Como quiera que en la cruz, la muerte y la sepultura de Jesucristo no aparece más que flaqueza, es preciso que la fe pase más allá de todo esto, para ser perfectamente corroborada. Por ello, aunque en la muerte de Cristo tenemos el pleno cumplimiento de la salvación, pues por ella somos reconciliados con Dios, se satisface el juicio divino, se suprime la maldición y queda pagada la pena, sin embargo, no se dice que somos regenerados en una viva esperanza por la muerte, sino por la resurrección.
Veamos 3 aspectos sobre esto:
1º. Nuestra justificación. Cómo es esto así, se ve muy claramente por las palabras de san Pablo, cuando dice que Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Rom.4:25); como si dijera que con su muerte se quitó de en medio el pecado, y por su resurrección quedó restaurada y restituida la justicia. Porque, ¿cómo podría Él, muriendo, librarnos de la muerte, si hubiera sido vencido por ella? ¿Cómo alcanzamos la victoria, si hubiera caído en el combate? Por eso distribuimos la sustancia de nuestra salvación entre la muerte y la resurrección de Jesucristo, y afirmamos que por su muerte el pecado quedó destruido y la muerte muerta; y que por su resurrección se estableció la justicia, y la vida renació. Y de tal manera que, gracias a la resurrección, su muerte tiene eficacia y virtud.
Por esta razón afirma san Pablo que Jesucristo “Fue declarado Hijo de Dios por la resurrección» (Rom. 1:4); porque entonces, finalmente mostró su potencia celestial, la cual es un claro espejo de su divinidad y un firme apoyo de nuestra fe. Y en otro lugar asegura que Cristo “Fue crucificado en debilidad», pero «vive por el poder de Dios» (2 Cor. 13:4). En este mismo sentido, tratando en otra parte de la perfección, dice: «a fin de conocerle, y el poder de su resurrección» (Flp. 3:10). Y luego añade, que procura «la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte». Con lo cual está de acuerdo lo que dice Pedro, que Dios «le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que nuestra fe y esperanza sean en Dios» (1 Ped. 1:21); no porque la fe sea vacilante al apoyarse en la muerte de Cristo, sino porque la virtud y el poder de Dios que nos guardan en la fe, se muestra principalmente en la resurrección.
Por tanto, recordemos que cuantas veces se hace mención únicamente de la muerte, hay que entender a la vez lo que es propio de la resurrección; y, viceversa, cuando se nombra a la sola resurrección, hay que comprender lo que compete particularmente a la muerte.
Mas, como Cristo alcanzó la victoria con su resurrección, para ser resurrección y vida, con toda razón dice Pablo que la fe queda abolida y el Evangelio es nulo, si no estamos bien persuadidos de la resurrección de Jesucristo (1 Cor. 15:17). Por eso el Apóstol en otro lugar, después de gloriarse en la muerte de Jesucristo contra el temor de la condenación, para amplificarlo más, añade que el mismo que murió, ése es el que resucitó y ahora está delante de Dios hecho mediador por nosotros (Rom. 8:34).
2º. Nuestra santificación. Además de que, según lo hemos expuesto, de la comunicación con la cruz depende la mortificación de nuestra carne, hay que entender igualmente que hay otro fruto correspondiente a éste, que proviene de la resurrección. Porque, como dice el Apóstol, fuimos plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte, para que siendo partícipes de la resurrección, caminemos en novedad de vida (Rom. 6:4-5). Y en otro lugar, como concluye que hemos muerto con Cristo, y que debemos mortificar nuestros miembros, igualmente argumenta que, ya que hemos resucitado con Cristo, debemos buscar las cosas de arriba, y no las de la tierra (Col. 3:1-5). Con estas palabras no sólo se nos invita, a ejemplo de Cristo resucitado, a una vida nueva, sino que también se nos enseña que de su poder procede el que seamos regenerados en la justicia.
3º. Nuestra resurrección. Un tercer fruto de su resurrección es que es para nosotros a modo de arras, que nos dan la seguridad de nuestra propia resurrección, cuyo fundamento y realidad cierta se apoya en la resurrección de Cristo. De esto habla el Apóstol muy por extenso en el capítulo 15 de su primera epístola a los Corintios.
Aquí de paso hay que notar que resucitó de entre los muertos, con lo cual se indica la verdad de su muerte y su resurrección; como si dijésemos que sufrió la misma muerte de los demás hombres, y que ha recibido la inmortalidad en la misma carne que, siendo mortal, tomó.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino