En algún momento, en torno a 1741, una joven que residía en Smithfield, Connecticut, que había hecho profesión de fe en Cristo hacía poco tiempo, le pidió al Sr. Edwards que le proporcionara algún consejo respecto a la mejor manera de mantener una vida religiosa. En respuesta, él le dirigió la carta que sigue…
No abandones la búsqueda, el esfuerzo y la oración por las mismas cosas por las que exhortamos a las personas inconversas a que se esfuercen, algo de lo que ya has recibido en cierta medida en la conversión. Ora para que tus ojos puedan ser abiertos, para recibir la vista, para que puedas conocerte a ti misma y presentarte ante el estrado de Dios, para que puedas ver la gloria de Dios y de Cristo, ya que has sido resucitada de los muertos y así pedir que el amor de Cristo se derrame en tu corazón. Quienes poseen un mayor grado de estas cosas tienen necesidad de seguir orando por ellas; y es que en nuestro corazón permanece tanta ceguera y dureza, orgullo y muerte, que sigue siendo necesario que esa obra de Dios se efectúe continuamente, para iluminarnos y avivarnos más…
Cuando escuches un sermón, aplícatelo a ti misma… que la principal intención de tu mente sea considerar: “¿En qué sentido se aplica esto a mí? ¿Y qué aplicación debería yo hacer de esto para el beneficio de mi propia alma?”.
Cuando abordes el deber de la oración, te acerques a la Santa Cena o asistas a cualquier otro deber de adoración divina, ve a Cristo, como lo hizo María Magdalena (Lc. 7:37-38). Ve y échate a sus pies y bésalos, y derrama sobre Él el dulce y perfumado ungüento de amor divino que emana de un corazón puro y quebrantado, como ella vertió aquel precioso perfume de su caja pura y rota de alabastro.
Cuando el ejercicio de la gracia es bajo y prevalece la corrupción, de modo que el temor predomina, no desees que éste sea echado fuera por ningún otro medio que no sea el del amor vivificador y prevalente en el corazón. De este modo, el temor será eficazmente obligado a desaparecer como la oscuridad de una habitación se disipa cuando se deja entrar en ella los agradables rayos del sol.
En tu camino, anda con Dios y sigue a Cristo como un niño pequeño, pobre y desvalido. Toma la mano de Cristo y mantén tus ojos en las marcas de las heridas de sus manos y su costado, de donde salió la sangre que te limpia del pecado; escondiendo tu desnudez bajo el vuelo de la túnica blanca y resplandeciente de su justicia.
Tomado de God’s Call to Young People (El llamado de Dios para los jóvenes), reeditado por Soli Deo Gloria.
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Jonathan Edwards (1703-1758): Predicador Congregacionalista norteamericano. Considerado, junto con George Whitefield, el teólogo evangélico más importante y reconocido por su predicación durante el Gran Despertar. Autor de Pecadores en manos de un Dios airado, Un tratado sobre afectos religiosos y muchos títulos más. Nacido en East Windsor, Colonia de Connecticut.