno se encuentra el dominio amplio y libre de la gracia común. Como resultado, los castigos de la ley penal fueron gradualmente reducidos a una letra muerta. Para mencionar un solo caso, Descartes, quien tuvo que salir de la Francia católico romana, encontró en la Holanda calvinista no solo a un antagonista científico, Voetio, sino también un asilo seguro.

A esto tengo que añadir que para que florezca la ciencia, hay que crear también una demanda de ciencia, y para este fin, la mente pública tiene que ser liberada. Pero mientras la iglesia extendía su velo sobre todo el drama de la vida pública, la atadura continuaba, porque el único fin de la vida consistía en merecer el cielo, y en disfrutar del mundo solo hasta donde la iglesia lo consideraba consistente con este fin. Desde este punto de vista, era inimaginable que alguien iba a dedicarse con simpatía y con el amor de un investigador al estudio de nuestra existencia terrenal. El amor buscador de todos estaba dirigido hacia la vida eterna, y no percibían que el cristianismo, aparte de su anhelo de la salvación eterna, tiene también en esta tierra por comisión divina una gran tarea a cumplir respecto al cosmos. Este nuevo concepto fue primeramente introducido por el calvinismo, cuando cortó hasta la raíz esta idea de que la vida en la tierra era solo destinada a merecer la bienaventuranza del cielo. Esta bienaventuranza, para todo calvinista verdadero, surge de la regeneración, y es sellada por la perseverancia de los santos. Cuando de esta manera la certeza de la fe sustituyó el tráfico de indulgencias, el calvinismo llamó a la cristiandad de regreso al orden de la creación: «Llenen la tierra, sométanla, y tengan dominio sobre todo lo que vive en ella.» – La vida cristiana no perdió su carácter de un peregrinaje; pero el calvinista se convirtió en un peregrino que en su camino hacia el hogar eterno todavía tiene que cumplir una tarea importante en la tierra. El cosmos, en toda la riqueza de la naturaleza, estaba extendido delante, debajo y por encima del hombre. Este campo ilimitado tenía que ser trabajado. A este trabajo se dedicó el calvinista con entusiasmo y energía. Pues la tierra con todo lo que está en ella, según la voluntad de Dios, tenía que ser sometida al hombre. Así florecieron en aquellos días, en mi patria, la agricultura y la industria, el comercio y la navegación, como nunca antes. Esta vida nacional recién nacida despertó nuevas necesidades. Para someterse la tierra, el conocimiento de la tierra era indispensable, el conocimiento de sus océanos, de su naturaleza, y de los atributos y las leyes de esta naturaleza. Y así sucedió que la misma gente, que hasta entonces no había apoyado la ciencia, con una nueva energía repentinamente la llamaron a la acción y la animaron a avanzar con un sentido de libertad que antes no se conocía.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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