«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar.» (Lucas 18:1; 1 Timoteo 2:8).
Dios ha dispuesto todas las cosas para que la actividad de la oración sea fácil. En lo que a Él se refiere, «todo está aparejado.” (Lucas 14:17.) Toda posible objeción está ya rebatida; toda dificultad solventada; todo lo torcido ha sido enderezado y lo áspero allanado. No hay excusa para que el hombre no ore.
Hay un camino a través del cual el hombre, por pecador y miserable que sea, puede acercarse a Dios el Padre. Jesucristo abrió este camino a través del sacrificio de sí mismo por nosotros en la cruz. La justicia y santidad de Dios ya no han de atemorizar a los pecadores y hacer que éstos no se acerquen a la cruz del perdón. En su Trono de gracia Dios está presto y dispuesto a escuchar las súplicas de todos aquellos que, a través de Jesús, e implorando sus méritos y preciosa sangre, se acercan a Él en oración. El nombre de Jesús es el pasaporte infalible de nuestras oraciones. A través de este Nombre podemos acercarnos confiadamente a Dios y hacer notorias nuestras peticiones. Dios se ha comprometido a oírnos. ¿No es esto un gran estímulo para que oremos?
Hay un abogado e intercesor para nuestras oraciones: Jesucristo. En nuestras oraciones Él mezcla el incienso de su intercesión todopoderosa y, cual dulce aroma de perfume, las hace ascender al Trono de Dios. Tan pobres como son nuestras oraciones y, sin embargo, una vez en las manos de nuestro Sumo Sacerdote, se transforman en oraciones fuertes y poderosas. Sin su correspondiente firma, un cheque no tiene valor – no es más que un pedazo de papel – pero los simples movimientos gráficos de la firma, hacen que adquiera gran valor. De por sí, la pobre oración de un hijo de Adán no tiene valor, pero una vez ha sido rubricada por la mano de Jesús, puede mucho. La ciudad de Roma había dispuesto que cierto oficial tuviera siempre las puertas de su casa abiertas a fin de ayudar a cualquier ciudadano con necesidad de asistencia. De la misma manera el oído de Jesús está siempre atento a las súplicas de todos aquellos que desean gracia y misericordia; su misión es ayudarles; su delicia son sus oraciones. ¿No es esto un gran estímulo para que oremos?
El Espíritu Santo está presto a ayudarnos en nuestras oraciones. «El Espíritu ayuda nuestra flaqueza» (Romanos 8:26). Una de las misiones especiales del Espíritu Santo es la de ayudarnos en nuestros intentos para hablar con Dios. No debemos, pues, desanimarnos ni afligirnos por el temor de no saber cómo presentar nuestras peticiones: el Espíritu nos dará las palabras, si de verdad buscamos Su dirección. Él nos proveerá de «pensamientos que viven, y palabras que arden.” Las oraciones del pueblo de Dios son inspiradas por el Espíritu Santo, que mora en ellos como el Espíritu de gracia y de súplica. El pueblo de Dios puede descansar en la confianza de que sus oraciones serán oídas. No son ellos solos los que oran; el Espíritu Santo también suplica con ellos. ¿No es esto un gran estímulo para que oremos?
Hay «preciosas y grandísimas promesas» para los que oran. Considerad algunas de las promesas del Señor Jesús: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque cualquiera que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se abrirá» (Mateo 7:7-8). «Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, esto haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre yo lo haré» (Juan 14:18-14). Y la misma preciosa lección la encontramos expresada en las parábolas del amigo que solicitó ayuda en la noche, y en la de la viuda (Lucas 11:5; 18:1). Meditad en estos pasajes, porque constituyen un gran aliciente para nuestra vida de oración.
La Escritura nos ofrece ejemplos del poder de la oración. Parece ser que para la oración no hay nada que sea demasiado grande, demasiado duro o demasiado difícil. Y es que la oración ha conseguido cosas que, desde un punto de vista humano, eran imposibles. Ha conseguido victorias sobre el fuego, el aire, la tierra y sobre las aguas. La oración abrió el Mar Rojo; la oración hizo brotar agua de la roca e hizo descender pan del cielo; la oración hizo que el sol detuviera su curso; la oración hizo descender fuego de lo alto sobre el sacrificio de Elías; la oración redujo a la nada el consejo de Ahitofel; la oración desbarató el ejército de Senaquerib. Con razón María, la reina de los escoceses, podía decir: «Temo más las oraciones de Juan Knox, que a un ejército de diez mil hombres.” La oración ha sanado a muchos enfermos, incluso ha resucitado a muertos. La oración ha sido medio de conversión de almas. «El hijo de tantas oraciones», dijo un anciano a la madre de San Agustín, «nunca perecerá.” Cuando se posee el espíritu de adopción, nada parece imposible. “¡Déjame! -es la contundente declaración de Dios a Moisés, cuando éste iba a interceder por los hijos de Israel (Éxodo 32:1 O). En la versión caldea leemos: Mientras Abraham suplicaba misericordia para Sodoma, Dios prolongaba su gracia; y la prolongó hasta que Abraham cesó de orar. ¿No es esto un gran aliciente para nuestra vida de oración?
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle