En BOLETÍN SEMANAL

Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida (2 Timoteo 4:6-8).

Y ahora, antes de dar por terminado este escrito, desearía dirigir unas palabras a aquellos lectores que todavía no se han entregado al Señor, que no han salido todavía del mundo, ni escogido la buena parte, ni siguen a Cristo. Les pido que aprendan de este escrito los privilegios y consolaciones que tiene el verdadero cristiano.

Confío en que la idea que tenéis del Señor Jesús no la deduciréis, exclusivamente, juzgando a Su pueblo. Y es que aún el más santo de sus siervos no puede sino daros una idea muy pobre del glorioso Maestro. Tampoco desearía que juzgarais los privilegios de Su Reino por la medida de consuelo y bienestar a la que alcanzan algunos de sus hijos; ¡y es que somos criaturas tan pobres! Quedamos cortos, muy cortos, de la bienaventuranza que podríamos gozar. Pero tenlo por cierto: hay cosas gloriosas en la ciudad de nuestro Dios para aquellos que ya en esta vida las han gustado, aunque muy débilmente, a través de una firme y segura esperanza de fe. Hay allí una paz y consolación tan inmensas que tu mente es incapaz de concebirlas. En la casa de nuestro Padre hay abundancia de pan, pese a que muchos de nosotros sólo hemos comido algunas migajas del mismo y continuamos débiles. Pero no debemos culpar de ello a nuestro maestro; la culpa es nuestra.

Pero aun así, el más débil de los hijos de Dios tiene dentro de sí una mina de consuelo de la cual tú no sabes nada. Tú puedes ver los conflictos y las pruebas y el balanceo de un lado para otro que tiene lugar en la superficie de su corazón, pero no puedes ver las perlas de gran precio que se esconden en lo profundo del mismo. El miembro más débil de la familia de Cristo no se cambiaría contigo. El creyente que posee el más insignificante grano de certeza de la fe, está en un estado mucho mejor que el tuyo. Tiene esperanza, aun por débil que ésta sea; mientras que tú no tienes esperanza. Él tiene una porción que nunca le será quitada; un Salvador que nunca le abandonará, y un tesoro que nunca puede marchitarse; y aunque en la actualidad su percepción sea muy pobre, todo esto es realmente suyo. Pero en lo que a ti se refiere, si mueres en tu presente estado y condición, tus esperanzas también perecerán. ¡Oh! ¿por qué no serás sabio, y entenderás estas cosas? ¡Oh, si pensaras en lo que toca a tu fin!

Haz caso del aviso que en este día un ministro de Cristo te da. Busca riquezas que perduren, tesoros que no puedas perder, una ciudad con fundamentos eternos. Imita al apóstol Pablo, y haz lo que él hizo. Entrégate al Señor Jesús, y busca aquella corona incorruptible que Él está dispuesto a concederte. Toma su yugo y aprende de Él. Apártate de un mundo que nunca te saciará, y del pecado que como serpiente te morderá. Ven al Señor Jesús como pobre pecador; te recibirá, te perdonará, te concederá su Espíritu regenerador y te llenará de paz. Y todo esto te proporcionará más bienestar que todo lo que el mundo pueda ofrecerte. Hay un vacío en tu corazón, que sólo la paz de Cristo, y nada más, puede llenar. Entra en el reino y participa con nosotros de sus privilegios. Ven con nosotros y siéntate a nuestro lado en el banquete.

En último lugar, me dirigiré a todos los creyentes que leen este escrito, para hablarles unas palabras de consuelo fraternal: Si todavía no gozáis de la seguridad de vuestra salvación, tomad la resolución en este día de buscarla. Esforzaos para conseguirla. Orad y no deis descanso al Señor hasta que “sepáis en quien habéis creído”.

Creo que es una vergüenza, y constituye una afrenta, que entre los que profesan hoy en día ser hijos de Dios, haya tan poca seguridad de la salvación. «Es realmente lamentable», nos dice el viejo Traill, «que haya tantos cristianos que han vivido veinte o cuarenta años desde que Cristo los llamó por su gracia, y que todavía están dudando». Recordemos el profundo deseo de Pablo escribiendo a los hebreos, de que «cada uno» de ellos se afanara para conseguir una seguridad completa de salvación. Esforcémonos también nosotros para conseguir este estado de fe, y de esta manera librarnos de la afrenta que pesa sobre el cristianismo de nuestro tiempo.

Lector creyente: «¿no tienes deseos de cambiar tu esperanza por seguridad, tu confianza por persuasión y tu incertidumbre por conocimiento?» Por el hecho de que una fe débil salva, ¿te contentarás ya con ello? Sabiendo que la seguridad y certeza de la fe no es esencial a la salvación y entrada al cielo, ¿te contentarás con vivir sin ella? Si es así, puedo asegurarte que tu salud espiritual no es muy satisfactoria, y que tu manera de pensar es muy distinta a la de la Iglesia apostólica. ¡Levántate ahora mismo y avanza con paso decidido y firme! No te duermas sobre los cimientos de tu fe; busca la perfección de tu edificio espiritual. No te contentes con cosas pequeñas; no las desprecies en los otros, pero tú no te contentes con ellas.

Créeme, vale la pena afanarse para conseguir la seguridad de la salvación. Te abandonas a ti mismo cuando dejas de buscarla. Créeme, las cosas de que te hablo son para tu propia paz. Si bueno es alcanzar seguridad en las cosas de esta vida, ¡Cuánto más lo es en las cosas espirituales! Tu salvación es algo inconmovible y cierto. El Señor lo sabe. ¿Por qué no te afanas tú también para saberlo? No hay nada que no sea bíblico en esto. Pablo nunca vio el Libro de la Vida y sin embargo dice: «Yo sé y estoy cierto».

Pide pues, en tus oraciones diarias, que el Señor aumente tu fe. Según tu fe, así será tu paz. Cultiva más y mejor la raíz de la fe, y tarde o temprano tendrás la flor. Quizá no sea en un instante que obtengas el fruto de la seguridad de la salvación. Es bueno a veces esperar, ya que no apreciamos demasiado las cosas que obtenemos sin esfuerzo. Pero, aunque el fruto de la seguridad tarde en llegar, espéralo, búscalo, y confía en que llegará.

Hay sin embargo una cosa sobre la cual no desearía estuvieras en ignorancia: aún después de haber obtenido la seguridad de la salvación, no te sorprenda si en ocasiones te vienen dudas. No te olvides de que todavía no estás en el cielo, sino que aún estás en la tierra. Estás todavía en el cuerpo, y el pecado todavía mora en ti; y hasta el mismo día de la muerte, la carne peleará contra el espíritu. Acuérdate, además, que hay un diablo y de que es un diablo muy fuerte, un diablo que tentó al Señor Jesús e hizo caer a Pedro; y que a ti no te dejará. Siempre tendrás algunas dudas. Quien no tiene dudas es que no tiene nada que perder. Quien no teme, es que no tiene nada que sea realmente de valor. Quien no es celoso, poco sabe de lo que es un amor profundo. Pero no te desanimes: tú serás más que vencedor a través de Aquel que te amó.

Finalmente, no debes olvidar que la seguridad puede perderse por algún tiempo, y esto aún en los cristianos más avanzados, a menos que estén alerta y se cuiden de su vida espiritual. La seguridad es una planta delicada. Requiere de una diaria y constante atención; necesita agua, un constante cavar en la tierra, y un sinfín de cuidados. Vela y ora, y como Rutherford dice, «preocúpate mucho de tu seguridad». Estad siempre en guardia. En «El Peregrino», cuando Cristiano se durmió en el bosquecillo perdió su certificado. No lo olvides.

Al caer en la transgresión, David estuvo muchos meses sin la seguridad de la salvación. Pedro la perdió al negar a su Señor. Tanto el uno como el otro volvieron a recuperarla pero no sin antes haber derramado amargas lágrimas. Las tinieblas espirituales vienen a caballo, pero se van a pie; antes de que nos demos cuenta ya están sobre nosotros; se disipan despacio, gradualmente, y después de muchos días. Es fácil bajar la colina, pero difícil subirla. Acuérdate, pues, de mis palabras de cautela: cuando disfrutes del gozo del Señor, entonces vigila y ora.

Y sobre todas las cosas: no contristes al Espíritu Santo. No apagues el Espíritu. No lo alejes de ti a causa de tus pequeños malos hábitos y pecados. Pequeñas querellas entre marido y esposa hacen un hogar desgraciado; y cuando se permiten pequeñas inconsistencias en el andar cristiano, el resultado será un alejamiento del Espíritu.

Pon atención a la conclusión general de todo lo dicho: el creyente que en estrecha comunión anda con Dios en Cristo, disfrutará por lo general de una mayor paz. El creyente que de una manera más completa sigue al Señor y se propone alcanzar las cimas más altas de la santidad, por lo general gozará de una firme y alta seguridad de salvación.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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