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En el Nuevo Testamento hay cuatro grandes pasajes que enseñan acerca de la seguridad del creyente. Dos provienen de Jesús. Los dos restantes provienen de Pablo.

Veamos los dos de Jesús:

El primero de ellos es Juan 6:37-40. «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero. Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero».

Habiendo declarado que todos aquellos que el Padre le dio vendrán a Él, el Señor sigue a continuación enfatizando que Él guardará a quienes vengan a Él. En el idioma griego esta oración contiene una doble negativa que podría traducirse como «y el que viene a mí nunca, nunca será echado fuera». Si el pasaje terminara en este punto, podría argumentarse que la doble negativa se refiere sólo al hecho de que Cristo recibe a quien viene a Él inicialmente -que nunca, nunca rechazará a alguien que viene a Él- pero que dicha persona puede, sin embargo, decidir dejar de ir a Cristo por su propia iniciativa. Pero esto no es posible. Como Cristo lo deja claro en los siguientes versículos, todos aquellos que el Padre le ha dado y que por lo tanto han venido a Él y han sido recibidos por Él serán resucitados en el día postrero. No perderá a ninguno de los que Dios le ha dado.

El segundo pasaje fundamental sobre la perseverancia lo tenemos en Juan 10:27-30, que sigue el mismo esquema que los versículos del capítulo 6 de Juan. Pero en este caso el Señor está respondiendo a una petición que le hicieron sus oyentes para que hablara «de manera sencilla».

Por supuesto, la dificultad no estaba en lo que Él decía sino en los que escuchaban. Sin embargo, les respondió: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (vs. 27-29).

¡La elección, el llamado eficaz y la perseverancia!

«Yo ya sé que nadie nos quitará de la mano de Dios», dice alguien. «Pero supongamos que ellos decidan soltarse por iniciativa propia». «No perecerán jamás», dice Jesús. «¿Nunca?». «Nunca», dice Jesús. «No perecerán jamás, y nadie los arrebatará de mi mano». A veces he pensado que lo que Jesús estaba haciendo al pronunciar estas palabras era similar a lo que suele hacer el carpintero. En ocasiones, cuando se realiza un trabajo de carpintería no muy fino, el obrero clava los clavos a través de unas maderas muy delgadas de manera que la punta sobresalga un poco por uno de los lados.  Luego, con un golpe de su martillo, dobla esa punta del clavo, enterrándola en la madera. Se llama a esto remachar el clavo. El propósito es hacer que la junta quede un poco más firme ya que no hay forma de que el clavo se suelte de la posición en la que está. Esto es lo que Jesús hizo en estos versículos. Estaba tan interesado en hacer que esta doctrina quedara grabada en las mentes de sus discípulos que no sólo la clavó con un clavo, sino con dos, y remachó a ambos.

Primero, les enseñó que quienes son de Él tienen vida eterna. «Yo les doy vida eterna» -ese es el clavo-. Por sí solo ya sería suficiente para que esta verdad se mantuviera firme; ya que la vida eterna es una vida que nunca se puede perder. Si se pudiera perder al cabo de unos años o después de varios años, dejaría de ser eterna. Sin embargo, Jesús sabía que muchos intentarían buscarle alguna otra explicación. Entonces dijo: «No perecerán jamás» —este es el remache que hace que la doctrina de la perseverancia permanezca firme.

Un clavo, no importa lo bien clavado que haya sido, no siempre hace que la junta sea buena, sin embargo, Jesús clavó un segundo clavo y también lo remachó. El segundo clavo es: «Nadie las arrebatará de mi mano». El remache: «Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de su mano».

Podemos imaginarnos como siendo una moneda que sostiene entre sus dedos. Es una posición bastante segura para cualquier objeto pero muy especialmente para nosotros, si tenemos en cuenta qué mano nos está sosteniendo. Pero Jesús añade que la mano de Dios está sobre su mano. Estamos apretados por dos manos. Estamos doblemente seguros. Si nos sentimos inseguros, podemos recordar que aunque estamos sostenidos de esa manera, el Padre y el Hijo todavía tienen dos manos libres para defendernos.


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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