En BOLETÍN SEMANAL

Los enemigos de las doctrinas de la gracia alegan para derribarlas que las promesas en las cuales parece que Dios hace un pacto con nosotros, como son: «Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis» (Am. 5:14). Y: «Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho» (Is. 1:19-20). «Si quitares de delante de mí tus abominaciones» no serás rechazado (Jer. 4:1). «Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra» (Dt. 28:1) y otras semejantes, dan la opción de que la salvación está en nuestra mano.

Piensan ellos que Dios se burlaría de nosotros dejando estas cosas a nuestra voluntad, si no estuviese en nuestra mano y voluntad hacerlas o dejarlas de hacer. Ciertamente que esta razón parece tener mucha fuerza, y que hombres elocuentes podrían ampliarla con muchos reparos. Porque, podrían argüir, que sería gran crueldad por parte de Dios que nos diese a entender que solamente nosotros tenemos la culpa de no estar en su gracia y así recibir de Él todos los bienes, si nuestra voluntad no fuese libre y dueña de sí misma; que sería ridícula la liberalidad de Dios, si de tal manera nos ofreciese sus beneficios, que no pudiéramos disfrutar de ellos; e igualmente en cuanto a sus promesas, si para tener efecto, las hace depender de una cosa imposible.

En otro lugar hablaremos de las promesas que llevan consigo alguna condición, para que claramente se vea que, aunque la condición sea imposible de cumplir, sin embargo, no hay absurdo alguno en ellas.

En cuanto a lo que al tratado presente toca, niego que el Señor sea cruel o inhumano con nosotros, cuando nos exhorta y convida a merecer sus beneficios y mercedes, sabiendo que somos del todo impotentes para ello. Porque, como las promesas son ofrecidas tanto a los fieles como a los impíos, cumplen con su deber respecto a ambos. Pues así como el Señor con sus mandamientos aguijonea la conciencia de los impíos para que no se duerman en el deleite de sus pecados, olvidándose de sus juicios, igualmente con sus promesas, en cierta manera les hace ver con toda certeza cuán indignos son de su benignidad. Porque, ¿quién negará que es muy justo y conveniente que el Señor haga bien a los que le honran, y que castigue con severidad a los que le menosprecian? Por tanto, el Señor procede justa y ordenadamente, cuando a los impíos, que permanecen cautivos bajo el yugo del pecado, les pone como condición, que si se retiran de su mala vida, entonces Él les enviará toda clase de bienes; y ello aunque no sea más que para que entiendan que con justas razones son excluidos de los beneficios que se deben a los que verdaderamente honran a Dios.

Por otra parte, como Él procura por todos los medios inducir a los fieles a que imploren su gracia, no será extraño que procure conseguir en ellos tanto provecho con sus promesas, como lo hace, según hemos visto, con sus mandamientos. Cuando en sus mandamientos nos enseña cuál es su voluntad, nos avisa de nuestra miseria, dándonos a entender cuán opuestos somos a su voluntad; y a la vez somos inducidos a invocar su Espíritu, para que nos guíe por el camino recto. Pero, como nuestra pereza no se despierta lo bastante con los mandamientos, añade Él sus promesas, las cuales nos atraen con una especie de dulzura a que amemos lo que nos manda. Y cuanto más amamos la justicia, con tanto mayor fervor buscamos la gracia de Dios. He aquí como con estas amonestaciones: si quisiereis, si oyereis…. Dios no nos da la libre facultad ni de querer, ni de oír, y sin embargo no se burla de nuestra impotencia; porque de esta manera hace gran beneficio a los suyos, y también que los impíos sean mucho más dignos de condenación.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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