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Una de las características de nuestra época, con frecuencia observada por los apologistas cristianos contemporáneos, es que las personas ya no creen en la verdad en un sentido estricto. Utilizan este término en un sentido coloquial, para referirse a lo contrario de algo que es falso. En el Siglo XX, cuando se dice que algo es verdad, la mayoría de las personas no creen que eso sea una verdad absoluta. Lo que quieren decir es que es verdad para algunas personas, si bien posiblemente no sea verdad para otras, o que es verdad hoy, pero no necesariamente será verdad mañana o en el futuro. El resultado de esta actitud es una gran inseguridad y una sensación de pérdida.

El cristianismo se mueve, en cambio, en un conjunto de presuposiciones completamente diferentes. En la prueba doctrinal, la primera de las pruebas de la presencia de una vida nueva, las personas comienzan a apreciar las cosas desde otra perspectiva. Antes, hasta dudaban de que existiera algo que podía ser verdad. Ahora, ven que Dios es la «Verdad», que Cristo es «la Verdad», y que la Biblia contiene afirmaciones «verdaderas». No pueden comprender todo, por supuesto, pero su perspectiva es otra. Un autor, escribiendo sobre el curso normal de la experiencia religiosa, lo plantea de la siguiente manera: «Todo hombre que ha experimentado esta operación divina ahora tiene una nueva perspectiva de la verdad divina. El alma puede apreciar en estas cosas lo que antes nunca había visto. Discierne en la verdad de Dios una belleza y una excelencia de la que antes no tenía ninguna idea. No importa cuál sea la diversidad de la claridad de estas perspectivas en las distintas personas, o las verdades en particular que vienen a su mente, de lo que no cabe duda es que existe una nueva percepción de la verdad… Es una realidad bendita, y hay miles de testigos, inteligentes y de una veracidad incuestionable, que están prontos a testificar sobre esto».

Juan desarrolla la prueba doctrinal en 1ª Jn 2:18-27, y luego vuelve al tema en 1ª Jn 4:1-6. Naturalmente, hace hincapié en los errores de los gnósticos, principalmente en su negación de que Jesús es el Cristo. Pero al plantear este asunto, muestra que es un error que cualquiera puede cometer. Juan lo llama la mentira, y a quien lo comente, le llama mentiroso: «¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo» (1ª Jn. 2:22).

Cuando Juan afirma que «Jesús es el Cristo» no quiere sólo decir que Jesús es el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento. Si así fuera, sería difícil comprender por qué los gnósticos se oponían a esto. Tomado en su contexto, Juan continúa hablando sobre Jesús como el Hijo, o sea, como el Hijo de Dios, y sobre el conocer al Hijo en el Padre y al Padre en el Hijo. En otras palabras, Juan está haciendo una confesión que implica la plena divinidad de Cristo: Dios se encarnó en Jesús como el Cristo. Los gnósticos, por el contrario, creían que el Cristo divino, concebido como una emanación del Dios superior y más elevado, descendió sobre el hombre Jesús en su bautismo y lo dejó poco antes de su crucifixión.

Esta clase de pensamiento no es extraña a alguna que otra forma de crítica bíblica moderna que separa al Jesús histórico del Cristo de la fe.

La confesión básica del apóstol Juan, también incluye todo lo que el Padre ha dicho sobre Jesús en la Biblia. Calvino escribe: “Estoy totalmente de acuerdo con los antiguos, que creían que es una referencia a Cerintio y Carpócrates. Pero la negación de Cristo es todavía mayor; porque no es suficiente confesar en una palabra que Jesús es el Cristo, sino que debe ser reconocido tal como el Padre nos lo ofrece en el Evangelio. Los dos que acabo de mencionar le daban el título de Cristo al Hijo de Dios, pero lo concebían como un simple hombre. Siguieron otros, como Arrio, quienes lo adornaron con el nombre de Dios, pero lo despojaron de su eterna divinidad. Marcio soñó que era simplemente un fantasma. Sabelio imaginó que no tenía ninguna diferencia con el Padre. Todos estaban negando al Hijo de Dios, porque ninguno reconocía a Cristo en su totalidad, sino que adulteraban la verdad sobre Él tanto como podían y se creaban un ídolo en lugar de Cristo…”.

Ahora podemos ver que Cristo es negado siempre que se le despoja de lo que le pertenece. Y como Cristo es el fin de la Ley y del Evangelio, y lleva en sí todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento, también es el blanco al que apuntan todos los dardos de los herejes. Por lo tanto, el apóstol tiene razones de sobra para tildar a quienes luchan contra Cristo como los principales mentirosos, ya que la plena verdad se nos manifiesta en Él.

Confesar que Jesús es el Cristo es confesar al Cristo de las Escrituras. Negar ese Cristo, de cualquier manera, es una herejía, una herejía con terribles consecuencias. Por un lado, negar al Hijo es negar al Padre. No cabe duda de que los falsos maestros habrían pretendido estar adorando al mismo Dios que los cristianos. «Solamente nos diferenciamos de vosotros en la concepción de Jesús» podrían haber dicho. Pero Juan dice que esto es imposible. Si Jesús es Dios, negar a Jesús como Dios es negar a Dios. En segundo lugar, negar al Hijo es rechazar la presencia de Dios en nuestras vidas o, como también podríamos decirlo, no tener parte con Él ni Él con nosotros. Juan utiliza la expresión «tiene al Padre» (2:23). En el lenguaje bíblico esto es equivalente a decir que dichas personas no han sido regeneradas y todavía están bajo la justa condenación de Dios. Quienes confiesan a Cristo han encontrado al Padre y han sido justificados por Él.


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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