Respuesta a dos objeciones que ponen en duda la Justicia de Dios o la verdad de la Escritura
Como a algunos les parece un absurdo esta diversidad en el modo de dirigir la Iglesia israelita y la Iglesia cristiana, y el notable cambio de los ritos y ceremonias, es preciso salirles al paso, antes de continuar adelante. Bastarán unas palabras, porque sus objeciones no son de tanto peso, ni tan poderosas, que haya que emplear mucho tiempo en refutarlas.
Dicen que no es razonable que Dios, el cual jamás cambia de parecer, permita un cambio tan grande, que lo que una vez había dispuesto lo rechace después.
A esto respondo que no hay que tener a Dios por voluble porque conforme a la diversidad de los tiempos haya ordenado diversas maneras de gobernar, según Él sabía que era lo más conveniente. Si el labrador ordena a sus empleados una clase distinta de trabajos en invierno que en verano, no por eso le acusaremos de inconstancia, ni pensaremos por ello que se aparta de las rectas normas de la agricultura, que depende por completo del orden perpetuo de la naturaleza. Y si un padre de familia instruye, riñe y trata a sus hijos de manera distinta en la juventud que en la niñez, no por ello vamos a decir que es inconstante y que cambia de parecer. ¿Por qué, pues, vamos a tachar a Dios de inconstancia, si ha querido señalar la diversidad de los tiempos con unas ciertas marcas, que Él conocía como convenientes y propias?
La segunda semejanza debe hacer que nos demos por satisfechos. Compara san Pablo a los judíos con los niños y a los cristianos con los jóvenes. ¿Qué inconveniente o desorden hay en tal economía, que Dios haya querido mantener a los judíos en los rudimentos de acuerdo con su edad, y a nosotros nos haya enseñado una doctrina más sublime y firme?
Por tanto, en esto se ve la constancia de Dios, pues ha ordenado una misma doctrina para todos los tiempos, y sigue pidiendo a los hombres el mismo culto y manera de servirle que exigió desde el principio. En cuanto a que ha cambiado la forma y manera externa, con eso no demuestra que esté sujeto a alteración, sino únicamente ha querido acomodarse a la capacidad de los hombres, que es diversa y mudable.
Pero insisten ellos, ¿de dónde procede esta diversidad, sino de que Dios la quiso? ¿No pudo Él muy bien, tanto antes como después de la venida de Cristo, revelar la vida eterna con palabras claras y sin figuras? ¿No pudo enseñar a los suyos mediante pocos y patentes sacramentos? ¿No pudo enviar a su Espíritu Santo y difundir su gracia por todo el mundo?
Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear el mundo y lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al principio; e igualmente, porque ha establecido diferencias entre las estaciones del año; entre verano e invierno; entre el día y la noche.
Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda persona fiel: no dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y justamente, aunque muchas veces no entendamos la causa de que convenga hacerlo así. Sería atribuirnos excesiva importancia no conceder a Dios que conozca las razones de sus obras, que a nosotros nos están ocultas.
Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacrificios de animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levítico que tanto le agradaba en el pasado. ¡Como si las cosas externas y transitorias dieran contento alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya hemos dicho que Dios no creó ninguna de esas cosas a causa de sí mismo, sino que todo lo ordenó al bien y la salvación de los hombres.
Si un médico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal paciente es ya viejo usa otro, ¿podremos decir que el tal médico repudia la manera y arte de curar que antes había usado, y que le desagrada? Más bien responderá que ha guardado siempre la misma regla; sencillamente que ha tenido en cuenta la edad. De esta manera también fue conveniente que Cristo, aunque ausente, fuese figurado con ciertas señales, que anunciaran su venida, que no son las que nos representan que haya venido.
En cuanto a la vocación de Dios y de su gracia, que en la venida de Cristo ha sido derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor abundancia que antes, ¿quién, pregunto, negará que es justo que Dios dispense libremente sus gracias y dones según su beneplácito, y que ilumine los pueblos y naciones según le place; que haga que su Palabra se predique donde bien le pareciere, y que produzca poco o mucho fruto, como a Él le agradare; que se dé a conocer al mundo por su misericordia cuando lo tenga a bien, e igualmente retire el conocimiento de sí que anteriormente había dado, a causa de la ingratitud de los hombres?
Vemos, pues, cuán indignas son las calumnias con que los infieles pretenden turbar los corazones de la gente sencilla, para poner en duda la justicia de Dios o la verdad de la Escritura.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino