En ARTÍCULOS

Vamos a enumerar algunos de estos compañeros…

1. La integridad predispone al alma

Un corazón perfecto y una mente dispuesta son cosas que van unidas. David aconsejó a su hijo Salomón: “Reconoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto y con ánimo voluntario” (1 Cr. 28:9). Un corazón falso aplaza la acción cuanto puede y merece poco aprecio por el trabajo hecho bajo la vara de corrección. Pero el alma íntegra está dispuesta a asumir la responsabilidad. Aunque le falte habilidad y fuerza, siempre estará dispuesta. Esta disposición es como el halcón posado sobre la mano del hombre: en cuanto ve la presa se lanza, y volaría de inmediato a no ser por la pihuela que le sujeta.

“Los levitas fueron más rectos de corazón para santificarse que los sacerdotes” (2 Cr. 29:34). ¿Por qué? Estaban más dispuestos a trabajar. Tan pronto el rey pronunció algo en cuanto a la reforma, los levitas se levantaron para purificarse (v. 15).

Pero una reforma es como andar por un sendero helado donde un cobarde prefiere que otros pasen primero antes de aventurarse. La integridad está hecha de un metal más noble. Es como un verdadero peregrino: ningún mal tiempo le estorba después de que decide emprender el viaje. El hombre recto no busca excusas ni permite que cunda el desánimo, sino que recibe órdenes de la Palabra de Dios. Una vez que las tiene, nada le vuelve atrás excepto un mandamiento contrario del mismo Dios. Su corazón se une a la voluntad divina. Cuando el Padre dice: “Buscad mi rostro”; el corazón responde: “Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Sal. 27:8).

Hasta cuando nuestros mejores esfuerzos terminan en fracaso, Dios considera la buena disposición como un éxito. Si un padre le pide a su hijo pequeño que le traiga algo, el niño obediente no se queja por la dureza del mandato, sino que corre a cumplirlo. Aun si emplea todas sus fuerzas pero fracasa en su sencilla misión, su disposición conmueve al padre para ayudarlo. Así Cristo cubre los errores de sus discípulos con este manto: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26:41). Esta obediencia candorosa, como miel que mana del panal, no hay que sacarla a la fuerza; y aunque haya poca, para Dios es dulce.

2. La integridad abre el alma libremente a Dios

El íntegro no intenta esconderle a Dios sus debilidades. Aunque pudiera, no lo haría, porque Dios descubre aquello que el alma esconde: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados” (1 Jn. 1:9).

En cierta ocasión, Augusto prometió pagar una gran suma al que le llevara la cabeza de un famoso pirata. Cuando el mismo pirata, al enterarse de la oferta, acudió en persona para tenderse a los pies de Augusto, no solo fue perdonado por sus ofensas pasadas sino premiado por su confianza en la misericordia del emperador. Dios es así: aunque demuestre su ardiente ira contra el pecado y la injusticia, no castigará a aquel que acude humilde y libremente para glorificar su misericordia.

A diferencia del alma íntegra, el hipócrita esconde su pecado como Acán escondió el oro; incuba su lujuria como Raquel que se sentó sobre los ídolos de su padre. Es tan difícil sacar a un ave de su nido como persuadir a un hipócrita para que descubra sus deseos y los confiese abiertamente a Dios. Cuando un siervo normal rompe una vasija, la esconde pronto de su amo, y tira los trozos con la idea de que no se encuentren nunca. Igualmente, una persona engañada siente alivio por haber resuelto bien el problema escondiendo el pecado de la vista de Dios.

No es la traición misma lo que molesta al hipócrita, sino el conocimiento público de ella. Aunque resulta tan imposible cegar el ojo del Omnipotente como evitar que el sol brille tapándolo con la mano, esto es lo que intenta el hipócrita. Pero Dios nos advierte contra tal estupidez: “¡Ay de los que se esconden de Jehová, encubriendo el consejo!” (Is. 29:15).

Llegará un momento, llamado “el tiempo [en que] la hallarán” (Jer. 2:24), cuando el clamor de Dios se apoderará del pecado, sus terrores saquearán la conciencia y revelarán aquello que tan enérgicamente se ha negado, obligando a los pecadores a confrontar su engaño al evadir la responsabilidad por su pecado. Dios nunca deja de desenmascarar a los disfrazados que hacen su juego con reglas que ellos mismos inventaron. Pero la integridad fija mejor rumbo. Un niño obediente no quiere esperar a que otro cuente a su padre sus errores; acude de voluntad propia y descarga su corazón dolido con una confesión plena y libre. Su sencillez no busca excusas, sino que otorga su importancia cabal a cada parte y cada agravante de su pecado, de forma que si el diablo mismo viniera para recoger los restos, apenas encontraría un vestigio de tinieblas para formar sus acusaciones.

La persona íntegra confiesa su pecado con tanta pena que Dios, al ver a su amado hijo en peligro de caer en el desaliento, lo consuela en lugar de reñirle.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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