Uno de los capítulos más peculiares de la Biblia es el último de la carta a los Romanos. El profundo entendimiento que proporciona de la vida cristiana primitiva, la luz que arroja, al menos respecto a las esperanzas, sobre las escenas familiares de los primeros cristianos; la profundidad de afecto que demuestra; la unidad de objetivo, de acción y de espíritu que manifiesta, así como la prominencia que le atribuye a la actividad de la mujer y a su celo, todo esto se combina para hacer de esta porción de las Escrituras una de las escenas más hermosas, donde todo es inocente y agradable. Quien quiera entender el espíritu de la vida apostólica debería estudiarlo con frecuencia y con cuidado. Como digo, destaca el esfuerzo de las mujeres por Cristo y como hay muchas casas en las que viven mujeres solteras que se dedican a su causa, sería bueno dedicar un momento a echar una mirada a esas moradas.
Podrían ser centros de influencia positiva como sólo puede producir la fe en Jesús. Y no exageramos si decimos que, de esos hogares, donde habita el Espíritu de sabiduría, emana gran parte de aquello que puede calmar las aflicciones del hombre, restaurar la felicidad a los desdichados y fomentar la gloria de Cristo sobre la tierra. Las mujeres solteras suelen tener una misión de misericordia que no se les encomienda a las que tienen que sobrellevar las preocupaciones de un hogar del que ocuparse o deberes domésticos que desempeñar. Puede ser [en su propia casa] o entre los familiares —en los hogares de los pobres o enfermos— [o ayudando a madres en sus quehaceres], quizás proporcionado ropa para la prisión […] y orando por ellos; […] o junto al lecho de un moribundo para señalarle la vida eterna. Dondequiera que sea, en todas las diversas escenas de aflicción o duro esfuerzo, si el Espíritu de Dios es el maestro de la mujer no casada, ella tiene a su disposición unos medios y un poder de hacer el bien como Dios no le ha confiado a ninguna otra clase de persona.
Esto tampoco es de sorprender. Cuando son enseñadas por el Espíritu, las solteras pueden cultivar sin prisas las gracias de la vida divina, pueden entregarse con calma y sin ser distraídas por preocupaciones, a realizar la obra de Dios. De ahí que, probablemente, no haya ministro alguno que sea celoso en su vigilancia de las almas, que no confiese la gran deuda que tiene por esta clase de ayuda. Ellas se alzan por gracia por encima de todo lo que se estima tedioso o aislante en su posición solitaria y, con frecuencia, aprenden a gastar y gastarse en la obra de hacer el bien. Febe, sierva de la Iglesia (Rom. 16:1) que había ayudado a la Iglesia y a Pablo (Rom. 16:2); María, la cual había trabajado mucho con los Apóstoles (Rom. 16:6); Trifena y Trifosa, con otras que quedarán en la memoria eterna, tienen todavía a sus hermanas y sucesoras en las iglesias (Rom. 16:12). Si alguna vez las ha invadido un sentimiento de soledad o aislamiento, creemos que lo disipan o, tal vez incluso, lo convierten en alegría con una dedicación más intensa al servicio y a la gloria de nuestro Señor. Él está con nosotros siempre. Por tanto, no tiene por qué haber soledad, al menos, los solitarios están protegidos y vigilados como lo estaba el profeta, con sus carros y sus jinetes de fuego (2 R. 6:17). Así, estando a salvo, la comunión con Dios se convierte en el secreto de su felicidad y de sus esfuerzos, a la vez.
No hay necesidad, pues, de que unas almas tan devotas huyan a los conventos en busca de paz: La hallan por completo en el libre servicio a su Dios. Alimentando a los hambrientos, vistiendo a los que están desnudos, entregándose a los pobres, tienen lo suficiente para que el corazón y el hogar estén constantemente felices. Secar la lágrima de la tristeza, recoger al vagabundo, levantar al caído debe, sin duda, impartir un gozo en el que el mundo no puede interferir. Y mientras los frívolos revolotean en la vida persiguiendo sombras, engaños, locuras, pecados, aquellas, a las que ahora estamos describiendo, caminan en las pisadas de Aquel que “anduvo haciendo bienes” (Hch. 10:38). Con Dorcas, hacen ropa para los pobres (Hch. 9:36, 39); con Priscila, ayudan a avanzar la causa de la verdad en su lucha a muerte con todo lo que es falso (Hch. 18:2, 18, 26) y, cuando Dios da los medios, están tan dispuestas a distribuir como a compadecerse. Algunas de ellas saben, al menos, que un día ocioso es peor que uno perdido; nos lo volveremos a encontrar en el Juicio, donde se nos preguntará por qué lo perdimos. Y, bajo esa convicción, hacen el bien; quizás lo hagan con sigilo, pero lo llevan a cabo con resolución. Temerosas de la fama, poco dispuestas a que se las reconozca, se encojen ante la atención pública, aunque son incansables en su obra de fe. Algunas son incluso abnegadas en esa causa y, elevándose por encima del “yo, esa esfera estrecha y miserable”, acogiendo de buen grado la obra que su Señor les ha asignado en su santa Providencia, intentan engañar al dolor de sus gemidos y el sufrimiento de sus lágrimas y, con una bendición de lo alto, suelen conseguirlo. En una palabra, buscamos en vano siervas que sean más devotas de Cristo que, con frecuencia, las que podemos encontrar en los hogares de las mujeres que no se han casado.
En la mayoría de los casos, la prudencia de tales obreras no es menos extraordinaria que su celo. Sin lugar a dudas, existen mujeres necias que se entregan a la mera emoción y la consideran como un principio; que tienen tan poca sabiduría a la hora de compartir con los demás que sus dones se convierten en recompensas por el engaño, la ociosidad o el vicio. También hay algunas cuya caridad sabe a insulto, o cuya compasión es como el humo en los ojos o la sal en una herida; las hay tan generosas, pero tan poco sabias como para fomentar los males mismos que intentan curar. Sin embargo, en otros casos, la destreza en detectar la farsa, la firmeza en resistirse a ella, junto con la ternura a la hora de ayudar, son cosas que se adquieren con la experiencia y les prestan un peso moral a todas las demás acciones. A la familia que se hunde silenciosamente en la necesidad, la ayuda con una delicadeza que protege cualquier sentimiento. A la dama en decadencia, la trata como a una compañera y amiga cuando procura aliviarla. A la pálida madre moribunda, la ayuda de un modo tan femenino y amable que no añade patetismo al inminente dolor de la separación. Y estas son visiones verdaderamente cristianas: Nos ayudan a reconciliarnos, en cierto grado, con la tristeza o, si seguimos llorando, las lágrimas de la gratitud se mezclan con las del sufrimiento.
Ahora bien, en todo esto sólo estamos afirmando lo felices que son los corazones y los hogares de esas mujeres solteras que se emplean de esta forma. La posición que ocupan y el trabajo que hacen se aproximan estrechamente al carácter de los redimidos o al que es “celoso de buenas obras” (Tit. 2:14), mientras que por la gracia de Dios son incorporadas en el ámbito de la bienaventuranza. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5:7). Corresponden al nivel del Rey y Juez, Quien declara: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”(Mt. 25:35-36).
Tomado de “Home of the Single” (El hogar de los solteros) en Home: A Religious Book for the Family (El hogar: Un libro religioso para la familia).
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W. K. Tweedie (1803-1863): Ministro de la Iglesia Libre y escritor; ministro de la Tolbooth Kirk de Edimburgo, líder de la división de 1843, cuando la Iglesia Libre se separó de la Iglesia Oficial de Escocia; nació en Ayr, Escocia.