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«Procurad, pues, los dones mejores. Mas yo os muestro un camino aun más excelente.» —1 Cor. 12:31.

Los dones espirituales son el medio y el poder divinamente ordenados a través de los cuales el Rey faculta a Su Iglesia para realizar Su tarea sobre esta tierra.

La Iglesia tiene un llamamiento en el mundo. Está siendo atacada violentamente no sólo por los poderes de este mundo, sino más aún por los poderes invisibles de Satanás. No hay descanso permitido. Negándose a admitir la victoria de Cristo, Satanás cree que en el poco tiempo que le queda aún puede obtener victorias. De ahí su incansable rabia y furia, sus incesantes ataques sobre las ordenanzas de la Iglesia, su constante afán para dividirla y corromperla y sus intentos repetidos para negar la autoridad y el señorío de Cristo sobre Su Iglesia. Aunque jamás tendrá éxito, sí que logra su cometido hasta cierto punto. La historia de la Iglesia en todos los países es prueba de ello; demuestra que un estado satisfactorio de la Iglesia es altamente excepcional y de corta duración, …

Y aun así, en medio de esta batalla, la iglesia tiene un llamamiento que cumplir, una tarea designada la cual debe llevar a cabo. A veces podría consistir en ser cribada como el trigo, como en el caso de Job, para mostrar que, gracias a la virtud de la oración de Cristo, la fe no puede ser destruida. Pero cualquiera que fuese la forma de la tarea, la Iglesia siempre necesita poder espiritual para realizarla; un poder que no está en sí misma, sino que debe ser provisto por el Rey. Todo medio provisto por el Rey para realizar Su obra es un don de gracia. De ahí la conexión interna entre obra, oficio y don.

De ahí que San Pablo dice: “Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho.” (1 Cor. 12:7) o sea, para el bien común (ðñïò ro avpotpov)

Y, nuevamente de forma más clara aún: «Así también vosotros; puesto que anheláis dones espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la iglesia.» (1 Cor. 14:12). De ahí la petición, «Venga tu reino,» la cual el Catecismo de Heidelberg interpreta como: «Reina de tal modo sobre nosotros por tu Palabra y Espíritu, que nos sometamos cada vez más y más a ti. Conserva y aumenta tu Iglesia. Destruye las obras del diablo y todo poder que se levante contra ti, lo mismo que todos los consejos que se tomen contra tu Palabra, hasta que la plenitud de tu reino venga, cuando Tú serás todo en todos.»

Está mal, por lo tanto, el estimar en demasía y por sí solas las vidas de creyentes de forma individual, separándolas de la vida de la Iglesia. Ellas existen sólo en conexión con el cuerpo y de esa forma se convierten en participantes de los dones espirituales. El Catecismo de Heidelberg confiesa, en este sentido, la comunión de los santos: “Primero, que todos los fieles en general y cada uno en particular, como miembros del Señor Jesucristo, tienen la comunión de Él y de todos sus bienes y dones. Segundo, que cada uno debe sentirse obligado a emplear con amor y gozo los dones que ha recibido, utilizándolos en beneficio de otros y para la salvación de los demás.» La parábola de los talentos apunta a lo mismo; ya que el siervo que con su talento fracasa en servir a los demás, recibe un juicio terrible. Aun el don oculto debe ser estimulado, como dice San Pablo; no para jactarse de él o alimentar nuestro orgullo, sino porque es del Señor y es dado a la Iglesia.

Cuando San Juan escribe, “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas.» (1 Juan 2:20), y «no tenéis necesidad de que nadie os enseñe» (1 Juan 2:27), no quiere decir que cada creyente de forma individual posea la unción completa y por lo tanto conozca todas las cosas. Porque si esto fuera cierto, ¿quién no renunciaría a la esperanza de salvación, ni se atrevería a decir: “Yo tengo la fe”? Es más, ¿cómo podría la afirmación, “no tenéis necesidad de que nadie os enseñe,” ser reconciliada con el testimonio del mismo apóstol, de que el Espíritu Santo capacita a los maestros designados por Jesús mismo? No el creyente a título personal, sino toda la Iglesia como cuerpo es la que posee la unción completa del Espíritu Santo y conoce todas las cosas. La Iglesia como cuerpo no necesita que alguien de afuera venga a enseñarle; ya que posee todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento, estando unida con la Cabeza, Cristo, quien es el reflejo de la gloria de Dios, en quien habita toda sabiduría.

Y esto no es aplicable sólo a la Iglesia de un período específico, sino a la de toda la historia. La Iglesia de hoy es la misma que la del tiempo de los apóstoles. La vida de aquel tiempo es la vida que la inspira hoy. Las ganancias obtenidas hace dos siglos pertenecen a su tesorería, al igual que las recibidas hoy. El pasado es su capital. La maravillosa y gloriosa revelación recibida por la Iglesia del primer siglo fue dada, a través de ella, para la Iglesia de toda la historia y sigue siendo eficaz. Y toda la fortaleza espiritual y el entendimiento, la gracia interior, la conciencia más clara, recibidas a lo largo de la historia, no están perdidas, sino que forman un tesoro acumulado que sigue creciendo aún,  gracias a las siempre renovadas adiciones de dones espirituales.

Quien reconoce y acepta este hecho se ve enriquecido y ciertamente bendecido. Porque esta visión apostólica del tema nos hace estar agradecidos por los dones de nuestros hermanos, que bajo otras circunstancias podríamos envidiar; en la medida en la cual esos dones no nos empobrezcan sino que nos enriquezcan. En una ciudad puede haber doce ministros de la Palabra, todos dotados en distintos sentidos. Según el hombre natural, cada uno tendrá envidia de los dones de su hermano y temerá que sus dones superen a los suyos. Pero no es así entre los siervos del Señor mismo. Ellos saben que juntos sirven a un mismo Señor y un rebaño, y bendicen a Dios por darles en conjunto lo que el liderazgo y la alimentación del pueblo requieren. En un ejército, el artillero no tiene envidia del soldado de caballería, ya que sabe que este último está para su protección en la hora del peligro.

Más aún, este punto de vista apostólico excluye el aislamiento; ya que crea el deseo de hermandad con hermanos distantes, aun cuando anden en caminos más o menos distintos. Bíblicamente, es imposible limitar la Iglesia de Cristo a una pequeña comunidad propia. Está en todos lados, en todas partes del mundo; y sea cual sea su forma externa, frecuentemente cambiante, muchas veces impura, aun así los dones, dondequiera que sean recibidos, aumentan nuestras riquezas.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper  

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