Llegamos ahora a la ilustración de Edwards. Está hablando sobre los arminianos que plantean que la posición calvinista no es razonable. Pero Edwards dice que no, que los que no llevan razón son los arminianos. Que sea el sentido común el que establezca si hay o no diferencia entre estos dos casos: uno, el caso de un hombre que ha ofendido a su príncipe y es puesto en prisión; y después de que haya permanecido allí por un tiempo, el rey viene a verlo, lo llama; y le dice que si se inclina delante de él y con humildad pide su perdón, será perdonado y dejado en libertad, y que además será enriquecido y honrado: el prisionero se arrepiente de todo corazón de la necedad y maldad de su ofensa contra el príncipe y está completamente dispuesto a rebajarse y aceptar el ofrecimiento del rey; pero está rodeado por gruesas murallas, con puertas de bronce y barras de hierro. El otro caso trata de un hombre que tiene un espíritu irracional, es arrogante, ingrato y testarudo; y además, se ha visto involucrado en varios intentos de traición; y su corazón está poseído de una enemistad inveterada y extrema contra su soberano; y por causa de su rebelión ha sido hecho prisionero, y ahí yace, con pesadas cadenas y en circunstancias miserables. Pero finalmente el príncipe teniendo compasión viene a la prisión, ordena que se le quiten las cadenas y que sean abiertas de par en par las puertas de la cárcel; lo llama y le dice que, si se inclina delante de él, reconoce que ha tratado injustamente a su soberano, y pide su perdón, será perdonado, dejado en libertad, y se le asignará un puesto de dignidad y beneficio en la corte. Pero este hombre es tan vanidoso, tan lleno de maldad arrogante, que no puede aceptar este ofrecimiento; su malicia y su orgullo están tan enraizados en su ser que ejercen un dominio perfecto sobre él, lo atan y atan su corazón: la oposición de su corazón lo domina, tiene una influencia sobre su mente que es superior a la gracia y condescendencia del rey, y a todos sus ofrecimientos y promesas. Ahora bien, ¿puede el sentido común afirmar y defender la postura de que no existe diferencia entre estos dos casos, con respecto a la culpa que les corresponde a los dos prisioneros?
Cuando leemos esta ilustración, nuestro primer instinto es decir que mientras la doctrina de la depravación puede ser cierta en este ejemplo en particular, no es cierta en nuestro caso porque, así decimos nosotros, no somos ni arrogantes ni orgullosos ni estamos enfrentados contra la majestad de Dios. Pero, por supuesto, así es como la Biblia nos describe. Estamos tan enfrentados con Dios que cuando se nos presenta el ofrecimiento del evangelio no lo aceptamos, no porque en un sentido natural seamos incapaces de aceptarlo, sino porque las motivaciones que operan en nosotros son hostiles a Dios.
Cuando examinamos este tema, vemos que lo que no deseamos hacer es venir delante de la presencia de un Dios como el que nos presenta la Biblia. Ese Dios es un Dios Soberano; si venimos ante Él, debemos reconocer su soberanía sobre nuestras vidas. Y esto es lo que no deseamos hacer. Venir ante un Dios como el que se nos presenta en la Biblia significa venir ante un Ser que es Santo; si venimos ante un Dios que es Santo, debemos reconocer su santidad y confesar nuestro pecado. Y esto no lo deseamos hacer tampoco. Todavía hay más, porque si venimos ante la presencia de este Dios, debemos admitir su omnisciencia, y no deseamos hacer esto. Si viniéramos ante Dios, también deberíamos reconocer su inmutabilidad, porque un Dios que sea digno de llamarse Dios no puede tener atributos que cambien. Dios es Soberano, y siempre será Soberano. Dios es Santo, y siempre será Santo. Dios es omnisciente, y siempre será omnisciente. Ese es el mismo Dios que no deseamos. Y por lo tanto no vendremos ante su presencia. Es más, no podemos venir ante Él hasta que Dios por su gracia no realice lo que podría calificarse como un milagro en nuestras vidas pecaminosas.
Alguien que no apoya la doctrina reformada podría decir: «¿Pero seguro que la Biblia enseña que cualquiera que desee venir a Cristo puede venir a Él? Jesús mismo dijo que todo el que viene a Él no sería echado fuera». La respuesta es que, por supuesto, esto es cierto. Pero ese no es el punto en discusión. Sin duda, todo el que quiera podrá venir. Esto es lo que hace que nuestra negativa a venir sea tan irracional y aumente nuestra culpa. ¿Pero quién desea venir? La respuesta es que ninguno, excepto aquellos en los que el Espíritu Santo ya ha realizado la obra enteramente irresistible del nuevo nacimiento para que, como resultado de este milagro, los ojos espiritualmente ciegos del hombre natural sean abiertos para ver las verdades de Dios y la mente completamente depravada del pecador sea renovada para aceptar a Jesucristo como su Salvador.
¿Esto es una enseñanza nueva? De ningún modo. Se trata simplemente de la forma más básica y más pura de la doctrina del hombre a la que se adhieren la mayoría de los protestantes y aun algunos católicos (en privado). Los treinta y nueve artículos de la Iglesia Anglicana dicen: «La condición del hombre después de la caída de Adán fue tal que por sus propias fuerzas naturales y buenas obras no puede volverse a la fe y al llamado de Dios; por lo tanto, no tiene fuerzas para hacer buenas obras, agradables y aceptables para Dios, si no es por la gracia de Dios [o sea, sin que antes Él no lo motive], para que pueda tener buena voluntad, y obre en él cuando tenga esa voluntad» (Artículo 10).
El Catecismo Mayor de Westminster declara: «La pecaminosidad del estado en que cayó el hombre, consiste en la culpa por el primer pecado de Adán, la costumbre de la justicia en la que fue creado, y la corrupción de su naturaleza, por lo cual está completamente indispuesto, incapacitado y contrario a todo lo que sea espiritualmente bueno, y enteramente inclinado al mal, y eso continuamente» (Respuesta a la Pregunta 25).
Es importante que cada persona comprenda la esclavitud de la voluntad, porque sólo después de ese entendimiento los seres humanos podrán comprender lo desesperada que es su situación y cómo la gracia de Dios es esencial. Si todavía nos mantenemos aferrados a algún tipo de confianza en nuestra propia capacidad espiritual, no importa cuan pequeña sea, nunca nos preocuparemos seriamente de nuestra condición. Podremos saber que necesitamos creer en Jesucristo como nuestro Salvador, pero no habrá ninguna urgencia. La vida es larga. Ya habrá tiempo de creer más adelante. Pensamos que podremos creer cuando queramos creer, quizá en nuestro lecho de muerte, después de hacer lo que hemos querido con nuestras vidas. Al menos, podemos inclinarnos hacia esa posibilidad. Por otro lado, si realmente estamos muertos en nuestro pecado, como lo señala la Biblia, y si esa muerte alcanza nuestra voluntad como las demás partes que componen nuestro ser físico y psíquico, entonces nuestra situación es desesperada. Vemos que no hay esperanza para nosotros fuera de la obra sobrenatural y enteramente inmerecida de la gracia de Dios.
Esto es lo que Dios requiere de nuestra parte si hemos de ser salvos de nuestro pecado y venir a Él. Él no desea que nos jactemos de la más mínima contribución humana en el asunto de nuestra salvación. Pero si renunciamos a todo pensamiento sobre dicha capacidad, entonces Él nos mostrará el camino de salvación por medio de Cristo y nos conducirá a Él.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice