En BOLETÍN SEMANAL

Por su obediencia, Cristo nos ha adquirido el favor del Padre  

 Que Jesucristo ha ganado la gracia y el favor del Padre con su obediencia, e incluso que lo ha merecido, se deduce clara y evidentemente de muchos testimonios que nos deja la Escritura. Yo tengo por incontrovertible, que si Cristo pagó por nuestros pecados, si pagó la pena que nosotros debíamos padecer, si con su obediencia aplacó la ira de Dios, si, en fin, siendo justo padeció por los injustos, con su justicia nos ha adquirido la salvación; lo cual vale tanto como merecerla.

Según lo atestigua san Pablo, nosotros somos reconciliados por la muerte de Cristo (Rom. 5:11). Evidentemente no hay lugar para la reconciliación, si no ha precedido alguna ofensa. Quiere, pues, decir el Apóstol que Dios, con quien estábamos enemistados a causa del pecado, fue aplacado por la muerte de su Hijo, de tal manera que ahora nos es propicio, favorable y amigo.

Hay que notar también cuidadosamente la oposición que sigue: «así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos» (Rom. 5:19). Con lo cual quiere decir el Apóstol que, como por el pecado de Adán somos arrojados de Dios y destinados a la Perdición, de la misma manera por la obediencia de Cristo somos admitidos en su favor y gracia como justos. Como también afirma que «el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación» (Rom. 5:16).

Con su sangre y su muerte, Cristo ha pagado por todos ante el juicio de Dios

Ahora bien, cuando decimos que la gracia nos ha sido adquirida por los méritos de Jesucristo, entendemos que hemos sido purificados por su sangre, y que su muerte fue la expiación de nuestros pecados. Como dice san Juan: «su sangre nos limpia» (1 Jn. 1:7). Y Cristo mismo dice: «esto es mi sangre que es derramada para remisión de los pecados» (Mt. 26,28; Lc. 22,20). Si el efecto de la sangre derramada es que los pecados no nos sean imputados, se sigue que a ese precio se pagó el juicio de Dios.

Está de acuerdo con esto lo que dice san Juan: «He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). Aquí contrapone Cristo a todos los sacrificios de la Ley, y dice que sólo en Él se ha cumplido lo que aquellas figuras representaban. Y bien sabemos lo que Moisés repite muchas veces: la iniquidad será expiada, el pecado será borrado y perdonado por las ofrendas.

Finalmente, las figuras antiguas nos enseñan muy bien cuál es la virtud y eficacia de la muerte de Cristo. Esto mismo lo expone con toda propiedad el Apóstol en la epístola a los Hebreos, sirviéndose del principio: “sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Heb.9:22); de donde concluye, que Cristo apareció para destruir con su sacrifico el pecado; y que fue ofrecido para quitar los pecados de muchos. Y antes había dicho que Cristo, «no por sangre de machos cabríos ni becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar santísimo habiendo obtenido eterna redención» (Heb. 9:12).

Y cuando argumenta, «si la sangre de una becerra santifica para la purificación de la carne, cuánto más la sangre de Cristo limpiará vuestras conciencias de obras muertas» (Heb.9:13-14), es claro que los que no atribuyen al sacrificio de Jesucristo virtud y eficacia para expiar los pecados, aplacar y satisfacer a Dios, rebajan en gran manera la gracia y el beneficio de Cristo, como el mismo Apóstol lo dice poco después: «Por eso es Mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Heb.9:15).

Es de notar la semejanza que usa san Pablo; a saber, que Cristo fue «hecho maldición por nosotros» (Gál.3:13); porque hubiera sido cosa superflua y aun absurda cargar a Cristo con la maldición, a no ser para que, pagando las deudas de los demás, les alcanzase la justicia.

Claro es también el testimonio de Isaías: «el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados» (Is. 53:5), pues si Él no hubiera pagado por nuestros pecados, no se podría decir que había aplacado la ira de Dios tomando por su cuenta toda la pena a la que nosotros estábamos obligados y pagando por ella. Y concuerda con esto lo que añade el profeta: «Yo le herí por la maldad de mi pueblo”. 

Añadamos también la interpretación de san Pedro, que suprime toda la deuda: «llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1 Ped. 2:24), pues afirma que la carga de nuestra condenación fue puesta sobre Cristo, para librarnos de ella.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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