Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas. (Mat. 7:12).
Las personas oyen la regla de oro, la alaban como impactante, como una síntesis perfecta de un tema muy importante. Pero la tragedia es que, no la cumplen. Después de todo, la Ley no fue dada para ser alabada, sino para ser practicada. Nuestro Señor no predicó el Sermón del Monte para que tú y yo pudiéramos comentarlo, sino para que lo cumpliéramos.
Quizá podamos ir más allá y decir que el peligro en que estamos es pensar en la Ley como en algo negativo, algo prohibitivo. Claro que hay aspectos de la Ley que son negativos; pero lo que nuestro Señor subraya aquí es – como ha dicho en el capítulo 5 – que la Ley que Dios dio a los hijos de Israel por medio de los ángeles y de Moisés es algo muy positivo, es algo espiritual. Nunca quiso ser algo mecánico, y la falacia básica de los fariseos y de los escribas, y de todos sus seguidores, fue que redujeron algo esencialmente espiritual y vivo al nivel de lo mecánico, a algo que era un fin en sí mismo. Pensaron que, como no habían matado a nadie, habían observado la Ley respecto al homicidio, y que, como no habían cometido adulterio físico, todo estaba bien en el sentido moral. Se hicieron culpables de no ver el designio espiritual, el carácter espiritual de la Ley, y sobre todo de no ver el gran fin y objetivo para el cual se había dado la Ley.
Aquí, nuestro Señor lo dice todo en esta síntesis perfecta. ¿Por qué nos dice la Ley que no codiciemos los bienes del prójimo, ni su esposa, ni ninguna otra cosa? ¿Por qué nos dice la Ley: “No matarás”, “No hurtarás”, “No cometerás adulterio”? ¿Qué quiere decir con todo esto? ¿Tiene como fin solamente el que todos observemos estas cosas como reglas y normas, o como subsecciones dentro de las Leyes del Estado que nos gobiernan y nos controlan, y que nos mantienen dentro de ciertos límites? No. Este no es en absoluto el objetivo. El propósito básico y el espíritu verdadero que está en la raíz de todo esto es que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, que tenemos que amarnos unos a otros.
Siendo como somos, sin embargo, no basta que se nos diga que nos amemos unos a otros; hay que detallarlo. Como resultado de la Caída, somos pecadores; en consecuencia, no basta decir “Amaos unos a otros”. Nuestro Señor lo detalla y dice: Del mismo modo que valoras tu propia vida, recuerda que los demás también valoran la suya, y que, si tu actitud hacia ese hombre es adecuada, no matarás a ese hombre, porque sabes que valora su vida como tú valoras la tuya. Lo vital, después de todo, es que ames a ese hombre, que lo comprendas, y que desees el bienestar de tu prójimo del mismo modo como deseas tu propio bienestar. “Esto es la ley y los profetas”. Todo se reduce a esto. Las normas detalladas que se dan en la Ley en el Antiguo Testamento (lo que te dice que hagas, por ejemplo, que, si ves que el buey de tu vecino se extravía, tienes que llevárselo, o que, si ves que algo va mal en sus cultivos, tienes que informarle de inmediato y hacer todo lo posible para ayudarle) no tienen como fin el hacernos decir: “La Ley dice que, si veo que el buey de mi vecino se extravía, tengo que llevárselo; por consiguiente, así debo hacerlo”. En absoluto; es más bien para que nos podamos decir a nosotros mismos: “Este hombre es como yo, y sería algo muy grave, como una gran pérdida para él, si se le extraviara ese buey. Bien, es una persona como yo, y a mí me agradaría mucho si alguien me devolviera mi buey. Por tanto, yo también lo voy a hacer”. En otras palabras, hay que interesarse por el prójimo, hay que amarlo, desear ayudarlo, preocuparse por su felicidad. El objeto de la Ley es conducirnos a eso, y todas estas normas detalladas no son sino ejemplos de ese gran principio. En cuanto dejamos de darnos cuenta de que este es el espíritu y el propósito de la Ley, vamos completamente desencaminados. Esta, pues, es la exposición que nuestro Señor hace de ello. Era muy necesaria en aquel tiempo; y sigue siendo muy necesaria hoy. Constantemente olvidamos el espíritu de la Ley y de la vida que Dios quiso que viviéramos.
Ahora debemos aplicar todo esto al mundo moderno y a nosotros mismos. Las personas oyen la regla de oro, la alaban como maravillosa y estupenda, y como una síntesis perfecta de un tema importante y complicado. Pero la tragedia es que, después de haberla alabado, no la cumplen. Y, después de todo, la Ley no fue dada para ser alabada, sino para ser practicada. Nuestro Señor no predicó el Sermón del Monte para que tú y yo pudiéramos comentarlo, sino para que lo cumpliéramos. Esto se nos inculcará más adelante cuando diga que el hombre que escucha estas cosas y las cumple es como el que edifica su casa sobre la roca, pero el que las escucha y no las cumple es como el que edifica sobre la arena. El mundo moderno es así; admira estas afirmaciones maravillosas de Cristo, pero no las pone en práctica. Esto nos lleva al punto crucial. ¿Por qué desechan los hombres esta regla de oro? ¿Por qué no la cumplen? ¿Por qué no viven su vida de esta forma? ¿Por qué hay problemas y disputas no solo entre naciones, sino también entre clases diferentes de la misma nación; hasta entre familias, y aun entre personas? ¿Por qué hay disputas o querellas o infelicidades? ¿Por qué se oye decir que dos personas no se hablan, y que hasta evitan mirarse? ¿Por qué hay celos y críticas, y todas las demás cosas que sabemos que se dan en la vida?
¿Cuál es el problema? La respuesta es teológica y profundamente bíblica. Como hemos visto, hay personas necias que a menudo han repetido que no les gusta la teología, y sobre todo la teología del apóstol Pablo. Dicen que les gusta el Evangelio sencillo y, sobre todo, el Sermón del Monte, porque es práctico y en él no hay teología. Ahora bien, este simple versículo demuestra cuán vacía es la idea que dice que lo único que hay que hacer es instruir a las personas, decirles lo que tienen que hacer, presentarles la regla de oro, darles una preparación inteligente, y que lo entenderán y lo cumplirán en la práctica. La respuesta simple a esto es que la regla de oro ha sido presentada al género humano durante casi dos mil años, y en los últimos cien años, sobre todo, hemos hecho todo lo que hemos podido por medio de legislaciones y educación para mejorar a los hombres y estos siguen sin obedecerla.
¿Por qué es así? Ahí es donde entra precisamente la teología. La primera afirmación del Evangelio es que el hombre es pecador y está pervertido. Es una criatura tan atada y controlada por el mal que no puede observar la regla de oro. El Evangelio siempre parte de ahí. El primer principio de la teología es la Caída del hombre y el pecado del hombre. Podría decirlo así. El hombre no cumple la regla de oro, que es la síntesis de la Ley y los Profetas, porque toda su actitud hacia la Ley es errónea. No le gusta la Ley, de hecho, la odia: Rom 8:7 Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; De modo que de nada sirve presentar la Ley a esas personas. Oyen la Ley, pero no la quieren para ellos. Desde luego, cuando se sientan cómodamente en una butaca para escuchar una afirmación abstracta acerca de cómo tendría que ser la vida, dicen que les gusta. Pero, si se les aplica la Ley a ellos, inmediatamente la odian y reaccionan contra ella. En cuanto se les aplica, les desagrada y se resienten.
Según la Biblia todos somos así por naturaleza porque, antes de que nos desagradara la Ley, y antes de tener esta actitud equivocada frente a la Ley, está nuestra actitud equivocada hacia Dios mismo, que es el Dador de la Ley. La Ley es una expresión de la voluntad santa de Dios; es expresión, en cierto sentido, de la persona misma de Dios, de su carácter. Y al hombre le desagrada la Ley de Dios porque naturalmente odia a Dios. Este es el argumento del Nuevo Testamento: los designios de la carne es enemistad contra Dios. El hombre natural, el hombre tal como es, como consecuencia de la Caída, es enemigo de Dios, le es extraño. Está “sin Dios en el mundo” (Ef. 2:17), odia a Dios y todo lo que procede de Él. ¿Y por qué es así? La respuesta única es que la actitud que tienen hacia Dios es errónea. Esta es la razón por la que todos los hombres, por instinto y por naturaleza, no se apresuran a poner en práctica esta regla de oro.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones