La filosofía religiosa moderna atribuye el origen de la religión a una potencia desde la cual no pudo originarse, sino que actuó meramente como su soporte y preservador. Esta filosofía confundió el palo muerto que apoya al vástago vivo, con el mismo vástago. Con razón se llama la atención al contraste entre el hombre y el poder abrumador del universo que lo rodea; y ahora se introduce la religión como una energía mística que intenta fortalecerlo contra el poder inmenso del universo que le inspira un temor mortal. Consciente del dominio que ejerce su alma invisible sobre su cuerpo visible, el filósofo moderno concluye que también la naturaleza tiene que ser movida por el impulso de algún poder espiritual escondido. Entonces, de manera animista, él explica primeramente el movimiento de la naturaleza como el resultado de un ejército de espíritus que la habita, e intenta atraparlos, conjurarlos, y doblarlos para su ventaja. Después, levantándose de esta idea atomista a un concepto más inclusivo, empieza a creer en la existencia de dioses personales, y espera, de estos seres divinos que están por encima de la naturaleza, una asistencia efectiva contra el poder enemigo de la naturaleza. Y finalmente, al captar el contraste entre lo espiritual y lo material, rinde homenaje al Espíritu Supremo que está por encima de todo lo visible; hasta que al final, al abandonar su fe en que este Espíritu es personal, se postra ante algún ideal impersonal, del cual él mismo desea ser la devota encarnación, adorándose a sí mismo.
Pero cualesquiera sean las diferentes etapas en el progreso de esta religión egoísta, nunca supera su carácter subjetivo; siempre permanece una religión para el beneficio del hombre. Los hombres son religiosos para conjurar a los espíritus que se mueven detrás del velo de la naturaleza, para liberarse de la vara opresiva del cosmos. No importa si el sacerdote lamaísta encierra los espíritus malos en sus jarras, si se invoca a los dioses de la naturaleza del Oriente para pedir protección contra las fuerzas de la naturaleza, si los dioses más exaltados de Grecia son adorados en su supremacía sobre la naturaleza, o si, finalmente, una filosofía idealista presenta al espíritu del hombre mismo como el objeto de la adoración. En todas estas formas diferentes, es y permanece una religión cultivada para el beneficio del hombre, para su seguridad, su libertad, su exaltación, y en parte también para su triunfo sobre la muerte. Incluso cuando una religión de este tipo se ha desarrollado hacia el monoteísmo, el dios al cual adora es invariablemente un dios que existe para ayudar al hombre, para asegurar el buen orden y la tranquilidad del Estado, para proveer ayuda y socorro en tiempos de necesidad, o para fortalecer los impulsos más nobles y superiores del corazón humano en su lucha incesante contra las influencias degradantes del pecado. La consecuencia de todo esto es que toda esta religión prospera en tiempos de hambruna y pestilencia, florece entre los pobres y oprimidos, y se extiende entre los humildes y débiles; pero se desvanece en los tiempos de prosperidad, no atrae al pudiente, y es abandonada por los mejor educados. Tan pronto como las clases más civilizadas disfrutan de tranquilidad y comodidad, y por el progreso de la ciencia se sienten liberados de la presión del universo, entonces tiran a un lado las muletas de la religión, y con escarnio hacia todo lo que es sagrado, avanzan tropezando con sus propias pobres piernas. Este es el fin fatal de la religión egoísta: se vuelve superflua y desaparece tan pronto como los intereses egoístas son satisfechos. Este era el curso de la religión en todas las naciones no cristianas, en los tiempos anteriores; y el mismo fenómeno se repite en nuestro propio siglo, entre los cristianos nominales de las clases más altas, más prósperas y más cultas de la sociedad.
Ahora, la posición del calvinismo es diametralmente opuesta a todo esto. No negamos que la religión tenga también su lado humano y subjetivo; no disputamos el hecho de que la religión es promovida, animada y fortalecida por nuestra disposición de buscar ayuda en tiempos de necesidad, y buscar ánimo espiritual ante las pasiones sensuales; pero mantenemos que al ver en estos motivos accidentales la esencia y el propósito de la religión, se invierte el orden correcto de las cosas. El calvinista valora todos estos motivos como frutos de la religión, o como palos que le dan soporte; pero se niega a honrarlos como la razón de su existencia. Por supuesto, la religión como tal produce también una bendición para el hombre, pero no existe para el beneficio del hombre. No es Dios quien existe para el beneficio de Su creación; – la creación existe para el beneficio de Dios. Pues, como dice la Escritura, Él creó todas las cosas para El mismo.
Por esta razón, Dios grabó incluso una expresión religiosa en lo entero de la naturaleza inconsciente – en las plantas, los animales, y también en los niños pequeños. «Toda la tierra está llena de Su gloria.» – «Cuan excelso es Tu nombre, oh Dios, en toda la tierra.» – «Los cielos declaran la gloria de Dios, y el firmamento expone la obra de sus manos.» – «De la boca de los bebés y de los lactantes estableciste la alabanza.» – La helada y el granizo, la nieve y el vapor, el abismo y el huracán – todo alaba a Dios. Pero al igual que toda la creación alcanza su punto culminante en el hombre, así encuentra también la religión su expresión clara solamente en el hombre que es creado en la imagen de Dios; y esto no porque el hombre lo busca, sino porque Dios mismo implantó en la naturaleza del hombre la expresión religiosa esencial, por medio de la «semilla de la religión» (semen religionis), como lo define el calvinismo, sembrada en nuestro corazón humano.
Dios mismo hace al hombre religioso por medio del sensus divinitatis, o sea, el sentido de lo divino, al cual Él hace tocar los acordes en el arpa de su alma. Un sonido de necesidad interrumpe la armonía pura de esta melodía divina, pero solamente en consecuencia del pecado. En su forma original, en su condición natural, la religión es exclusivamente un sentimiento de admiración y adoración que eleva y une; no un sentimiento de dependencia que agrava y deprime. Como el himno de los serafines alrededor del trono es un grito ininterrumpido de «¡Santo, Santo, Santo!», así también la religión del hombre en esta tierra debería consistir en un solo eco de la gloria de Dios, como nuestro Creador e Inspirador. El punto de partida de cada motivo en la religión es Dios y no el hombre. El hombre es el instrumento y el medio, solo Dios es el fin, el punto de partida y el destino, la fuente, de la cual fluyen las aguas, y al mismo tiempo, el océano al cual regresan finalmente. Ser irreligioso significa abandonar la meta suprema de nuestra existencia. Por otro lado, no desear ninguna otra existencia excepto para la gloria de Dios, y ser completamente absorbido en la gloria del nombre de Dios, este es el núcleo de toda religión verdadera. «Santificado sea Tu nombre. Venga Tu Reino. Hágase Tu voluntad» – esta es la triple petición que expresa toda religión verdadera. Nuestra consigna debe ser: «Busca primero el Reino de Dios», y después de esto, piensa en tu propia necesidad. Lo primero es la confesión de la soberanía absoluta del Dios Trino; porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. Y por tanto, nuestra oración es la expresión más profunda de toda vida religiosa. Este es el concepto fundamental de la religión como lo mantiene el calvinismo, y hasta hoy, nadie encontró un concepto superior. Porque no se puede encontrar ningún concepto superior. La idea fundamental del calvinismo, al mismo tiempo la idea fundamental de la Biblia, y del cristianismo mismo, nos lleva en el área de la religión a realizar el ideal supremo. Ni la filosofía de la religión en nuestro siglo, en sus recorridos más atrevidos, alcanzó un punto de vista superior ni un concepto más ideal.
Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue Teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.