En BOLETÍN SEMANAL

Si hablarnos de sus milagros, clara y evidentemente ha manifestado su divinidad en ellos. Y aunque admito que los profetas y los apóstoles los han obrado también, sin embargo, existe una gran diferencia, ya que ellos solamente han sido ministros de los dones de Dios, pero Jesucristo los hizo con su propia virtud. Es cierto que algunas veces oró para atribuir la gloria al Padre (Jn. 11:41); pero la mayoría de las veces demostró esa autoridad por sí mismo. ¿Y cómo no iba a ser verdadero autor de milagros el que por su propia autoridad da a otros el poder de hacerlos? Porque el evangelista cuenta que Él dio a los apóstoles el poder de resucitar a los muertos, de curar a los leprosos, de echar a los demonios, etc. (Mt. 10, 8). Y los apóstoles han usado ese poder de tal manera que claramente mostraron que no tenían la virtud de hacer milagros sino por Jesucristo: «En el Nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda» (Hch. 3,6). No hay, pues, por qué maravillarse, si Jesucristo, para mostrar la incredulidad de los judíos les ha echado en cara los milagros que hizo entre ellos (Jn. 5:36; 14:11), pues habiéndolos obrado por su virtud, daban testimonio más que suficiente de su divinidad. Y además de esto, si fuera de Dios no hay salvación alguna, ni justicia, ni vida, y Cristo encierra en sí todas estas cosas, es evidente que es Dios. Y no hay razón para que alguno argumente diciendo que todo esto se lo concedió Dios, pues no se dice que recibió el don de la salvación, sino que Él mismo es la salvación. Y aunque ninguno es bueno, sino sólo Dios (Mt. 19:17), ¿cómo podría ser un hombre así de puro, no digo bueno y justo, sino la misma bondad y justicia? ¿Y qué diremos a lo que el evangelista dice: que desde el principio del mundo la vida estaba en Él, y que Él siendo la vida era también la luz de los hombres? (Jn. 1:4).

Cristo exige nuestra fe y nuestra esperanza. Por tanto, teniendo nosotros tales experiencias de su Majestad divina, nos atrevemos a poner nuestra fe y esperanza en Él, no obstante debemos saber que es una horrible blasfemia el que alguien ponga su confianza en criatura alguna. Él dice: «Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn. 14:l). Y así expone san Pablo dos textos de Isaías: «Todo aquél que en Él creyere, no será avergonzado» (ls. 28:16; Rom. 10:1l). Y: «Estará la raíz de Isaí, y el que se levantará a regir los gentiles; los gentiles esperarán en Él» (ls. 11:10; Rom. 15:12). ¿Mas a qué citar más testimonios, cuando tantas veces se dice en la Escritura: «El que cree en mí tiene vida eterna»? (Jn. 6:47).

El homenaje de la oración le es debido. Además de esto, también le pertenece a Cristo la invocación, que proviene de la fe; lo cual, sin embargo, pertenece solamente a la majestad divina, si hay algo que le convenga con plena propiedad. Porque dice el profeta: -Y todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo» (Joel 2:32). Y asímismo Salomón dice: «Torre fuerte es el Nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado’ (Prov. 18:10).

Ahora bien, el Nombre de Cristo es invocado para la salvación, de lo que se deduce que Él mismo es Dios. Ejemplo de que Cristo ha de ser invocado lo tenemos en Esteban, que dice: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch.7:59); y después en toda la Iglesia cristiana, según lo atestigua Ananías en el mismo libro: «Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos» (Hch. 9:13). Y para que se entienda más claramente que toda la plenitud de la divinidad habita corporalmente en Cristo (Col. 2:9), el Apóstol afirma que él no quiso saber entre los corintios otra doctrina sino conocer a Cristo, y que no predicó otra cosa alguna sino a Cristo solo (1 Cor. 2:2).

¿Qué es tan grande para no predicar otra cosa a los fieles sino a Jesucristo, a los cuales les prohibe que se glorien en otro nombre que el Suyo? ¿Quién se atreverá a decir que Cristo es una mera criatura, cuando su conocimiento es nuestra única gloria?

Tampoco carece de importancia que el apóstol san Pablo, en los saludos que acostumbra a poner al principio de sus cartas, pida los mismos beneficios para Cristo, que los que pide al Padre, con lo cual nos enseña, que no solamente obtenemos del Padre los beneficios por su intercesión y medio, sino que también el mismo Hijo es el Autor de ellos por tener el mismo poder que su Padre. Esto que se funda en la práctica y en la experiencia, es mucho más cierto y firme que todas las ociosas especulaciones, porque el alma fiel conoce sin duda posible y, por así decirlo, toca con la mano la presencia de Dios, cuando se siente vivificada, iluminada, justificada y santificada.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

 

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