«Santifícalos en tu verdad». «Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación» (Juan 17:17; 1 Tesalonicenses 4:3)
La santificación es un tema que muchas personas aborrecen en alto grado; algunas lo evaden con burla y desdén, pues lo que menos les agradaría sería ser «santos» o «santificados». Sin embargo, el tema no merece ser considerado de ese modo. La santificación no es un enemigo nuestro, sino un amigo.
Es un tema de suma importancia para nuestras almas. Según la Biblia, a menos que seamos santos no podemos ser salvos. Claramente nos indican las Escrituras que hay tres cosas que son absolutamente necesarias para la salvación: la justificación, la regeneración y la santificación. Estas tres deben coincidir en cada hijo de Dios; cada uno de ellos ha nacido de nuevo, ha sido justificado y santificado. Si en una persona falta alguna de estas cosas, con fundamento podremos decir que no es verdaderamente cristiana a los ojos de Dios, y si muere en tal condición no irá al cielo, ni será glorificado en el último día.
La consideración de este tema es muy apropiada y oportuna en nuestros días. Últimamente han surgido doctrinas muy extrañas sobre la santificación. Algunos parecen confundirla con la justificación; otros la desmenuzan reduciéndola a la insignificancia bajo un pretendido celo por la gracia soberana, y prácticamente la descuidan; otros están tan llenos de temor de hacer de las «obras» parte de la justificación, que apenas si hay lugar alguno para las «obras» en su profesión religiosa; otros se han hecho una norma equivocada de santificación y en pos de la misma van de iglesia en iglesia, pero fracasan en sus intentos de llevarla a la práctica. Puede beneficiarnos mucho, en medio de esta confusión, un examen reposado y bíblico de esta gran doctrina de la fe cristiana.
¿Qué es lo que quiere decir la Biblia cuando habla de una persona santificada? Para contestar a esta pregunta diremos que la santificación es aquella obra espiritual interna que el Señor Jesús obra a través del Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un verdadero creyente. El Señor Jesús no sólo le lava de sus pecados con su sangre, sino que también lo separa de su amor natural al pecado y al mundo, y pone un nuevo principio en su corazón, que le hace apto para el desarrollo de una vida piadosa. Para efectuar esta obra el Espíritu se sirve, generalmente, de la Palabra de Dios, aunque algunas veces usa las aflicciones providenciales «sin la Palabra» (1 Pedro 3:1). La persona que experimenta esta acción de Cristo a través de su Espíritu, es una persona «santificada».
Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió y resucitó para obtener solamente la justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene todavía mucho que aprender; y está deshonrando, lo sepa o no lo sepa, a nuestro bendito Señor, pues relega su obra salvadora a un plano secundario. El Señor Jesús ha tomado sobre sí todas las necesidades de su pueblo; no sólo los ha librado, con su muerte, de la culpa de sus pecados, sino que también, al poner en sus corazones el Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado. No sólo los justifica, sino que también los santifica. Él no sólo es su «justicia», sino también su «santificación» (1 Corintos 1 :30).
Consideremos lo que la Biblia dice: «Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados». «Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella para santificarla». «Cristo se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.» «Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros siendo muertos a los pecados, vivamos a la justicia.» «Cristo os ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de la muerte, para haceros santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de Él» (Juan 17:19; Efesios 5:25-26; Tito 2:14; 1 Pedro 2:24; Colosenses 1:21-22). La enseñanza de estos versículos es bien clara: Cristo tomó sobre sí, además de la justificación, la santificación de su pueblo. Ambas cosas ya estaban previstas y ordenadas en aquel «pacto eterno» del que Cristo es el Mediador. Y en cierto lugar de la Escritura se nos habla de Cristo como «el que santifica», y de su pueblo como «los que son santificados» (Hebreos 2:11).
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle