Una razón de que tantas almas cayeran en la red del evangelio en la antigüedad es que la divinidad de la doctrina evangélica era evidente en las vidas santificadas de los cristianos. Justino Mártir, al escribir sobre su propia conversión, dijo: “La santidad que brillaba en las vidas de los cristianos, y la paciencia que triunfaba sobre la crueldad de sus enemigos a la hora de la muerte, me hizo llegar a la conclusión de que la doctrina del evangelio es la verdad”. Aun Juliano, tan apartado del Reino, dijo que el cristianismo crecía porque los cristianos eran un pueblo que “hacía bien a todos y ningún mal a nadie”.
Pero en esta época, cuando el escándalo salpica el manto de la justicia del cristianismo, es difícil atraer a los de fuera a la red del evangelio. Hay animales que, por el mero hecho de dejar su rastro en la tierra, ahuyentan a los demás durante un tiempo. Es un hecho triste que, mientras no se borre la mala reputación de orgullo, disensión, error y negligencia no habrá mucha esperanza de que corran al cristianismo multitudes de conversos.
El pastor no puede predicar día y noche, puede pasar dos
o tres horas a la semana en el púlpito sosteniendo el espejo del evangelio ante su congregación, pero la vida de los cristianos predica toda la semana. Si están santificados, sirven como repetición de los sermones del pastor ante las familias del mundo, haciendo resonar continuamente el evangelio en los oídos de estas.
Nadie disfruta hablando con uno que tiene mal aliento, y así pensamos de aquel que nos amonesta. Los cristianos necesitan una vida perfumada si tienen que reprender y aconsejar. Las amonestaciones son una medicina buena y fuerte, pero es difícil no vomitarla en la cara del médico. Nada surte mayor efecto para evitar que se vomite la amonestación que la santidad del que reprende: “Que el justo me castigue será un favor, y que me reprenda será un excelente bálsamo que no me herirá la cabeza” (Sal. 141:5). La amonestación se recibe más fácilmente por la autoridad que acompaña a la santidad.
Solo el pecador endurecido luchará contra el justo que lo ha amonestado suavemente como aplicando ungüento a una infección, con compasión y amor por el enfermo. Así que resulta fácil ver la gran influencia que el poder de la santidad tendría en la vida del impío. Y no es menos eficaz cuando se trata de cristianos.
Cuando un cristiano ve brillar la santidad en la vida de otro, su propia gracia salta como Juan en el vientre de Elisabeth al escuchar la voz de María. Un cristiano basta para dar vida a toda una sociedad; por el contrario, la negligencia de un solo cristiano profesante pone en peligro a todos sus conocidos. Por tanto, Dios nos ha encomendado estrictamente: “Seguid la paz con todos, y la santidad […]. Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Heb. 12:14-5).
La sarna del lobo no supone peligro para la oveja, ya que no pasa suficiente tiempo con él para contagiarse. Pero si una infección se introduce en el redil, entre cristianos que se alimentan, oran, escuchan, hablan y andan juntos en comunión, hay gran peligro de contagio. Un cristiano negligente ayuda al diablo de forma más eficaz que tropas enteras de incrédulos. De hecho, Satanás tenía un puñado de pecados y errores con los que no sabía qué hacer, hasta que encontró la forma de contratar a profesores impíos de la fe como agentes suyos para recomendarlos y dispensarlos a otros.
En resumen, el que no mantiene el poder de la santidad en su vida, en cierta medida, se vuelve inútil para Cristo. ¿Quieres orar por los demás? Un pagano podría decir a un hombre malvado que callara y no dejase que los dioses supieran de su presencia en un barco al desatarse una tormenta. ¿Quieres consolar a los tristes? ¿O aconsejar a un amigo? Pensarán que estás de broma hasta que no unas a tu recomendación de la santidad la santificación en tu propia vida; esto es, hasta que no te la recomiendes a ti mismo.
Los justos son los únicos que evitan que el techo de la nación se derrumbe encima del pueblo. La presencia de “diez justos” podría haber evitado el fuego y azufre que consumió Sodoma y enterró el pueblo en ceniza. De hecho, se aplazó aquel juicio y los ángeles destructores retuvieron la mano mientras seguía allí el justo Lot: “Date prisa, escápate allá; porque nada podré hacer hasta que hayas llegado allí” (Gn. 19:22).
Dios nos da otros ejemplos de injusticia y justicia que cambian el curso de la historia. Roboam y su reino se fortalecieron durante tres años, y podrían haber seguido durante otros veinte, pero su injusticia lo derrumbó todo sobre el pueblo y su rey; esta derrota empezó el mismo día que se alejaron de Dios (cf. 2 Cr. 11, 12).
Por otra parte, cuando Josías fue coronado, encontró Judá hecho pedazos; pero por tener su corazón puesto en Dios, y preparado para andar en su presencia, Dios aceptó la plegaria de Josías por un pueblo bajo arresto y a las puertas de la cárcel. Su seguridad se vinculaba a la vida del rey, porque pronto después de la muerte de Josías, otra vez la nación quedó sumida en la ruina (cf. 2 R. 23:25-27).
Cuando Martín Lutero vaticinó la nube negra del juicio divino contra Alemania, comentó a sus amigos que haría lo que pudiera para alejarla durante su vida; y creyó poderlo lograr. Pero concluyó: “Cuando me haya ido, que los que queden atrás tengan cuidado”.
El poder de la santidad se ha deteriorado entre nosotros, en comparación con la anterior generación. El cristianismo está turbio y lleno de impurezas, adulterado y profanado entre los creyentes profesantes. Sabemos que Dios no lo permitirá mucho más tiempo. Si Egipto sabe que se avecina una sequía por el bajo nivel del Nilo, seguramente podremos ver el juicio inminente por la caída del poder de la santidad.
Oímos como muchos lloran sus pérdidas: algunos por amigos muertos en la guerra, otros por sus bienes y dinero. Pero el grupo que debe tener el primer puesto entre los que lloran son los asistentes a la iglesia que han perdido su primer amor. Ha empezado un deterioro serio entre ellos por haber perdido la devoción por Cristo, su verdad, la adoración, sus consiervos y el andar santo delante de Dios y del hombre.
Somos un pueblo redimido de incontables peligros y muertes. En mala hora un hombre rescatado empieza a robar y engañar de nuevo, en cuanto se le quita la soga del cuello. Ciertamente el pecado de Noé aumentó por emborracharse casi en cuanto llegó a salvo a la orilla, tras ver que se inundaba toda la tierra ante sus ojos. Este era el único justo que Dios había dejado para sembrar su mundo de nuevo con semilla santa.
La tierra casi no puede tragar los ríos de sangre derramada en el mundo, y los pueblos siguen quitando los escombros apilados por las miserias de la guerra. El llanto de las viudas y los huérfanos a causa de la espada se oirá hasta que mueran. Una vez nos aterrorizó ver a esta nación como una vela encendida por ambos cabos, ardiendo diariamente con llamas que se acercaban cada vez más. Pero ahora, los que invocan el nombre de Cristo se olvidan y se alejan de Dios, prefiriendo el orgullo y el vicio.
¿Con qué derecho celebramos nuestra paz, cuando el resultado de nuestra liberación es un libertinaje aún peor? Es como el que se cura de la malaria, pero las secuelas le dejan más débil que la misma enfermedad. Sin duda nuestro Dios se entristece viendo el intercambio: ser librados de la guerra, la pestilencia y el hambre, e hinchándonos de egoísmo, error y un comportamiento desafiante e impío.
Somos un pueblo que ha tenido más pretensiones de santidad y justicia que nuestros antepasados. Si no, ¿qué querían decir todas las oraciones a Dios y peticiones al hombre? Hicimos un pacto de reforma personal y nacional. Estas intenciones tuvieron tanto eco en otras naciones que nuestras iglesias vecinas se preguntaban cómo madurarían esos principios gloriosos. Pero ahora, después de brotar las hojas que dicen a Dios y al hombre que pueden esperarse frutos nuestros, nuestra condición yerma nos lleva más cerca de la maldición que antes, por desilusionar las justas esperanzas de ambos.
Nada puede salvar la vida de una nación ni alargar su paz mediante la misericordia, sino la recuperación del tan deteriorado poder de la santidad. Este brote de justicia sería como una transfusión de nueva sangre para un cuerpo moribundo, que lo aviva y trae más días felices que nunca. Pero vamos de mal en peor, y una muerte lenta llega para nosotros. Cada día respiramos peor. Si la espada se desenvainara entre nosotros, ¿tendríamos fuerzas para sobrevivir?
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall