En BOLETÍN SEMANAL
​La persona santa (I)¿En qué consiste ser una persona santa? La persona más santa es aquella que de una manera más íntima y completa está de acuerdo con Dios.


«La santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14)

La persona santa se esforzará para rehuir todo pecado, y guardar todos los mandamientos. Su mente se inclinará decididamente hacia Dios, y tendrá el deseo de corazón de hacer Su voluntad. Mostrará un mayor temor de desagradar a Dios que de desagradar al mundo y sentirá gran amor por los caminos de Dios. Sentirá lo que Pablo sintió, cuando dijo: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (Romanos 7:22); y lo que sintió David cuando dijo: «He amado tus mandamientos más que el oro, y más que oro muy puro. Por eso estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de mentira» (Salmos 119:127-128).

La persona santa hará todo lo posible para ser como el Señor Jesucristo. No sólo vivirá una vida de fe en Él, y recibirá de Él la paz y energía de cada día, sino que también se aplicará para poseer la mente que estaba en Él, y se esforzará para «conformarse a su imagen» (Romanos 8:29). Su meta será la de sobrellevar y perdonar a los otros como Cristo nos perdonó; la de ser manso y humilde como Cristo, que se humilló a sí mismo, la de ser desinteresado como Cristo, «que no se agradó a sí mismo»; la de andar en amor como Cristo. La persona santa recordará también que Cristo fue un fiel testigo de la verdad, y que no vino a hacer su propia voluntad, sino que su comida y bebida era hacer la voluntad de su Padre. Recordará siempre que para servir a los demás, Cristo se negó a sí mismo; que ante los inmerecidos insultos de la gente, Él permaneció manso y paciente; que tuvo mayor consideración para con las personas pobres y piadosas que para con los reyes; que estaba lleno de amor y compasión para con los pecadores; que fue firme y no admitió tolerancia alguna al condenar el pecado: que no buscó la gloria del hombre cuando en ocasiones la hubiera podido tener; que anduvo haciendo bienes y se separó del mundo; que perseveró en la oración constante; y que cuando había que hacer la obra de Dios, no permitió que ni aun sus familiares se interpusieran en su camino.

La persona santa se esforzará en recordar todas estas cosas, y a la luz de las mismas moldeará el curso de su vida. Guardará en su corazón las palabras del apóstol Juan: «El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo», y las del apóstol Pedro: «Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 Juan 2:6; 1 Pedro 2:21). ¡Bienaventurado aquel que ha aprendido a hacer de Cristo su todo, no sólo para su salvación, sino también como su ejemplo! Cuánto pecado evitaríamos, si a menudo nos hiciéramos la pregunta: «¿Qué haría o diría Jesús en mi lugar?»

La persona santa se ejercitará en la mansedumbre, la paciencia, la ternura, la amabilidad y el gobierno de su lengua. Soportará mucho, sobrellevará mucho, juzgará con claridad, y será lento en reivindicar sus derechos. En David, al ser maldecido por Simei y en Moisés, al ser falsamente acusado por Aarón y María, tenemos dos brillantes ejemplos de lo dicho (Samuel 16:10; Números 12:3).

La persona santa seguirá la templanza y la abnegación. Se esforzará en mortificar los deseos del cuerpo; en crucificar la carne con sus pasiones y deseos; y en controlar sus inclinaciones carnales. ¡Oh! cuán profunda es aquella exhortación del Señor Jesús a los Apóstoles: «Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida» (Lucas 21:34); y aquella del apóstol Pablo: «Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado (1 Corintios 9:27).

La persona santa seguirá la caridad y el amor fraternal. Se esforzará para cumplir la regla de oro de hacer y hablar conforme a lo que él desearía que los hombres hicieran y hablaran con él. Su corazón estará lleno de afecto hacia sus hermanos, hacia sus necesidades físicas, sus posesiones, sus caracteres, sus sentimientos y sus almas. «El que ama al prójimo», nos dice San Pablo, «ha cumplido la ley» (Romanos 13:8). Aborrecerá toda mentira, calumnia, detracción, engaño, deshonestidad y cualquier proceder injusto, aún en las cosas más insignificantes. El siclo y el codo que como medidas se usaban en el santuario, eran más largas que las de uso común. La persona santa procurará en todo momento y por su conducta eterna, adornar su profesión de fe y hacerla hermosa y bella a los ojos del mundo. ¡Ay! Cuán condenadoras resultan las palabras del capítulo 13 de la primera Epístola del apóstol Pablo a los Corintios y el Sermón del Monte a la luz de la conducta de muchos que profesan ser cristianos.

La persona santa mostrará un espíritu de benevolencia y misericordia hacia los demás. No se pasará el día sin hacer nada. No se contentará con no hacer el mal, sino que se esforzará en hacer el bien. Buscará el ser útil y el mitigar las miserias a su alrededor. Así era el testimonio de Dorcas: «Abundaba en buenas obras, y en limosnas que hacía» y el obrar y sentir de Pablo: «Con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amando más, sea amado menos» (Hechos 9:36; 2 Corintios 12:15).

La persona santa buscará la pureza de corazón. Temerá toda impureza e inmundicia de espíritu y evitará cualquier cosa que pudiera llevarle a ello. Sabe bien que su corazón es como yesca, y con diligencia evitará cualquier chispa del fuego de la tentación. ¿Quién puede sentirse fuerte cuando aún el mismo David cayó? Podemos observar las muchas instrucciones de la ley ceremonial y veremos que según sus exigencias, la persona que tocara solamente un hueso, un cuerpo muerto o una sepultura, inmediatamente era considerado como impuro a los ojos de Dios. No olvidemos que todo esto es simbólico y figurativo, pero si tomamos nota de lo que quiere decir, veremos cuan pocos cristianos hay que sobre este punto sean lo suficientemente vigilantes y estrictos.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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