“Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef. 6:12).
Hemos estudiado a fondo la necesidad del cristiano de estar armado, y la naturaleza de su armadura. Examinemos ahora la naturaleza de la guerra. Aquí Pablo pone las cartas boca arriba: no tiene en poco la virulencia de la batalla, ni la fuerza del enemigo. En esto difiere de Satanás, que no se atreve a dejar que los pecadores conozcan el verdadero carácter de Dios, sino que debe llevarlos al campo de batalla con informes falsos y mantenerlos a su servicio con mentiras y subterfugios. Pablo, por otra parte, no teme mostrar a los cristianos la dimensión de su enemigo con todo su poder, ya que la debilidad de Dios es más fuerte que todos los poderes infernales.
Veamos ahora la naturaleza de la guerra en tres de sus aspectos: la violencia del conflicto, la universalidad del conflicto, y la duración del conflicto.
Por qué deben luchar los cristianos
1. La violencia del conflicto
Tu estado en esta vida se describe con la palabra lucha. Aunque a veces este término se utiliza para definir una forma de deporte, aquí se refiere a la dureza del encuentro con el enemigo. Pablo lo emplea para dar la idea de una guerra sangrienta y larga entre el cristiano y su oponente implacable. Dos cosas hacen que esta lucha sea más cruda que otras.
Primero porque es personal. En términos estrictos, la lucha libre no es un deporte de equipo, sino principalmente una disputa “cara a cara” en la que dos contrincantes se enfrentan solos en un lugar: como David y Goliat. Cada luchador emplea toda su fuerza contra el otro. Tal combate es mucho más duro que una batalla entre ejércitos, en la que, aunque dure mucho tiempo, el soldado no lucha siempre. A veces podrá hacer un alto para tomar un respiro. De hecho, hasta puede terminar sin un rasguño, ya que en la guerra el enemigo no apunta a un solo hombre sino a todo el ejército. Sin embargo, en la lucha grecorromana, cada luchador es el único objeto de la furia de su contrario, y ha de ser sacudido y probado hasta que uno de los dos salga victorioso.
Te guste o no, debes entrar en el cuadrilátero con Satanás. Este no solo tiene una enemistad generalizada contra todo el ejército de los cristianos, sino una furia particular en contra de todos y cada uno de los hijos de Dios. Igual que nuestro Señor se deleita en la comunión íntima con su hijo, el diablo lo hace en desafiar al cristiano si lo encuentra solo. Todo tu destino espiritual es personal y particular. Le das a Satanás una ventaja peligrosa si crees que su ira se dirige contra los cristianos en general y no contra ti en particular: “Satanás me odia a mí; me acusa a mí; me tienta a mí…”. Igualmente, pierdes mucho consuelo si no ves las promesas y la provisión de Dios como disponibles para tus necesidades específicas: “Dios me ama a mí; me perdona a mí; cuida de mí…”. El suministro de agua para la ciudad no te servirá personalmente si no tienes una tubería que la lleve a tu casa. Que te sirva de aviso y consuelo el saber que tu combate espiritual es personal.
Segundo, la lucha es de cerca. Los ejércitos pelean a cierta distancia; en la lucha libre es un combate mano a mano. Puede que esquives una flecha disparada a distancia, pero cuando el enemigo te tiene asido, o te resistes valientemente o caerás deshonrosamente a sus pies. Cuando Satanás te quiere a ti, se acerca a ti, se aferra a tu misma carne y naturaleza corrupta, y te sacude.
2. La universalidad del conflicto
Nuestra lucha abarca a todos. Habrás notado que el apóstol cambia de la segunda persona del plural en el versículo anterior, a la primera persona, para incluirse a sí mismo. Quiere que sepas que la lucha va dirigida contra todo cristiano. Satanás no teme asaltar al pastor, ni rechaza luchar contra el menor de los cristianos de la congregación. Grande y pequeño, pastor y pueblo, todos debemos luchar: ¡no es que una parte del ejército de Cristo esté en el fragor de la batalla mientras la otra descansa en el cuartel! No.
3. La duración del combate
La duración del combate del creyente contra Satanás es tan larga como su vida. Como dijo Jeremías acerca de sí mismo, el hombre nace como “hombre de contienda” (Jer. 15:10). Cuando llega a ser un santo, aumenta la guerra. Desde el nacimiento espiritual hasta la muerte natural, desde el momento en que afirmaste el rostro hacia el Cielo hasta que entres por la puerta, tendrás guerra contra Satanás, contra el pecado y la carne. La huida de Israel de Egipto es una figura de la declaración abierta de guerra contra las tinieblas. ¿Y cuando tuvieron paz los israelitas? No hasta llegar a Canaán.
Aquí abajo, el cristiano nunca está tranquilo. Tenga prosperidad o tenga adversidad, en cualquier caso, ha de emplear mucho esfuerzo para evitar el orgullo y la complacencia en una situación, y mantener la fe y la paciencia en la otra. El cristiano no está en un terreno privilegiado. Lot luchó con los habitantes malvados de Sodoma, y su alma justa se afligía por el comportamiento inmoral de estos. ¿Pero qué pasó en Zoar? ¡Sus propias hijas llevaron una chispa de fuego infernal a su cama, y él ardió de lujuria incestuosa! (Gn. 19:30-38).
Algunos piensan que si estuvieran en esta o aquella familia, o bajo un determinado ministerio, o apartados de tal o cual tentación, no serían cristianos tan débiles. Admito que cambiar de aires puede ayudar mucho a un enfermo, ¿pero crees que así escaparías de la presencia de Satanás? ¡Ni hablar! Aunque tomaras las alas del alba, te perseguiría. Un cambio de circunstancias puede hacerle cambiar de táctica, pero nada de lo temporal le hará deponer su propósito. Mientras su antiguo colega —la carne— viva en ti, llamará a la puerta. Este oponente diabólico te desafiará a cada paso. Le encanta acecharte por detrás, cuando estás de rodillas plantando semillas para el Reino. Sabe que una reyerta con él, por lo menos, te entretendrá, si no te para del todo.
Luchas con desventaja porque has de luchar con un cuerpo de carne. El cuerpo físico es como un caballo para el jinete: no puedes salir de viaje sin él. Si a la carne se la mantiene arrogante y lozana, y se le da rienda suelta, entonces se echa a perder y se hace ingobernable; pero si tiene el bocado demasiado apretado y oprimiéndole el espíritu, se volverá débil y pronto se cansará, siendo incapaz de ganar mucho terreno.
También luchas con el cuerpo de pecado tanto como con la carne física, y ambos murmuran cuando el alma emprende una obra para el Maestro. A veces alejan al creyente de su deber, para que no haga lo que quisiera. Pablo dijo: “Quisimos ir a vosotros, yo Pablo ciertamente una y otra vez; pero Satanás nos estorbó” (1 Ts. 2:18). El creyente dirá: “Quería orar y meditar en la Palabra, pero este enemigo (es decir, Satanás obrando en la carne) me lo impidió”.
El creyente es asaltado por todas partes por el enemigo. ¿Cómo va a ser de otra manera, cuando el ruido de la guerra está profundamente arraigado en la naturaleza humana y satánica? Una manada de lobos puede gruñirse entre sí, pero pronto calla porque son de la misma intención. Pero el lobo nunca será amigo del cordero: sus diferencias no se pueden reconciliar. El paralelismo espiritual es este: Satanás y tu naturaleza carnal pueden juntarse, pero el pecado y la gracia, nunca lo harán. El pecado lucha contra la gracia y la gracia desenvaina la espada contra el pecado cuando se encuentran.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall