¿Qué dice esta afirmación acerca del cristiano que está en el mundo, la clase de mundo que hemos estado estudiando? Le dice que ha de ser como la sal; ‘vosotros, sólo vosotros’ —porque esto exige el texto— ‘sois la sal de la tierra.’ ¿Qué nos dice esto? Lo primero es lo que se nos ha recordado al estudiar las Bienaventuranzas. Somos distintos del mundo. No hace falta insistir en esto, es perfectamente obvio. La sal es esencialmente diferente de aquello en lo cual se coloca y en un sentido ejercita todas sus cualidades siendo diferente.
Como lo dice nuestro Señor —’si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.’
El cristiano no sólo ha de ser diferente, ha de gloriarse de esta diferencia. Ha de ser tan diferente de los demás como el Señor Jesucristo lo fue del mundo en el que vivió. El cristiano es una clase distinta, única, notable de persona; ha de haber en él algo que lo distinga, y que se reconozca obvia y claramente. Que cada uno, pues, se examine.
Pero prosigamos a considerar más directamente la función del cristiano. En esto el problema se vuelve un poco más difícil y a menudo discutible. Me parece que lo primero que nuestro Señor subraya es que una de las funciones principales del cristiano respecto a la sociedad es negativa. ¿Cuál es la función de la sal? Algunos dirían que es dar salud, que da vida y salud. Pero me parece que esto es una idea muy equivocada de la función de la sal. Su misión no es dar salud; es impedir putrefacción.
La función principal de la sal es preservar y actuar como antiséptico. Tomemos, por ejemplo, un trozo de carne. Hay ciertos gérmenes en su superficie, quizás ya han penetrado en la misma, tomados del animal mismo, o de la atmósfera, y corre el peligro de que se pudra. La función de la sal con la que se frota la carne es preservarla contra estos agentes que tienden a pudrirla. La función principal de la sal, por tanto, es negativa y no positiva. Este postulado es fundamental. No es la única función del cristiano en el mundo, porque, como veremos luego, también hemos de ser la luz del mundo, pero en primer lugar este ha de ser nuestro efecto como cristianos. Me pregunto ¿cuántas veces pensamos en nosotros en esta forma, como agentes del mundo con la función de prevenir este proceso concreto de putrefacción y descomposición?
Otra función subsidiaria de la sal es dar sabor, o impedir que los alimentos sean insípidos. Esta es sin duda otra función de la sal (si adecuada o no, no me corresponde a mí discutirlo) y es muy interesante observarla. Según esta afirmación, por tanto, la vida sin el cristianismo es insípida. ¿No prueba esto el mundo de hoy? Observemos la obsesión con los placeres. Es evidente que la gente encuentra la vida monótona y aburrida, de modo que deben ir pasando de un placer a otro. Pero el cristiano no necesita estos pasatiempos porque tiene un sabor en la vida — su fe cristiana.
Saquemos al cristianismo de la vida y del mundo, y en qué vida tan insípida se convierte, sobre todo cuando uno envejece o se encuentra en el lecho de muerte.
Carece por completo de gusto y los hombres han de drogarse de distintos modos porque sienten la necesidad de sabor.El cristiano, pues, primero y sobre todo, debería tener esa función. ¿Pero cómo conseguirlo? Aquí encontramos la respuesta. Voy a proponerla primero en lo que considero como enseñanza positiva del Nuevo Testamento. Luego podremos examinar ciertas críticas. En este caso, creo que la distinción vital es entre la Iglesia como tal y el cristiano individual.
Algunos dicen que los cristianos deberían actuar como sal de la tierra por medio de pronunciamientos de la Iglesia en cuanto a la situación general del mundo respecto a problemas políticos, económicos e internacionales, y otros semejantes. Dicen que el cristiano funciona como sal de la tierra en esta forma general, por medio de estos comentarios acerca de la situación del mundo.
Ahora bien, según mi criterio, esta es una interpretación errónea de la enseñanza bíblica. Desafiaría a cualquiera a que me muestre esta enseñanza en el Nuevo Testamento. ‘Ah,’ dicen, ‘sí se encuentra en los profetas del Antiguo Testamento.’ Sí; pero la respuesta es que en el Antiguo Testamento la Iglesia era la nación de Israel, y no había distinción entre iglesia y estado. Los profetas tenían por tanto que dirigirse a la nación toda y hablar acerca de su vida toda. Pero la Iglesia en el Nuevo Testamento no está identificada con ninguna nación ni naciones. La consecuencia es que nunca se encuentra al apóstol Pablo o a ningún otro apóstol que haga comentarios acerca del gobierno del Imperio Romano; nunca los encontramos enviando resoluciones a la Corte Imperial para que se hiciera esto o aquello. No; nunca se encuentra esto en la Iglesia tal como aparece en el Nuevo Testamento.
Sugiero, por tanto, que el cristiano ha de funcionar como la sal de la tierra en un sentido mucho más individual. Lo hace con su vida y conducta individual, siendo lo que es en todos los ámbitos en los que se encuentre. Por ejemplo, un grupo de personas quizá están hablando de una forma indigna. De repente un cristiano entra a formar parte del grupo, y de inmediato su presencia produce efecto. No dice ni una palabra, pero los demás empiezan a cambiar de forma de hablar. Está actuando ya como sal, ya está controlando la tendencia a la putrefacción y descomposición. Con sólo ser cristiano, debido a su vida y conducta general, está ya controlando ese mal que se estaba manifestando, como lo hace en todos los ámbitos y situaciones. Lo puede hacer, no sólo en su condición privada en su casa, en el taller u oficina, o dondequiera que se encuentre, sino también como ciudadano en el país en el que vive. Ahí se vuelve importante la distinción, porque en esta materia tendemos a irnos de un error a otro.
Otros dicen, ‘Sí, tiene toda la razón, no le corresponde a la Iglesia como tal intervenir en asuntos políticos, económicos o sociales. El cristiano no tendría que ocuparse para nada de estos asuntos; el cristiano no se debe inscribir para votar, no tiene por qué intervenir en el control de negocios y de la sociedad.’
Esto, según creo, es igualmente falaz; porque el cristiano como individuo, como ciudadano de un estado, ha de preocuparse por estas cosas Piensen en grandes hombres, como el Lord Shaftesbury y otros, quienes, como cristianos y ciudadanos, trabajaron tanto en relación con la legislación que mejoró las condiciones de trabajo en las fábricas.
Piensen en William Wilberforce y en todo lo que hizo respecto a la abolición de la esclavitud. Como cristianos somos ciudadanos de un país, y tenemos responsabilidad en cuanto tales, y por ello debemos actuar como sal indirectamente en muchos aspectos. Pero esto es muy diferente de que la Iglesia lo haga.
Alguien podría preguntar, ‘¿Por qué hace esta distinción?’ Quiero contestar esta pregunta. La misión primaria de la Iglesia es evangelizar y predicar el evangelio.
Pensemos en esto. Si la Iglesia cristiana de hoy pasara la mayor parte del tiempo acusando al comunismo, me parece que la consecuencia principal sería que los comunistas probablemente no escucharían la predicación del evangelio. Si la Iglesia siempre acusa una parte de la sociedad, se está cerrando la puerta de la evangelización de esa parte. Si tomamos la idea que tiene el Nuevo Testamento de estas materias debemos creer que el comunista tiene alma que hay que salvar igual que todo el mundo. Es misión mía como predicador del evangelio, y representante de la Iglesia, evangelizar a los hombres de todas clases y condiciones.
En cuanto la Iglesia comienza a intervenir en asuntos políticos, económicos y sociales, se pone obstáculos a la tarea evangelística que Dios le ha asignado. Ya no podría decir que no conoce a nadie ‘según la carne,’ y por ello pecaría. Que cada individuo desempeñe su papel como ciudadano, y pertenezca al partido político que escoja. Esto tiene que decidirlo el individuo. La Iglesia como tal no ha de preocuparse por esas cosas. Nuestra misión es predicar el evangelio y llevar el mensaje de salvación a todos. Y, gracias a Dios, los comunistas pueden convertirse y salvarse. La Iglesia ha de preocuparse por el pecado en todas sus manifestaciones, y el pecado puede ser tan terrible en un capitalista como en un comunista, en un rico como en un pobre; se puede manifestar en todas las clases sociales, en todos los tipos y grupos.
Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martin Lloyd-Jones