En ARTÍCULOS

«Pero estas cosas han sido escritas para que Creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo Tengáis vida en su nombre.»—Juan 20:31.

Habiendo considerado el apostolado, analizaremos ahora el regalo de Dios a la Iglesia, a saber: la Escritura del Nuevo Testamento. El apostolado otorgó un nuevo poder a la Iglesia. Es evidente que todo el poder está en el cielo; pero ha complacido a Dios permitir que este poder descienda a la Iglesia mediante órganos e instrumentos, de los cuales el principal es el que ha sido dado a los apóstoles. Ellos fueron un consuelo del Consolador, entregados a la Iglesia después de que Jesús subió al cielo. Por lo tanto, fue a una Iglesia abandonada, que aún no había sido establecida, y que pronto sería dispersada, que el Espíritu Santo dio a los apóstoles como un vínculo de unión, como un órgano de extensión, y como un instrumento para su propio enriquecimiento con un conocimiento cabal de la vida de gracia. Comisionados por el Rey de la Iglesia, los apóstoles estaban influenciados por el Espíritu Santo para cumplir sus propósito. Así como el Rey trabaja por Su Iglesia sólo por medio del Espíritu, también hizo que los apóstoles funcionaran a través de los altos poderes del Espíritu Santo.

No fue la intención del Señor que Su Iglesia comenzara su camino en la ignorancia, a vagar en errores múltiples, para finalmente, cuando el largo viaje fuera completado, llegara a una percepción más clara de la verdad; sino que desde el principio recibiera la luz del total conocimiento. De ahí que Él le dio el apostolado, para que desde la cuna de su existencia recibiera la luz del sol de gracia, y que ningún avance posterior del cristianismo jamás sobrepasara a aquel de los apóstoles.

Este es un hecho muy significativo. En realidad, en el curso de la historia hay avances, especialmente en doctrina, que no ha cesado aún, y que continuarán hasta el final. El Rey ha lanzado Su Iglesia en medio de guerras y desventuras; Él no la ha permitido confesar Su Nombre de una manera cobarde e indolente, sino que de época en época Él la ha obligado a defender esa confesión contra el error, la incomprensión, y la hostilidad. Es sólo en esta guerra que la Iglesia ha aprendido gradualmente a mostrar cada parte de su gloriosa herencia de la verdad. Dios juzgará a los herejes; no obstante, aparte de mucho daño, han prestado a la Iglesia este excelente servicio de obligarla a despertar de su sueño sobre sus minas de oro, de explorarlas, y de abrir el tesoro escondido.

De ahí que nuestro conocimiento consciente de la verdad es más profundo que en los siglos anteriores. ¡Semper excelsior! ¡Siempre más alto! Puede que nunca cese la investigación de las cosas sagradas; aun ahora el Señor cumple Su promesa a cada verdadero teólogo: «Preguntad, y os será dado; buscad, y encontraréis» (Luc. 11:9). Y en el desarrollo de la conciencia de la Iglesia en relación a su tesoro de verdades, el Espíritu Santo tiene un trabajo especial, y aquel que lo niegue permite que la Iglesia se petrifique y está ciego a la Palabra del Señor.

No obstante, no importa cuán grande sea su progreso presente o futuro, nunca poseerá un grano de verdad adicional que cuando el apostolado dejó de existir. Posteriormente la mina de oro podría ser explorada; pero cuando los apóstoles murieron la mina misma ya existía. Nada se le puede añadir ni se añadirá jamás; está completa por sí misma. Por esta razón los grandes hombres de Dios, quienes, en el curso de las épocas, mediante valientes palabras han animado a la Iglesia, siempre han señalado hacia atrás, a los tesoros de los apóstoles, y sin excepción han dicho a las iglesias: «Vuestro tesoro no está delante de vosotros, sino detrás, y proviene de los días de los apóstoles.»

Y aquí estaba la misericordia; cualquier otra disposición habría sido despiadada. La gente de hace un siglo o dieciocho siglos atrás tenían las mismas necesidades espirituales que nosotros; nada menos de lo que nosotros tenemos podría satisfacerlos. Sus heridas son nuestras; el bálsamo de Galaad que nos ha sanado, también los sanó a ellos. En consecuencia, el remedio para las almas debe estar listo para su uso inmediato. La demora sería cruel. Por lo tanto, no es extraño ni problemático, sino en perfecta concordancia con la misericordia de Dios, que el tesoro completo de la verdad salvadora haya sido dado a la Iglesia directamente en el primer siglo: Lograr esto fue la misión del apostolado.

Es como la ciencia médica en este sentido, que realiza constantes progresos en el conocimiento de las hierbas medicinales. Pero no importa cuán grande sea ese progreso, no se ha producido ninguna nueva hierba. Aquellas que existen ahora, existieron siempre, poseyendo las mismas propiedades medicinales. La única diferencia es, que sabemos mejor que nuestros ancestros, como aplicarlas. De la misma manera, desde los días de los apóstoles, ningún nuevo remedio para sanar almas ha sido creado o inventado. En realidad, algunos de los poderes que entonces operaban se han perdido para nosotros, por ejemplo, el don de lenguas. La única diferencia entre la Iglesia de entonces y la de ahora es que nosotros, en concordancia con esta época pensante y emocional, entendemos más profundamente la conexión entre el efecto del remedio y la curación de nuestras heridas. Esta diferencia no nos hace ni más ricos ni más pobres. Para el simple campesino es suficiente recibir la medicina prescrita, a pesar de que sea ignorante de sus ingredientes y de sus efectos sobre la sangre y los nervios. En su mundo esta necesidad no existe. Pero el hombre pensante, que entiende la conexión entre causa y efecto, no tiene ninguna confianza en medicina alguna a no ser que sepa algo de su funcionamiento. Para él, el conocimiento es una necesidad absoluta, y para el efecto psicológico es aún más indispensable.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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