En ARTÍCULOS

 “Para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciera, no por las obras sino por el que llama.”—Rom. 9:11.

La cuestión es, si los elegidos cooperan en el llamado a la salvación o no.

Nosotros decimos, Sí; ya que el llamado no es llamado, en el sentido más completo de la palabra, a menos que la persona llamada pueda escuchar y escuchar tan claramente que lo impresione, lo motive a levantarse y lo lleve a obedecer a Dios. Por esta razón nuestros padres, en pos de la claridad, solían distinguir entre el llamado común y el llamado efectivo.

El llamado de Dios no va dirigido sólo a los elegidos. El Señor Jesús dijo: “Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.” (Mat. 22:14) Y la realidad nos muestra que grandes cantidades de hombres mueren sin convertirse, a pesar de ser llamados a través del llamado común externo.

Tampoco este llamado externo debe ser menospreciado o considerado como poco importante; ya que a través de él, el juicio de muchos será más duro aun en el día del juicio:

Mat 11:21 ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza.
Mat 11:22 Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras.

“Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepare ni haga conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes.” (Lucas 12:47)

Además, el efecto de este llamado externo a veces cala más hondo de lo que se supone generalmente y trae a alguien a veces al punto mismo de la conversión real.

Las personas que no han sido regeneradas no son tan insensibles a la verdad como para nunca ser tocadas por ella. La palabra crucial de Hebreos 6 respecto a los aparentemente convertidos que incluso han gustado del don celestial, prueban lo contrario. San Pedro habla de la puerca lavada que luego vuelve a revolcarse en el cieno. Uno puede ser persuadido a ser casi un cristiano. Si no fuera porque no pudo vender sus bienes, el joven rico hubiese sido ganado para Cristo. Por lo cual el efecto del llamado común en ningún caso es tan débil como se cree comúnmente. En la parábola del sembrador, sólo la cuarta parte de los oyentes pertenece a los elegidos, ya que sólo ellos dan fruto. Aun así, hay en dos de las otras clases una considerable cantidad de crecimiento. Una de ellas incluso produce un gran tallo; sólo que no hay fruto.

Y por esta razón las personas que caminan junto con el pueblo de Dios deberían examinar seriamente sus propios corazones, para ver si el seguimiento de la Palabra es el resultado de tener la semilla sembrada en “buena tierra”. ¡Hay tanto de iluminación y aun de deleite! Y sólo para ser ahogado, porque no contienen el origen genuino de la vida.

A todas estar personas no-regeneradas les falta la gracia salvadora. Escuchan sólo con un entendimiento carnal. Ellos reciben la Palabra pero sólo en los prados de su imaginación no santificada. La dejan obrar sobre su conciencia natural. Sólo actúa sobre las olas de sus emociones naturales. Así, pueden ser movidos incluso a las lágrimas y aman apasionadamente aquello que les afecta de esa forma. Sí, muchas veces hacen muchas buenas obras que son verdaderamente dignas de alabanza; incluso pueden darle sus bienes a los pobres y sus cuerpos para ser quemados. Así, su salvación es considerada por los demás y por ellos mismos como un hecho. Pero el santo apóstol destruye su esperanza por completo cuando dice: “Aunque hablaran en lenguas humanas y angélicas, aunque entendieran todos los misterios, aunque repartieran todos sus bienes para dar de comer a los pobres y aunque entregaran su cuerpo para ser quemado y no tienen amor, de nada les sirve.”

Por lo tanto para ser hijo de Dios y no un metal que resuena, no se requiere un profundo entendimiento de los misterios divinos, ni una imaginación emocionada, ni una conciencia cargada, ni olas de sentimientos, ya que todas estas cosas pueden ser experimentadas sin una real gracia del Pacto; pero lo que sí se necesita es un verdadero y profundo amor por Dios operando en el corazón, iluminando y vivificando todas estas cosas.

El pecado de Adán consistió en esto, que expulsó todo el amor de Dios de su corazón. La consecuencia es que ahora es imposible ser neutral o indiferente frente a Dios. Cuando Adán dejó de amar a Dios, comenzó a odiarlo. Y este odio hacia Dios es el que ahora existe en lo profundo del corazón de todo hijo de Adán. Por lo tanto, la conversión significa esto, que un hombre se deshace de ese odio y recibe amor en su lugar. El que desde el corazón dice, “Yo amo al Señor;” ese es el que está bien con Dios. ¡Qué más podría desear!

Pero mientras no haya amor por Dios, no hay nada. Porque una mera voluntad por hacer algo para Dios, aun el soportar grandes sacrificios y el ser muy piadoso y benevolente, a menos que nazca del motivo correcto, no es nada más que un desprecio hacia Dios. No importa cuan hermosa sea la fachada, todas esas aparentes buenas obras están corrompidas internamente, infectadas por el pecado y podridas. Sólo el amor a Dios imparte el verdadero sabor al sacrificio. Por lo cual el santo apóstol declara tan severa y abruptamente: “Aunque entregues tu cuerpo para ser quemado, si no tienes amor, de nada te sirve.” Amor a Dios.

El realizar buenas obras para ser salvo, o el hacer de la propia piedad algo sobre lo cual enorgullecerse o vanagloriarse, es seguir haciendo crecer la antigua raíz del pecado y en el mejor los casos una mera apariencia del amor. El verdadero amor por Dios es estar constreñido por ese amor para ceder el ego personal con todo lo que es y con todo lo que contiene, y dejar que Dios sea Dios nuevamente. Y el llamado común, general y externo jamás tiene tal efecto; es incapaz de producirlo.

De ahí el resumen de los X mandamientos:

Mar. 12:30  Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento.

Es el fruto de esta obediencia lo que se espera de aquellos que tienen la fe verdadera.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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