Calvino, el joven doctor en Leyes e incipiente intelectual, todavía adherido a la religión católica en la que había sido educado, encontró imposible permanecer indiferente a las crueles e inmisericordes injusticias que se estaban perpetrando, o condonando a los que tenían autoridad. (Aquí tenemos una prueba del carácter noble y misericordioso de Calvino de su mismo natural. En vez de ser un verdugo, como algunos calumniosamente le han pintado con motivo del triste incidente de Servet, fue tolerante y generoso desde su misma juventud. La única voz, que sepamos, que se levantó para condenar la crueldad e injusticia de la época fue la de Calvino; aun antes de aceptar los misericordiosos principios del Evangelio como regla de su vida.
No menos significativo es lo que hace constar el Dr. George Harkness, y cita el autor del capítulo IX de este libro: «Que Calvino nunca hizo condenar a muerte a ningún católico romano por motivo religioso. El destierro de Ginebra era el máximo castigo que se imponía a los enemigos de la Fe Evangélica.»
Esta actitud es tanto más admirable teniendo en cuenta la de las autoridades de Francia, España y otros países de Europa, en su siglo, para con los llamados herejes. Es ciertamente extraordinario que Calvino no se sintiera tentado a vengar las continuas y crueles ejecuciones que tenían lugar en Francia de correligionarios y discípulos muy amados, que destrozaban su corazón, aplicando el mismo trato a los católicos romanos que caían bajo la autoridad de los ediles de Ginebra.
Solo con gran pesar de su parte se aplicó tal rigor a una sola víctima, condenada tanto por los católicos romanos como por las iglesias reformadas. Estos innegables hechos históricos ponen la tolerancia, benignidad y clemencia del gran «Profeta de Ginebra» fuera de toda disputa.
Este comentario sobre Séneca fue una protesta diplomática por la expansión de la intolerancia. Su punto de vista, sin embargo, es completamente académico. No realiza una abierta aplicación de los principios de clemencia invocados por el filósofo estoico, a las particulares condiciones de la época. Su pertinencia es para ser inferida por sus contemporáneos. «Un rey puede ser distinguido por gracias personales, por la elegancia y el cultivo de su mente y su buena fortuna —comenta sobre el texto de Séneca—; pero todo eso perderá completamente su valor si falla en no ser grato y querido por su pueblo… Ningún poder puede permanecer largamente cuando se administra para el mal de la mayoría.» Quedó como un ensayo académico y sus implicaciones no fueron muy atendidas. No hay nada distintivamente cristiano en el trabajo. Su nobleza es la de la virtud pagana, tan admirablemente expuesta por Séneca, aunque vanamente. Mientras tanto, sin embargo, Calvino estaba en contacto diario con el devoto y bíblico celo de la residencia en donde se encontraba a la sazón.
De una fe tan vital no pudo mantenerse a distancia mucho tiempo. Todas sus futuras publicaciones fluyeron de la pluma, no del Calvino humanista, sino de Calvino el Reformador y apasionado campeón de la verdad evangélica. Esa verdad en favor de la cual estaban preparados hombres y mujeres a sufrir la pérdida de todas las cosas, incluso la propia vida.
Por el año 1534, cuando tenía veinticinco años, tuvo lugar la «súbita conversión». Esto se deduce de sus propios escritos en ese año, es decir, los Prefacios (publicados en 1535) al Antiguo y Nuevo Testamento en la traducción francesa que, con la ayuda de Calvino, había preparado su primo Roberto Olivetan, y su tratado titulado Psychopannychia, en el cual esforzadamente refuta la doctrina de ciertos anabaptistas de que entre la muerte y la Venida del Señor el alma está en un estado de sueño inconsciente, o incluso comparte la muerte del cuerpo. (Este trabajo realmente no apareció impreso hasta ocho años más tarde.) En él se nota inmediatamente que su llamamiento está dirigido a la suprema autoridad de la Sagrada Escritura como infalible Palabra de Dios, pues desde el principio emprende la tarea de probar su posición por «claros pasajes de la Escritura», para los cuales demanda que la humana sabiduría y la filosofía cedan un lugar. La sola Escritura (sola Scriptura), ese fundamental principio de la Reforma, ya ha sido captado y apropiado por Calvino. Y a él permanecerá inflexiblemente leal hasta su muerte.
No pasó mucho tiempo sin que pusiera mano al trabajo literario que produjo un incalculable servicio a la causa de Cristo, tanto en la suya como en las futuras generaciones. Esta fue la primera edición de las Instituciones de la Religión Cristiana, y fue publicada a principios de 1536. Como su comentario sobre Séneca, fue un trabajo destinado a influenciar al rey de Francia para que tratase a aquellos que profesaban la fe protestante con benevolencia y comprensión. Sin embargo, no podían ambos trabajos haber sido más desemejantes el uno del otro. El comentario fue un argumento académico solicitando clemencia mediante un antiguo moralista pagano. Las Instituciones son una declaración de aquellas doctrinas evangélicas y escriturísticas a las cuales el autor, al igual que todos aquellos que estaban sufriendo persecución y martirio, se hallaba ya definitivamente adherido. A la edad de veintisiete años Calvino es ya el maduro Reformador y el intérprete de la verdad de Cristo, mostrando en sus escritos, así como en sus predicaciones, la seguridad que tiene un hombre que conoce su verdad tan profundamente. La convicción de una persona cuyo corazón está comprometido, así como su mente. Lo incisivo de una profunda inteligencia y la concentración en un propósito esencial por parte de aquel que está librando una batalla contra un formidable enemigo.
En su prefacio dirigido al rey de Francia, Calvino explica cómo su intención original ha sido la de suministrar una especie de manual elemental de instrucción para sus compatriotas, cuya mayoría está sufriendo hambre y sed de Cristo y tan poco conocimiento tienen de Él. Pero, en vista de la creciente furia de la oposición a la doctrina Reformada, él ha concebido la esperanza de que el libro pudiese también servir como una confesión por la cual el rey supiera exactamente cuál era la doctrina que estaba atacando con tan salvaje persecución en su reino, «un sumario de la mismísima doctrina que está siendo proclamada y que es castigada con la prisión, el exilio, la confiscación y las llamas y el exterminio por tierra y por mar».
Resulta sorprendente el arrojo y la intrepidez con que Calvino se dirige a su soberano. Él es la auténtica voz del profeta, que no vacila lo más mínimo en proclamar la verdad de Dios, sin importarle la situación de aquel a quien se dirige. «No es sin justicia que solicito, señor, que deberíais emprender una completa investigación de esta causa, que hasta ahora se ha manejado de manera tan irregular, sin ninguna orden de la ley y con desatada furia más que con formalidad judicial… La causa con la cual me encuentro plenamente identificado es la causa común de todo lo divino, y en consecuencia, la mismísima causa de Jesucristo. Es vuestro deber, serenísimo Príncipe, no apartar ni vuestros oídos ni vuestra mente de una causa que tanto merece vuestra protección, especialmente cuando tan grandes cosas están en peligro, a saber: la gloria de Dios, la cual es para ser mantenida inviolada sobre la tierra; la verdad de Dios, que tiene que ser preservada en toda su dignidad, así como el Reino de Cristo, que ha de continuar firme y seguro… La principal característica de un verdadero soberano es conocer que, en la administración de su reino, él es un ministro de Dios. El que no subordina su reino a la divina gloria, no actúa en la forma de un verdadero rey, sino como un ladrón. Además, se engaña a sí mismo el que se promete una prolongada prosperidad para su reino, si no está gobernado por el cetro de Dios, esto es, por Su sagrada Palabra… Sabemos de nuestra insignificancia para persuadiros a tal investigación… Nuestra doctrina tiene que permanecer sublime por encima de toda la gloria del mundo e invencible frente a todo poder, porque no es nuestra, sino del Dios viviente y de Su Hijo Jesucristo, a quien el Padre ha nombrado Rey para que pueda gobernar de mar a mar y hasta los últimos confines de la tierra.»
Calvino procede a ofrecer una breve refutación de los cargos y las calumnias que se habían lanzado contra la fe Reformada. Al hacerlo así demuestra que los autores patrísticos, lejos de ser ajenos o de rechazar las doctrinas profesadas por los Reformadores, escriben de un modo enteramente favorable a ellas, dando así una prueba de su maestría en el campo de la teología patrística, con lo que en más de una ocasión, en el futuro, puso en desconcierto a aquellos que presumían de cruzar su espada con él en este terreno. En ese documento, e incesantemente después, da amplia evidencia del valor de esta afirmación con respecto a los Padres: «Tan lejos estamos de despreciarlos que… no tendría dificultad en confirmar por sus aprobaciones la mayor parte de las doctrinas que hoy están siendo afirmadas por nosotros.»
En la edición final de 1539, de las Instituciones, hay numerosas citas de unos cuarenta Padres de la Iglesia (para no mencionar casi la mitad de tal cifra de autores clásicos), lo que indica una gran familiaridad con los escritos patrísticos, particularmente con San Agustín, de cuyas obras Calvino tiene un amplio y certero conocimiento. Sin embargo, siempre la suprema autoridad a que Calvino se remite es la Sagrada Escritura. Si un Padre, ya sea Agustín o cualquier otro, se encontrase hablando o enseñando algo contrario a la Escritura, entonces no debe ser tenido en cuenta, de acuerdo precisamente con los expresos deseos de los mismos Padres.
Cuando estaba escribiendo el último párrafo de su Prefacio, «ya el libro había crecido hasta casi el tamaño de toda una apología». «Mi objeto, sin embargo — declara Calvino — , no ha sido elaborar una defensa completa, sino solamente llamar vuestra atención a nuestra causa y apaciguar vuestra actitud, al presente ciertamente apartada de nosotros; pero cuya buena voluntad esperamos con confianza volver a ganar, deseando que con calma y la mejor comprensión volváis a leer esta confesión nuestra, deseando que Su Majestad la acepte en lugar de una defensa.» La obra, sin embargo, fue un fracaso en cuanto a alcanzar la influencia del rey de Francia. «Si el rey lo hubiera leído — dice Beza — , mucho me equivocaría si no hubiese producido en él un gran impacto y se hubiese infligido una gran herida a la ramera babilónica; ya que tal príncipe, a diferencia de los que le sucedieron, era muy capaz de formarse una opinión, habiendo dado pruebas de no pequeño discernimiento, pues fue un hombre verdaderamente instruido y personalmente no desafecto a los Reformadores. Pero los pecados del pueblo francés, y también los del propio rey, a cuenta de los cuales la ira de Dios pendía sobre ellos, no permitieron interesarse de tal escrito, y mucho menos leerlo.»
El otro propósito de Calvino de edificar e instruir mediante este libro a aquellos que se acercaban a la luz de la fe Reformada, no sólo fue alcanzado, sino sobrepasado. El libro, más bien pequeño, que comprendía sólo seis capítulos — sobre la Ley, el Credo, la Oración del Señor, los Sacramentos, los Cinco falsos Sacramentos y, finalmente, la Libertad Cristiana, el Poder Eclesiástico y la Administración Política — , fue vendido rápidamente. La segunda edición apareció, tras una serie de demoras en la impresión, en 1539. Había crecido de tamaño hasta casi tres veces la edición original, con un total de diecisiete capítulos. El desarrollo del propio pensamiento de Calvino está reflejado en el hecho de que los dos capítulos primeros están dedicados al Conocimiento de Dios y al Conocimiento del Hombre. El conocimiento de la criatura está ligado al conocimiento de su Creador, y este conocimiento es fundamental para todos los demás conocimientos. De acuerdo con esto, forma una apropiada introducción para una gran obra de teología cristiana. En la edición de 1539 encontramos la famosa sentencia inicial, que fue impresa en todas las siguientes ediciones: «Casi la totalidad de la suma de nuestra sabiduría que debe ser considerada como verdadera y sólida sabiduría consiste en dos partes: el conocimiento de Dios y el de nosotros mismos.»
En la Epístola al Lector, Calvino declara que su objeto fue «preparar y entrenar candidatos en sagrada teología por la lectura de la Divina Palabra, de tal forma que pudiesen tener una fácil introducción a la misma y proseguir luego en ella con paso inalterable».
En 1541 se publicó una traducción francesa de las Instituciones. Calvino, que hasta entonces se había mostrado como un verdadero maestro del latín, en el estilo de su prosa, y que en pureza y vigor podría compararse con el mejor de los autores clásicos, con la aparición de su versión francesa sienta plaza, no solamente como un escritor capaz de manejar su lengua nativa con consumada destreza, sino como un gran creador de la antigua tradición literaria francesa. Tanto si escribe en latín como en francés, Calvino no es un mero estilista; su prosa está libre por completo de artificio, no es un argumento para deslumbrar, sino siempre un vehículo de la verdad. En cada página, la fuerza y la nobleza del estilo tiene una fiel proyección de la fuerza y la nobleza del propio carácter personal de su autor. La dignidad, la sinceridad y la completa sencillez de propósito son los contrastes del hombre y de sus escritos.
El Reformador continuó trabajando en las Instituciones, revisando y añadiendo al texto conforme pasaban los años. Aparecieron nuevas ediciones en latín en 1543 (entonces con 21 capítulos), en 1545, 1550, 1553 y 1554, y más tarde versiones francesas en 1545 y 1551. Para la edición de 1543 hizo constar, y por tanto lo aplicó a sí mismo, el dicho de San Agustín: «Admito que pertenezco al número de los que escriben por mejorar y escribiendo mejoran.» La totalidad del proceso fue coronado con la impresión de la edición final en latín en el año 1559. La obra es entonces cinco veces mayor que en su origen. En su Epístola al Lector, Calvino añade un apéndice en latín explicando que el celo por la instrucción de aquellos que él ha intentado defender en un pequeño volumen, ha causado el que éste haya crecido hasta ser un gran libro. Explica cómo en cada sucesiva edición de la obra ha buscado aportar alguna mejora; pero que siempre ha estado insatisfecho hasta llegar a la edición final. Menciona, como una evidencia del esmero con que ha preparado esta revisión final, que el invierno anterior, cuando creía morir de unas fiebres cuartanas, cuanto más se agravaba su enfermedad menos reparaba en sí mismo, con objeto de dejar el trabajo completo por si era llamado por Dios fuera de esta vida terrena, a cuya llamada siempre estuvo dispuesto. Y añade que su solo deseo estriba en que pudiese ser de algún provecho para la Iglesia de Dios, sobre todo de entonces en adelante.
Su deseo iba a serle concedido multiplicado mil veces. Durante los años que siguieron, este magnífico monumento de devoción y trabajo, la más estupenda Suma de teología cristiana que jamás se haya escrito, ha sido un medio de bendición para cada generación siguiente de la Iglesia, y la esfera de su influencia ha estado constantemente acrecentada conforme ha ido siendo traducida en muchas lenguas diferentes y ha sido estudiada con gratitud en todos los rincones de la tierra. Los siglos que han pasado no han disminuido el valor ni abatido la frescura y la fuerza de esta obra maestra, escrita no para el aplauso de los hombres, sino sólo para la gloria de Dios. Ningún lector de las Instituciones, que es también un amante de la verdad de la Escritura, puede dejar de sentir el eco de su corazón a la exclamación del «Laus Deo!» que Calvino añadió al terminar el último párrafo de la obra.
La obra está dividida por Calvino en cuatro libros separados, que a su vez están subdivididos en un total de ochenta capítulos. El primer libro se titula «Del conocimiento de Dios Creador»; el segundo, «Del conocimiento del Dios Redentor, en Cristo, que fue manifestado primero a los Padres bajo la Ley y a nosotros, después, en el Evangelio»; el tercero, «El medio de obtener la gracia de Cristo: qué beneficios fluyen de ella para nosotros y qué efectos siguen»; y el cuarto, «De los medios externos o auxilios por los cuales Dios nos invita a la unión con Cristo y nos mantiene en ella».
En otras palabras, queda cubierto la totalidad del campo teológico y bíblico, comenzando por la doctrina de la Creación por el único Dios y sus implicaciones, la autoridad de la Escritura, la Divina Trinidad, la divina providencia y soberanía en los asuntos del género humano. Procede después con lo relativo al pecado, la caída, la servidumbre de la voluntad, la exposición de la ley moral, la comparación del Antiguo y el Nuevo Testamento y la persona y la obra de Cristo como Mediador y Redentor. Sigue luego con una consideración de la obra del Espíritu Santo en la regeneración, la vida del hombre cristiano, la justificación por la fe, la reconciliación, las promesas de la Ley y el Evangelio, la libertad cristiana, la oración, la elección eterna y la escatología. Finalmente trata la doctrina de la iglesia y su ministerio, su autoridad, su disciplina, los sacramentos y el poder del Estado.
Extracto del libro: Calvino, profeta contemporáneo. Artículo sobre «la pluma de Calvino» de PHILIP EDGCUMBE HUGHES