Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? 28Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal (Mateo 6:25-34).
En estos versículos 25-30 hemos venido examinando la afirmación general de nuestro Señor respecto al terrible peligro que se cierne sobre nosotros en esta vida y nace de la tendencia a interesarnos demasiado, de distintas formas, por las cosas del mundo. Tendemos a afanarnos acerca de la vida, acerca de lo que comeremos y beberemos, y también acerca de nuestro cuerpo, cómo lo vestiremos. Llama la atención ver cómo tantas personas parecen vivir por completo en esta línea; toda su vida se reduce a comer, beber y vestir. Dedican todo el tiempo a pensar en estas cosas, a hablar acerca de ellas, a discutirlas con otros, a argumentar sobre ellas, a leer acerca de las mismas en distintos libros y revistas. Y el mundo de hoy hace todo lo que puede para que todos vivamos de esta forma. Echemos un vistazo a los libros que están a la venta y veremos cómo se ocupan de esto. Esa es la mente del mundo, este es su círculo de interés. La gente vive para esas cosas, y se preocupa por ellas de todas las formas posibles. Sabiendo esto y siendo conscientes de los peligros, nuestro Señor, ante todo, nos da una razón general para evitar esa trampa específica.
Pero una vez que nos ha amonestado para no afanarnos acerca de lo que hemos de comer o beber, o acerca de lo que hemos de vestir, pasa a examinar por separado cada aspecto de la cuestión. El primer aspecto se examina en los versículos 26 y 27, y trata de nuestra existencia, de la continuación y mantenimiento de nuestra vida en el mundo. He aquí el pensamiento: “mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?” Algunos dirán que la afirmación del versículo 27 pertenece a la sección siguiente, pero a mí me parece absolutamente claro que debe, por las razones que diremos a continuación, formar parte de esta primera sección.
Respecto a la cuestión general del comer y sostén de la vida, nuestro Señor nos ofrece un argumento doble. O, si lo preferimos, dos argumentos principales. El primero se deriva de los pájaros del cielo. Adviértase que a este respecto el argumento ya no pasa de lo mayor a lo menor; más bien va en dirección contraria. Una vez fundamentada la proposición en un nivel inferior, la eleva al nivel superior. Comienza con una observación general, llamando la atención respecto a algo que es un hecho de la vida en este mundo. “Mirad las aves del cielo”. Contemplémoslas. ‘Mirad’ no siempre implica el significado de observación intensa. Solamente nos pide que miremos algo que tenemos delante de nosotros. Veamos lo que está delante de nuestros ojos —estos pájaros, estas aves del cielo—. ¿Qué se puede argumentar basándose en ellas? Que estos pájaros siempre disponen de comida.
Hay una gran diferencia entre la forma en que se sostiene la vida de los pájaros y la del hombre. En el caso de los pájaros alguien se la proporciona. En el caso del hombre, va envuelto un cierto proceso. Siembra, luego recoge la cosecha que ha crecido de la semilla sembrada. Después pasa a almacenarla en graneros y conservarla hasta que la necesita. Esta es la forma de proceder del hombre, y es una forma adecuada, es la forma que nuestro Señor mandó al hombre después de la Caída, “Con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Gen. 3:19). Desde el comienzo de la historia, el tiempo de sembrar y de cosechar, lo determinó Dios mismo, no el hombre, de manera que éste, desde un principio, tuvo que sembrar, cosechar y almacenar. Tiene que hacerlo, y así es como puede mantenerse. Por esto el mandato de no ‘afanarse’ no puede significar que tengamos que sentarnos a esperar que el pan nos llegue milagrosamente cada mañana. Esto no es bíblico, y quienes se imaginan que esto es la vida de fe, han entendido mal la enseñanza de la Biblia.
Pero el hombre nunca ha de preocuparse por esas cosas. No debe pasar la vida mirando al cielo, preguntándose qué tiempo va a hacer, y si va a poder conseguir algo para guardar en el granero. Esto es lo que nuestro Señor condena. El hombre tiene que sembrar, Dios se lo manda así. Pero tiene que depender de Dios, que es el único que puede hacer crecer la semilla. Nuestro Señor llama la atención acerca de los pájaros. Nada hay más obvio en cuanto a ellos que el hecho de que siguen vivos y que en la naturaleza encuentran alimento —gusanos, insectos y todas las cosas que los pájaros comen—. El sustento está disponible para ellos. ¿De dónde procede? La respuesta es que Dios se lo suministra. Ahí está, es un simple hecho de la vida, y Dios nos dice que lo observemos. Estas avecillas que no toman medidas en el sentido de preparar o producir alimento para sí mismas, lo tienen disponible. Dios cuida de ellas. Se preocupa de que tengan alimento para comer. Se preocupa de que tengan sostén para la vida. Esta es una simple afirmación del hecho. Ahora nuestro Señor toma ese hecho y saca dos conclusiones vitales del mismo. Dios se ocupa así de los animales y de los pájaros sólo por medio de su providencia general. No es su Padre; “Mirad las aves del cielo… y vuestro Padre celestial las alimenta”. Esta afirmación es muy interesante. Dios es el Hacedor, el Creador y el Sostenedor de todas las cosas; se ocupa de todo el mundo, no sólo del hombre, por medio de arreglos providenciales generales, y sólo de esta manera. Adviértase entonces el sutil cambio, que introduce el argumento más profundo de todos: “vuestro Padre celestial las alimenta”.
Dios es nuestro Padre, y si nuestro Padre cuida tanto de las aves con las que tiene una relación sólo de providencia general, cuánto mayor debe ser por necesidad su cuidado por nosotros. Un padre terrenal puede ser cariñoso, por ejemplo, con los pájaros y animales; pero es inconcebible que un hombre alimentara a simples criaturas olvidándose de sus propios hijos. Si así ocurre en el caso de un padre terrenal, cuánto más cierto será en el caso de nuestro Padre celestial. Esta es la primera deducción.
Vemos el método que tiene nuestro Señor de razonar y argumentar; todas y cada una de las palabras son importantes y deben estudiarse con cuidado y detalle. Observen la sutil transición de Dios, quien cuida providencialmente de las aves del cielo, a “vuestro Padre celestial”. Y al seguir su argumentación en estos versículos veremos que es algo absolutamente básico y vital. A lo largo de la vida en este mundo advertimos y observamos estos hechos de la naturaleza, como se suele llamarlos; pero como somos cristianos, debemos mirarlos con un entendimiento más profundo y decirnos a nosotros mismo, ‘No; las cosas de la naturaleza no suceden porque sí. No existen de una manera fortuita, como nos quisieran hacer creer muchos científicos modernos. En absoluto. Dios es el Creador, y Dios es el sostenedor de todas las cosas que existen. Cuida incluso de los pájaros, y los pájaros conocen por instinto que su alimento está ahí, Dios se cuida de que esté ahí. Muy bien, pues; pero ¿qué puedo decir en cuanto a mí mismo? Ahora recuerdo que soy hijo de Dios, que Él es mi Padre celestial. Para mí, Dios no es simplemente Creador. Es el Creador, pero es más que eso; es mi Dios y padre en el Señor Jesucristo y por medio del Señor Jesucristo’. Así deberíamos razonar, según nuestro Señor; y en cuanto lo hacemos así, resultan completamente imposibles la ansiedad y preocupación. En cuanto comenzamos a aplicar estas verdades, desaparece de inmediato y por necesidad todo temor.
Esta es, pues, nuestra primera deducción de esta observación general de la naturaleza, y debemos tenerla presente. Dios es nuestro Padre celestial si somos verdaderos cristianos. Debemos añadir esto, porque todo lo que estamos diciendo se aplica sólo a los cristianos. De hecho podemos ir más allá y decir que, si bien Dios trata de una forma providencial a todo el género humano —como hemos visto en el capítulo anterior, donde dice que Dios ‘hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos’— estas otras afirmaciones específicas de nuestro Señor, aquí en este caso, se aplican sólo a los hijos de Dios, a aquellos que son hijos de su Padre celestial en nuestro Señor y Salvador Jesucristo y por medio de Él. Y sólo el cristiano sabe que Dios es su Padre. El apóstol Pablo en la Carta a los Romanos dice que nadie sino el cristiano puede decir ‘Abba, Padre’. Nadie reconocerá a Dios como su Padre, ni confiará en Él a no ser que el Espíritu Santo more en él. Pero, dice nuestro Señor, si tienen esta relación con Dios, entonces se darán cuenta de que es pecado el angustiarse y preocuparse, porque Dios es nuestro Padre celestial, y si se ocupa de las aves del cielo mucho mayor cuidado tendrá de nosotros.
La segunda deducción la plantea nuestro Señor así, “¿No valéis vosotros mucho más que ellas?”. De nuevo arguye de menor a mayor. Significa, como se dice en otro lugar, “¿No valéis vosotros mucho más que las aves?’’. Este es el argumento que se deduce de la verdadera grandeza y dignidad del hombre, en especial del hombre cristiano. En este caso, sólo podemos presentar el mecanismo del argumento. Más adelante debemos ahondar más en él, pero ahora hemos de decir que no hay nada más notable, en toda la enseñanza bíblica, que la doctrina del hombre, este énfasis en la grandeza y dignidad del hombre. Una de las objeciones definitivas contra la vida irreligiosa, pecaminosa y no cristiana, es que es ofensiva para el hombre. El mundo piensa que está engrandeciendo al hombre. Habla acerca de la grandeza humana y afirma que la Biblia y su enseñanza humillan a la naturaleza del hombre. La verdadera grandeza humana ha ido atenuándose porque incluso en su mejor formulación, resulta indigna la visión naturalista y mundana del hombre. Aquí tenemos la verdadera grandeza y dignidad: el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y por tanto, en cierto modo, igual a Dios, el Maestro y Señor de la Creación. Nuestro Señor viene de una forma humilde; pero es precisamente al mirarlo a Él que uno ve la verdadera grandeza del hombre. Aunque nació en un establo y fue colocado en un pesebre, es allí, y no en los palacios de los reyes, donde vemos la verdadera dignidad del hombre.
El mundo tiene una falsa idea de la grandeza y dignidad. Para encontrar la concepción real del hombre, se debe acudir al Salmo 8 y a otros lugares de la Biblia. Ante todo se debe mirar al Señor Jesucristo, y mirar también la descripción que hace el Nuevo Testamento del hombre ‘en Cristo’, hecho a su imagen. Entonces se verá lo pertinente que es este argumento de menor a mayor —”¿No valéis vosotros mucho más que ellas?” Pero Dios se ocupa de estas aves; tiene un valor, a sus ojos son preciosas. ¿Acaso no ha dicho que ninguna de ellas puede caer sin que lo sepa “vuestro padre celestial?” Si esto es así, entonces mirémonos a nosotros mismos para darnos cuenta de lo que somos a los ojos de Dios. Recordemos que Él nos ve como a hijos suyos en el Señor Jesucristo, y de una vez por todas dejaremos de preocuparnos y angustiarnos por estas cosas. Cuando uno se ve como hijo suyo, entonces sabe que Dios cuidará de uno sin lugar a dudas.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones