Aquellos que son seguidores del Cordero deben permanecer con proximidad física al mundo malo, pero tienen vida eterna, que es algo totalmente diferente en esencia de la existencia presente de aquellos que no conocen a Dios. Dios, el Padre, les ha otorgado su amor, de manera que se han convertido en hijos de Dios en el sentido especial de haber sido restaurados a su compañerismo y servicio. Así, son restaurados a la imagen de Dios, teniendo verdadero conocimiento, santidad y justicia (Col. 3:10; Efe. 4:24). “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36); sin embargo, debe progresivamente ser conformado a la imagen de Cristo (Rom. 8:29) y debe mantenerse a sí mismo sin mancha del mundo (Santiago 1:27). De allí la fuerte advertencia del apóstol Juan: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (I Juan 2:15, 16). El mundo vive por la mente carnal, los deseos de los ojos y de la carne y la vanagloria de la vida (I Juan 2:17). Pero, dice Pablo, no podemos conformarnos a este patrón pecaminoso de vida, sino que más bien debemos ser transformados por la renovación de la mente (Rom. 12:2). De hecho, Pablo usa una figura aún más fuerte cuando dice que el creyente debe ser crucificado al mundo y el mundo a él (Gál. 6:14). ¿Qué significa esto? Simplemente que así como la cruz es un espectáculo horrible de una muerte llena de sufrimiento e ignominia, así el mundo debe ser para el cristiano una cosa aborrecible (esto es, este mundo malvado), y el cristiano, por su parte, parecerá ser un inadaptado, un tipo raro, al que el mundo aborrece – el creyente es crucificado a la vista del mundo. El mundo, a pesar de sus palabras bonitas (cf. Ghandi y otros hombres religiosos), odia al Cristo de Dios; le quieren fuera del camino y tiene prevista para Él solamente una cruz. Aquella cruz es la ofensa y piedra de tropiezo aún hoy.
¿Pero qué ocurre con el impacto positivo del cristiano? Cristo dijo, “Yo soy la luz del mundo… Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí”, estableciéndose de esta manera a sí mismo como la suprema autoridad religiosa. ¿Debiera el cristiano vacilar en afirmar la finalidad de Jesucristo como el único camino al Padre? Están aquellos que llaman a esto una aproximación absolutista. Es esta intolerancia del cristianismo la que no es tolerada por el mundo, y está claro que nunca fue tolerada a tenor de los registros de persecuciones que la Iglesia soportó a través de su larga historia. Pero alguien podría protestar y decir, “De lo que ahora estás hablando es de un asunto puramente religioso, donde las líneas pueden trazarse claramente, pero en la situación cultural la cosa no es tan simple”. Cierto, no es simple, no es fácil, no se llega a ella sin un estudio profundo y un análisis riguroso.
Pero básicamente la antítesis es tan absoluta en la cultura como lo es en la esfera de la religión, porque cultura es simplemente el servicio a Dios en nuestras vidas; es religión exteriorizada. Aquí el gran peligro amenaza otra vez, el de separar nuestras convicciones religiosas de nuestra expresión cultural de religión. Y este es el gran divorcio fatal del cual la Iglesia ha sufrido por tanto y por largo tiempo.
La tesis es que si cuando los cristianos, individualmente y como comunidad, afirman el reinado de Jesucristo en el mundo (este presente mundo malo, en enemistad contra Dios el Padre), el mundo no meramente se opondrá a tal confesión sino que odiará a aquellos que hacen esta confesión y les perseguirá de variadas maneras. Naturalmente, no estoy diciendo que una pura perorata cristiana inofensiva que proclame un programa de beneficencia social y, al final, proclame también la salvación para todos, vaya a ser odiada. Ningún hombre odió jamás a su propia carne, y el mundo reconoce a los suyos. Pero los verdaderos hijos de Dios, debido a que condenaron las obras del mundo, han sido odiados y perseguidos desde el tiempo de Abel y Daniel hasta hoy. El odio no siempre se expresa en el acto abierto del asesinato, el foso de los leones, o el puño cerrado de los nazis y sus campos de concentración. Hay una forma de odio más sutil, y quizá, al fin más destructiva que se expresa al ignorar al discípulo de Cristo. La cultura moderna no toma en cuenta las afirmaciones cristianas; en el mejor de los casos el cristiano recibe una mirada de lástima. Esto es odio refinado, culturizado, y es diabólico. El odio silencioso del mundo contra el Cristo de Dios, que llega a expresarse en el concepto de neutralidad tal y como se aplica en el campo de la educación, las artes, las relaciones laborales, el periodismo, etc., es el más destructivo de todos y el más difícil de combatir, puesto que la oposición se encoge de hombros y afirma la neutralidad como su asilo de tolerancia. Y muchos creyentes todavía sucumben a las seducciones del enemigo, cuando este se pone el camuflaje de la neutralidad. Suena tan justo darle a todo hombre una oportunidad sobre una base igualitaria; a muchos les parece un verdadero signo de tolerancia si uno no comienza a partir de un prejuicio religioso. ¿Por qué hacer enemigos innecesariamente? ¿Quién soy yo para pensar de mí mismo como alguien que tiene un “rincón” en la verdad? ¡Qué orgullo farisaico insufrible es este! Y con más de tal sofismo satánico el discípulo de Cristo es finalmente silenciado y empujado a su fortaleza de la salvación del alma, dejándole el dominio total de la cultura al “mundo”. Sin embargo, cuando el creyente acepta y vive asumiendo el concepto de neutralidad, ha cometido traición a la causa de Cristo.
La Escritura no permite neutralidad con respecto a las demandas de Dios y de su Cristo. Pues la afirmación de neutralidad asume que el tema es independiente de Dios hasta el punto que puede con seguridad, con impunidad, no hacer caso de las demandas del Señor. La Biblia no permitirá esto. Ningún hombre tiene el derecho de ignorar a Dios; de hecho, Dios es la Presencia siempre presente, ineludible, que ningún hombre puede ignorar. Por tanto, el concepto de neutralidad del mundo es una forma de negación; en efecto dice, “Dios, mantente alejado de mi puerta; puede arreglármelas lo suficientemente bien por mí mismo”. Esta es la filosofía de Esaú, una persona profana. La neutralidad es profanidad, es impiedad, forma la mente secular, que trata de hacer de la religión una cosa aparte de la vida. ¡Pero esto es blasfemia! Por lo tanto, el creyente en su oposición al mundo, debe ver que la así llamada “unión neutral” es un enemigo de la cruz de Cristo exactamente de la misma forma en que cualquier líder del partido comunista maldiga a la Iglesia y a su Rey. Pues el postulado de neutralidad de la unión involucra una maldición tácita sobre el Ungido, a quien el Padre envió al mundo y por quien ahora gobierna sobre todas las cosas, puesto que le ha dado al Hijo un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios el Padre (Fil. 2:9- 11). Los sindicatos de nuestros días no están un paso más atrás de aquellos de quienes el Salmista testifica que consultaron unidos en contra del Señor y de su ungido (Sal. 2).
Naturalmente, nadie debería ser lo suficientemente irrealista como para pensar que los líderes de la industria y los grandes magnates poderosos de las finanzas estén más inclinados a sujetarse a las demandas de la Palabra. Por tanto, el cristiano tiene un llamado cultural en contra del mundo para testificar contra su carácter impío. Está siempre el peligro de que pierda la perspectiva apropiada debido a la mentalidad de peregrino y al complejo de mártir que algunas veces obsesiona a los discípulos de Cristo, debido al odio del mundo. Pero la vida del cristiano no es simplemente que resista algo que debe ser soportado, una carga que llevar, sino que es un llamamiento santo.
Finalmente, es imperativo, en relación con esto, considerar el fenómeno de la mentalidad orientada al mundo. En contra de este pecado la Escritura advierte al creyente sin dejar lugar a dudas, “¡No améis al mundo!” ¿Pero ven los cristianos claramente que la prohibición de Juan declarada positivamente significa que uno debe odiar al mundo? ¿Y que este mundo es el viejo Adán que debe ser mortificado dentro del corazón de cada santo-pecador que confiese que Cristo es su Salvador? Las obras de la carne deben ser exterminadas.
Hay una ley en mis miembros en guerra contra la ley de mi mente (Rom. 7:23), que me lleva a la cautividad, de la cual Cristo debe liberarme una y otra vez. La mundanalidad no es asunto de cuestiones externas sino del corazón, del cual mana la vida.
Un cristiano puede usar el uniforme de su país, saludar a la bandera, comer y beber los alimentos, usar las ropas y vivir en las casas de la cultura prevaleciente sin fijar su corazón en las cosas del mundo. Naturalmente, se debe observar la admonición apostólica a la modestia en el vestido y a la sobriedad en la totalidad de la vida. Pero debe entenderse claramente que la prohibición contra la conformidad al mundo es un asunto espiritual; atañe a la mente que está en nosotros, el pensar, amar y odiar, desear y aborrecer, hacer y refrenar.
Básicamente el cristiano debe tener cuidado con las ideologías del mundo. Y estas ideologías llegan a expresarse en las ropas que uno usa, la casa que decora y embellece, el uso o abuso de la propiedad y la actitud hacia el cuerpo y sus apetitos. Está también la mente mundana en el asunto de la procreación y crianza de los niños. La Escritura sostiene que los hijos son una herencia del Señor; y que los hijos de la juventud son como saetas en manos de un hombre fuerte; “Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta” (Sal. 127:4, 5).
Pero el ideal cultural de este mundo es restringir el número de hijos para que puedan ser mimados y disfrutados, pero para que ellos no interfieran con los placeres de los padres, ya sean sexuales o de otro tipo. El creyente cría a su hijo en el temor del Señor, pero el mundano vive con temor del niño, mientras que el panel de expertos que hace del hombre la medida de todas las cosas salta de un extremo al otro en su psicología infantil.
Si los creyentes son conscientes de su herencia supra-mundana, no serán fácilmente movidos o desviados de su llamado celestial en el asunto de educar a los niños, que es indudablemente el desafío cultural más grande al que el Creador ha llamado al portador de su imagen. Pues, en este caso, no somos solamente los administradores de tiempo y de talento, de la naturaleza y sus fuerzas, sino de portadores de la propia imagen de Dios, quienes tienen un destino eterno, cuya cultura permanecerá deficiente, y, en tanto que no conozcan a Dios, se quedará corta en alcanzar el verdadero fin de la creación del hombre. No obstante, muchos “cristianos” parecen tan poco conscientes de su herencia celestial, y se han destetado tan poco de las cosas de la tierra, que aceptan implícitamente el patrón y los estándares del mundo con respecto a la recreación, la producción y la apreciación del arte, la conducta social y otra multitud de fenómenos culturales. Pero una nueva criatura en Cristo (II Cor. 5:17), quien pertenece a su fiel Salvador por el tiempo y la eternidad (Catecismo de Heidelberg, Resp. I), debe tener cuidado de no correr según el mundo. El enamoramiento con el mundo, incluso en el vestido, los modales, los deportes, a menudo refleja el descuido de aquellos que no están en guardia contra el enemigo, y la temeridad de aquellos que no reconocen la antítesis básica entre la Iglesia y el mundo como enemigo de Dios. La única cura positiva para la mundanalidad es la renovación de la mente, por medio del Espíritu, en obediencia a la Palabra. Este será verdaderamente el deseo más íntimo de todos aquellos que tienen la mente de Cristo (ICor. 2:16). El cristiano tiene nuevas percepciones, puesto que ha renunciado a las obras ocultas de las tinieblas y a la sabiduría de este mundo por la locura de la cruz de Cristo. En el análisis final, no hay sino dos patrones según los cuales uno puede planear su vida, el de Cristo y el del mundo. Puesto que el creyente está siendo progresivamente transformado a la imagen de Cristo, es imperativo que su cultura refleje esta metamorfosis.
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Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)