Además de la limitación en el tiempo, el imperio satánico está también limitado en cuanto al lugar. El diablo gobierna únicamente en “este mundo”. No puede ascender a los cielos, aunque llame a filas a todas sus huestes malignas. El rebelde que antes compartía íntimamente la gloria de Dios, ni siquiera se ha atrevido a mirar a aquel lugar santo desde que fue expulsado; por eso vaga de un lado a otro aquí abajo, excomulgado de la presencia de Dios, aunque no de los cristianos que van camino al Cielo.
Si quieres, puedes tomar este hecho como fuente de gran gozo: ¡Satanás no tiene poder alguno sobre tu felicidad eterna! ¿Qué tienes de valor que no esté en el Cielo? Cristo está allí y, si le amas, tu corazón también se encuentra allí. Tus amigos y seres amados, muertos en Cristo, están allí y anhelan tu llegada. Todo tu servicio para el Señor se halla almacenado como un tesoro dentro de los muros de la ciudad santa.
Tu salvación te da derecho al Reino de Dios y te pone fuera del alcance de ese depredador, si te apropias el poder de Cristo. Tal fue el caso de Job. El diablo lo saqueó hasta dejarlo en la piel y por poco no se la quita también. Reducido a huesos y llagas, Job miró a la muerte y al diablo de frente sin titubear: sabía que Cristo era su Redentor, y se aferró a la promesa de un día mejor en el que estaría para siempre fuera del alcance del enemigo.
Aun mientras estás limitado a esta tierra, puedes confiar en que tu Padre vela sobre ti. El diablo le robó el dinero a Job y lo dejó temporalmente arruinado, pero Job tenía un Dios en el Cielo que finalmente restauró su fortuna. Como cristiano, cuentas con algunas seguridades colaterales: tu capital de fe y tu escritura de herencia como ciudadano del Cielo. Estas cosas suponen una gran seguridad tanto para ahora como para el futuro. Satanás lo sabe, y hará todo lo posible por arrebatártelas. Pero por mucho que se esfuerce, no logrará borrar tu nombre del Libro de la Vida. No puede anular tu fe, ni tu relación con Dios, ni secar el manantial de tu consuelo, aunque temporalmente pueda obstruirlo. No le es dado impedir el final glorioso de toda tu guerra contra el pecado. Dios, de quien se dice que nos guarda con su poder “mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 P. 1:5), guarda todo esto en el Cielo entre las joyas de su corona, fuera del alcance de Satanás.
El imperio satánico también está restringido en cuanto a sus súbditos. El principado diabólico no solo se halla limitado en lugar y tiempo, sino también por aquellos a quienes se le permite gobernar. Se los describe como “las tinieblas de este siglo”; o más sencillamente, como aquellos que están en tinieblas.
La palabra tinieblas a veces se emplea en la Escritura para expresar la condición de alguien gravemente afligido (Is.
50:10); otras veces para describir la naturaleza de todo pecado (Ef. 5:11); y en ocasiones para referirse al pecado de la ignorancia en particular. Se compara a menudo con la noche o la ceguera física. Para iluminar este pasaje específico, utilizaré las dos siguientes interpretaciones:
1) las tinieblas como el pecado en general; y
2) las tinieblas como la oscuridad de la ignorancia en particular.
Nótese esta distinción antes de empezar: el diablo gobierna a aquellos que están en un estado de pecado e ignorancia, no a los que a veces pecan o son ignorantes. De otro modo se apoderaría de los cristianos tanto como de pecadores no regenerados. Veamos el primer punto:
- ¿Por qué se describe el pecado como tinieblas?
Una y otra vez en la Palabra el pecado se identifica con las tinieblas. Hay varias razones para ello:
a. Las tinieblas espirituales causan el pecado. La causa externa del pecado es Satanás, su gran promotor; la causa interna es la oscuridad natural del alma humana: la desgraciada consecuencia de la caída de Adán. Cuando el Espíritu ilumina el alma, se revela la naturaleza mortal del pecado y los hombres se refugian en Dios. Pero si el alma queda en tinieblas o se esconde de la verdad, el pecado se disfraza y es aceptado.
b. El pecado causa la ceguera espiritual. Aunque la oscuridad del corazón nos lleva primeramente al pecado, es el pecado lo que nos lleva a una mayor profundidad de tinieblas. El pecado actúa como una droga sobre la conciencia, de forma que lo que antes era repugnante se vuelve agradable y placentero. Puede que hayas conocido a alguno que mostraba un disgusto santo por el pecado de los demás, pero una vez probada la misma copa, ya no veía mal alguno para rechazarlo.
El pecado no solo produce tinieblas en el alma por su propia naturaleza, sino que a veces actúa como emisario enviado de Dios. Dios ha avisado acerca de las graves consecuencias de rebelarse contra la luz que Él ofrece. Su Espíritu entra en la mazmorra negra de tu alma no regenerada con el foco de la verdad. Si te niegas a responder, huyendo por la puerta de atrás hacia Satanás, Dios ha decretado que mueras “sin sabiduría” (Job 36:12); esto es, en tinieblas. Cada vez que le das la espalda a Dios coqueteas con la condenación eterna. ¿Por qué iba Dios a dejar que su vela ardiera continuamente para nada? Lee el edicto publicado en su Palabra: “No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre” (Gn. 6:3).
c. El pecado huye de la luz. Para un pecador, la luz de la verdad quema más que el sol del desierto al mediodía (Jn. 3:19); por tanto, huye del lugar donde esta brilla, y cuando se expone a ella, no ahorra en gastos para buscar alivio. Satanás siempre está a su lado, listo para ayudarle a buscar la forma de esconderse de sus rayos penetrantes.
¿Oye la verdad en un sermón poderoso? Satanás se sienta junto a él en el banco y le susurra alguna tontería para distraerle. Puede preguntarle qué planes tiene para la cena, o para el día de mañana. Si el sermón quema demasiado, el diablo adormece sus sentidos y le hace dormitar hasta el final del culto. Supongamos que la conciencia del hombre se está acercando a la verdad; entonces Satanás puede enviarlo a escuchar a un predicador frío, cuyas palabras necias le hagan cosquillas en la mente en lugar de aguijonearle la conciencia. Puede ser que dicho predicador predique la Palabra, pero lo hace con cortapisas: es demasiado cobarde para utilizar la Espada del Espíritu con toda su fuerza y poder, por miedo a “ofender” a alguno de la congregación. Muchos que se atreven a manejar la verdad y hasta a admirarla mientras esté envainada, se desmayarían viéndola desenvainada y desnuda.
d. Tanto el pecado como las tinieblas causan malestar. ¿Qué iban a hacer los egipcios bajo la plaga de las tinieblas sino esperar a que pasara? Un hombre en pecado está bajo la misma plaga: no puede hacer nada de provecho hasta que Dios levante las tinieblas de su alma. El epitafio de todo pecador impenitente bien podría decir: “Aquí yace uno que nunca hizo ni una hora de trabajo para Dios”.
Si no puede servir a Dios en las tinieblas, tampoco puede ayudarse a sí mismo en esa situación. ¡Lástima del hombre cuyas tinieblas ocultan el mal servicio que presta a su propia alma! Es como quien está desamparado en un sótano oscuro, creyéndose atrapado y condenado a morir. Pero si se encendiera una vela, encontraría la llave de la puerta junto a su mano. Cristo es la vela que alumbra al hombre para que salga de las tinieblas. Él está con los brazos abiertos, ofreciendo la libertad. Nada más que la oración de arrepentimiento se interpone entre el pecador y su salvación; pero las tinieblas de su alma lo mantienen prisionero en la cárcel de Satanás.
Esto nos lleva a otra gran causa de aflicción: las tinieblas llenan el corazón de terror. Los malvados no tienen paz. Aun mientras duermen, su conciencia solo descansa a ratos. Comen y beben con miedo, se alegran con miedo. No tienen ni un placer en esta vida que no se halle contaminado por esta plaga.
f. El pecado da lugar a la oscuridad total. En esta tierra hay una cierta mezcla de tinieblas y luz, hasta para el pecador más vil: algo de paz con tribulación, algún placer con dolor, alguna esperanza de perdón… Pero en la eternidad existe una oscuridad completa. Allí el fuego de la ira arderá sin cesar, y el pecado mantendrá el paso con el tormento total.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall