El último principio es la importancia de la mortificación del pecado. ‘Si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti.’ La mortificación es un tema profundo y amplio. Si les interesa deberían leer un libro titulado, La Mortificación del Pecado, del gran puritano, el Dr. John Owen. ¿Qué significa ese término? Hay dos opiniones acerca de este tema. Hay un concepto falso de la mortificación que dice que debemos cortar realmente la mano y arrojarla lejos. Es el modo de pensar que considera que el pecado radica en el cuerpo físico, y por lo tanto trata con rigor al cuerpo. En los primeros tiempos del cristianismo hubo muchos que se cortaron literalmente las manos, y pensaron que con esto cumplían los mandatos del Sermón del Monte. Interpretaban estas palabras de nuestro Señor como otros, que estudiaremos luego, que han tomado la enseñanza del ‘volver la otra mejilla’ de forma literal y torpe. Dicen: ‘Es la Palabra; ahí está, y hay que cumplirla.’ Pero les quedaba todavía el ojo izquierdo y la mano izquierda, y seguían pecando. Del mismo modo consideran que el celibato es esencial para la santificación; ambas cosas pertenecen a la misma categoría. Cualquier enseñanza que nos haga vivir una vida antinatural no enseña la santidad como el Nuevo Testamento lo hace. Pensar así es tener un concepto negativo de la mortificación, el cual es falso.
Cualquier enseñanza que nos haga vivir una vida antinatural no está enseñando la santidad como el Nuevo Testamento lo hace. Pensar así es tener un concepto negativo de la mortificación, el cual es falso.
¿Cuál es el concepto genuino? Se encuentra en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Tomemos, por ejemplo, Romanos 8:13, donde Pablo dice: ‘Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.’ Y en 1ª de Corintios 9:27 lo expresa así: ‘Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.’ ¿Qué quiere decir? Bien, esto es lo que nos dicen los expertos en griego. Golpea el cuerpo y lo apalea hasta que queda amoratado a fin de someterlo. Esta es la mortificación del cuerpo. En Romanos 13:14, dice: ‘No proveáis para los deseos de la carne.’ Esto es lo que tenemos que hacer. En lugar de un, ‘Dejad que Dios actúe,’ o, ‘Aceptad esta maravillosa experiencia y esto basta,’ se nos dice, ‘Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros.’ Esta es la enseñanza del apóstol. Mortificar por medio del Espíritu las obras del cuerpo. Someter el cuerpo. Y nuestro Señor dice, ‘Si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtala y échala de ti.’ Siempre es el mismo principio.
Hay cosas que tenemos que hacer. ¿Qué quiere decir? También en esto voy a limitarme a presentar los principios. Primero, nunca debemos ‘proveer para los deseos de la carne.’ Esto dice Pablo. Dentro de vosotros hay un fuego; nunca le acerquéis aceite, porque de lo contrario se prenderá la llama, y vendrán los problemas. No lo alimentéis demasiado; lo cual se puede interpretar así: nunca lean nada que sepan que los puede perjudicar. Me referí antes a esto y lo vuelvo a repetir, porque se trata de cosas muy prácticas. No lean esas informaciones de los periódicos que resultan sugerentes e insinuantes y que saben que siempre les harán daño. No las lean; ‘sáquense el ojo.’ No son buenas para nadie; pero por desgracia, ahí están en los periódicos y se atraen el interés público. Estas cosas gustan a la mayoría de la gente, y a ustedes y a mí por naturaleza nos gustan. Bueno, pues; no lo lean, ‘sáquense el ojo.’ Lo mismo se ha de decir de los libros, sobre todo novelas, de la radio, de la televisión y también del cine. Debemos descender a estos detalles. Estas cosas suelen ser fuente de tentación, y cuando se les dedica tiempo y atención estamos proveyendo para los deseos de la carne, estamos alimentando la llama, fomentamos lo que sabemos que es malo. Y no debemos hacerlo así. ‘Pero,’ dicen, ‘es educativo. Algunos de estos libros son de gente maravillosa, y si no estoy al corriente de lo que dicen, me tendrán por ignorante.’ La respuesta de nuestro Señor es que, por el bien del alma, es mejor ser ignorante, si uno sabe que perjudica saber estas cosas. Incluso lo más valioso hay que sacrificarlo.
También significa evitar las conversaciones necias y los chistes que se consideran agudos pero que son insinuantes y sucios. A menudo oye uno de labios de personas muy inteligentes esa clase de cosas llenas de sutileza, chispa y agudeza. El hombre natural lo admira; pero deja un sabor amargo en la boca. Rechacémoslo; digamos que no queremos oírlo, que no nos interesa. Quizás la gente se sienta ofendida si se les dice esto. Bien, ofendámosles si es esa su mentalidad y moralidad. Debemos tener cuidado sobre aquellos de quienes nos rodeamos. En otras palabras, tenemos que evitar todo lo que tienda a mancillar e impedir la santidad. Hay que abstenerse incluso de la apariencia de mal, es decir, de cualquier forma de pecado. No importa qué forma asuma. Todo lo que sé que me perjudica, todo lo que me perturba y trastorna o excita, sea lo que sea, debo evitarlo. Debo poner mi ‘cuerpo en servidumbre,’ debo ‘hacer morir lo terrenal en mí.’ Esto significa; y debemos ser honestos con nosotros mismos.
Pero alguien podría preguntar: ‘¿No está acaso enseñando una especie de escrúpulos morbosos? ¿No se va a volver la vida atormentada y triste?’ Bien, hay personas que se vuelven morbosas. Pero si quieren saber la diferencia entre esas personas y lo que yo enseño, véanlo así. Los escrúpulos morbosos se centran siempre en la persona; en lo que uno consigue, en el estado en que uno está. La verdadera santidad, por otra parte, se preocupa siempre por agradar a Dios, por glorificarlo, por fomentar la gloria de Jesucristo. Si ustedes y yo tenemos siempre esto en primer plano en la mente no hay por qué preocuparse de la posibilidad de volverse morbosos. Se evitará de inmediato si lo hacemos todo por amor a Dios, en lugar de pasar el tiempo en tomarnos el pulso espiritual y en ponernos el termómetro espiritual.
El siguiente principio es este, que debemos frenar deliberadamente la carne, y hacer frente a todas las insinuaciones del mal. En otras palabras, debemos ‘vigilar y orar.’ Debemos preocuparnos por lo que dice el apóstol Pablo, ‘pongo mi cuerpo en servidumbre.’ Si Pablo necesitaba hacerlo, cuánto más lo necesitaremos nosotros.
Estas son cosas que ustedes y yo tenemos que hacer nosotros mismos. Nadie las hará por nosotros. No me importa qué experiencias han tenido ni hasta qué punto están llenos del Espíritu, si leen cosas sugerentes en el periódico, probablemente se harán reos de pecado, pecarán en el corazón. No somos máquinas; se nos dice que debemos poner estas cosas en práctica.
Esto me lleva al último principio, que formularía así: Debemos caer en la cuenta una vez más del precio que tuvo que pagarse por librarnos del pecado.
Para el verdadero cristiano no hay estímulo ni incentivo mayores en la lucha por ‘hacer morir las obras de la carne’ que esto. Con qué frecuencia se nos recuerda que el objetivo de nuestro Señor al venir a este mundo y soportar toda la vergüenza y sufrimientos de la muerte en la cruz fue ‘para librarnos del presente siglo malo,’ ‘para redimirnos de toda iniquidad,’ y para escogerse ‘para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.’ El propósito de todo fue que ‘fuésemos santos y sin mancha delante de él.’ ‘Si su amor y sufrimientos significan algo para nosotros, nos conducirán inevitablemente a estar de acuerdo en que ese amor exige a cambio toda mi alma, mi vida y mí todo.
Finalmente, estas reflexiones deben habernos conducido a ver la necesidad absoluta que tenemos del Espíritu Santo. Ustedes y yo tenemos que hacer estas cosas. Sí, pero necesitamos el poder y la ayuda que sólo el Espíritu Santo nos puede dar. Pablo lo expresa así: ‘si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne.’ El poder del Espíritu Santo nos será dado. Lo ha recibido si es cristiano. Está en usted, produce en usted ‘así el querer como el hacer, por su buena voluntad.’ Si nos damos cuenta de la tarea que tenemos que realizar, y deseamos realizarla, y nos preocupamos por esta purificación; si comenzamos con este proceso de mortificación, nos dará poder. Esta es la promesa. Por tanto no debemos hacer lo que sabemos es malo; actuamos con el poder de Él. Aquí lo tenemos todo en una sola frase: ‘Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.’ Ambas cosas son absolutamente esenciales. Si sólo tratamos de mortificar la carne, con nuestras propias fuerzas, produciremos una clase completamente falsa de santificación que no lo es para nada. Pero si nos damos cuenta del poder y de la verdadera naturaleza del pecado; si comprendemos cuánto nos tiene asidos, y el efecto contaminador que produce; entonces caeremos en la cuenta de que somos pobres en espíritu y absolutamente débiles, y pediremos constantemente que se nos dé el poder que sólo el Espíritu Santo puede comunicarnos. Y con este poder pasaremos a ‘sacarnos el ojo’ y a ‘cortar la mano,’ a mortificar la carne, y así resolveremos el problema. Mientras tanto Él sigue actuando en nosotros y así proseguiremos hasta que por fin lo veamos cara a cara, y estemos en su presencia sin tacha ni mancha, irreprensibles.
—
Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones