»No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano. No deis lo santo a los perros, no echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen» (Mateo 7:1-6).
En Mateo 7:6 nuestro Señor concluye lo que ha venido diciendo respecto al tema difícil y complejo del castigo. Algunas versiones colocan este versículo en párrafo especial, pero me parece que no está bien. No es una afirmación independiente sin conexión con lo que la antecede. Es más bien la conclusión de este tema, la afirmación final.
Es una afirmación extraordinaria que generalmente produce gran sorpresa en la gente. Nuestro Señor nos ha estado diciendo de la forma más solemne, que no juzguemos, y que debemos quitar la viga de nuestro propio ojo antes de empezar a pensar acerca de la paja que está en el ojo del hermano; nos ha estado advirtiendo que seremos juzgados con el mismo juicio con que juzgamos. Entonces de repente dice, “No deis lo santo a los perros, no echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen”. Parece incongruente; se manifiesta como una contradicción total de todo lo que hemos venido examinando. Y sin embargo, si nuestra exposición de los cinco primeros versículos ha sido adecuada, no nos sorprende para nada; antes bien, se sigue como conclusión casi inevitable. Nuestro Señor nos dice que no debemos juzgar en el sentido de condenar, pero aquí nos recuerda que eso no es todo respecto a ese asunto. Para poder alcanzar un equilibrio adecuado y para que la afirmación respecto a este asunto sea completa, es esencial esta observación ulterior.
Si nuestro Señor hubiera concluido la enseñanza con esos cinco primeros versículos, hubiera conducido sin duda a una posición falsa. Las personas hubieran tenido tanto cuidado en evitar el terrible peligro de juzgar en ese sentido malo que no hubieran ejercitado discernimiento ni juicio ninguno. No habría eso que se llama disciplina en la iglesia; y la vida cristiana, en su totalidad, sería caótica. No habría cosa como el denunciar la herejía y emitir juicio sobre la misma. Porque todo el mundo tendría tanto miedo de juzgar al hereje, que cerraría los ojos ante la herejía, y el error se iría introduciendo en la iglesia todavía más de lo que lo ha hecho. Así pues nuestro Señor pasa a hacer esta afirmación, y no podemos hacer menos, una vez más, que sentirnos impresionados ante el equilibrio de la enseñanza bíblica, ante su perfección asombrosa. Por eso, nunca me canso de señalar que el estudio detallado y microscópico de cualquier porción de la Escritura suele ser mucho más provechosa que la visión telescópica de toda la Biblia, porque si uno hace un estudio meticuloso de cualquier sección, encuentra en algún momento todas las grandes doctrinas. Así lo hemos hecho en este examen del Sermón del Monte. Muestra la importancia de examinar los detalles, de prestar atención a todo, porque al hacerlo así, descubrimos este equilibrio maravilloso que se encuentra en la Biblia. Llegamos a extremos y perdemos el equilibrio porque somos reos de aislar afirmaciones en lugar de tomarlas en el contexto en que se encuentran. Por olvidar esta añadidura a la enseñanza de nuestro Señor acerca de juzgar, tantas personas muestran falta de discernimiento y están listas a alabar y recomendar cualquier cosa que se les presenta y que pretende vagamente ser cristiano. Dicen que no debemos juzgar. Esa posición se considera como propia de un espíritu amistoso y caritativo, y por ello tantas personas caen en errores graves y sus almas inmortales corren grandes riesgos. Pero todo esto se puede evitar si tomamos la Biblia como es, y recordamos que en ella siempre se encuentra el equilibrio perfecto.
Tomemos esta afirmación que parece, al examinarla superficialmente, tan sorprendente, después de lo que nuestro Señor ha venido diciendo. ¿Cómo reconciliamos estas dos cosas? La respuesta simple es que, en tanto que nuestro Señor nos exhorta a que no seamos hipercríticos, nunca nos dice que no actuemos con discernimiento. Hay una diferencia absoluta entre estas dos cosas. Lo que tenemos que evitar es la tendencia a censurar, a condenar a las personas, a convertirnos en jueces finales y a emitir pronunciamientos respecto a las personas. Pero esto, desde luego, es muy diferente que ejercitar el espíritu de discernimiento, al cual la Biblia nos exhorta continuamente. ¿Cómo podemos nosotros ‘probar a los espíritus’, cómo podemos, tal como se nos exhorta más adelante, ‘guardarnos de los falsos profetas’, si no ejercitamos nuestro juicio y discernimiento? En otras palabras, tenemos que reconocer el error, pero tenemos que hacerlo, no para condenar, sino para ayudar. Y ahí es donde encontramos el eslabón que une esta afirmación con la que la precede. Nuestro Señor se ha venido ocupando del asunto de ayudar a nuestros hermanos a eliminar la paja que tienen en el ojo. Si queremos hacerlo de una manera adecuada, entonces, claro está, debemos poseer espíritu de discernimiento. Tenemos que saber reconocer las pajas y vigas, y discernir entre persona y persona.
Nuestro Señor pasa ahora a instruirnos sobre la cuestión general del trato con la gente, del discernimiento entre persona y persona. Y lo hace con estas palabras: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen”. ¿Qué quiere decir con esto? Obviamente, se refiere a la verdad, que es santa, y que ha sido comparada con las perlas. ¿Qué es eso santo, esta perla a la que se refiere? Es evidentemente el mensaje cristiano, el mensaje del Reino, lo mismo que está tratando en este sermón incomparable. ¿Qué quiere decir, pues? ¿Se nos exhorta acaso a no presentar la verdad cristiana a los no creyentes? ¿Qué clase de personas pueden ser esas que se describen como perros y cerdos? ¡Qué terminología tan extraordinaria usa!
En Palestina no se consideraba al perro como lo hacemos nosotros; en aquel tiempo el perro se alimentaba de la basura de las calles, y su mismo nombre era palabra de oprobio; no era el animal doméstico al que estamos acostumbrados, sino un animal peligroso, medio salvaje. Y los cerdos en la sociedad judía representaban a todo lo impuro y excluido de la sociedad.
Estos son los dos términos que nuestro Señor emplea para enseñarnos cómo discernir entre persona y persona. Hemos de reconocer que hay una clase de personas que, respecto a la verdad, se pueden describir como ‘perros’ o como pertenecientes a los ‘cerdos’. “¿Quiere decir — pregunta alguien— que ésta ha de ser la actitud del cristiano respecto al no creyente, respecto a los que están fuera del Reino?” Claro que no puede querer decir esto, por la simple razón de que nunca se podría convertir a los inconversos si no se les presenta la verdad. Nuestro Señor mismo predicó a esas personas. Envió a sus discípulos y apóstoles a predicarles, envió al Espíritu Santo sobre la iglesia primitiva para que pudiera testificar y predicar la verdad ante ellos. De modo que es evidente que no puede querer decir esto.
¿Qué quiere decir, entonces? La mejor forma de enfocar el problema es verlo ante todo a la luz de la práctica misma de nuestro señor. ¿Qué hizo Él? ¿Cómo puso en práctica esta enseñanza específica? La respuesta de la Biblia es que actuó con discernimiento entre persona y persona. Si uno lee los cuatro evangelios, verá que no trató a dos personas exactamente de la misma forma. En lo fundamental es lo mismo, pero en la superficie es diferente. Tomemos la forma en que trató a Natanael, y a Nicodemo y a la mujer de Samaria. De inmediato ve uno ciertas diferencias. Examinemos la diferencia total de su modo y método al enfrentarse con los fariseos y al hacerlo con los publícanos y pecadores. Veamos la diferencia en su actitud respecto a los fariseos orgullosos y engreídos y hacia la mujer sorprendida en pecado. Pero quizá una de las mejores ilustraciones es la que encontramos en Lucas 23. Cuando Pilato lo interrogó, nuestro Señor contestó. Cuando le examinó Herodes, que debía conocer mejor las cosas, y que estaba guiado por una curiosidad morbosa y enfermiza y estaba buscando señales y maravillas, no le respondió nada, simplemente no le dirigió la palabra (ver versículos 3 y 9). Vemos, pues, que nuestro Señor al tratar con distintas personas en relación con la misma verdad, los trató de modo diferente y ajustó su forma de enseñar a la persona. No cambió la verdad, sino el método específico de presentación, y esto es lo que se encuentra al leer los cuatro evangelios.
Luego, cuando uno pasa a la práctica de los apóstoles, encuentra que hicieron precisamente lo mismo que su Señor, y pusieron en práctica el mandato que les da aquí. Tomemos, por ejemplo, la afirmación de Hechos 13:46, cuando Pablo estaba predicando en Antioquia de Pisidia y se encontró con los celos, envidia y oposición de los judíos. Leemos que Pablo y Bernabé con valentía dijeron, “A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios, mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles”. Pablo ya no les va a predicar más; ya no va a seguir presentándoles estas cosas santas. Y encontramos exactamente lo mismo en su conducta en Corinto. Esto es lo que leemos en Hechos 18:6: “Pero oponiéndose y blasfemando éstos, les dijo, sacudiéndose los vestidos: Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza; yo, limpio; desde ahora me iré a los gentiles”. He aquí, como vemos, personas a las que les ha sido presentada la verdad; personas que hicieron precisamente lo que nuestro Señor había profetizado. Como perros y cerdos, se opusieron, blasfemaron y pisotearon la verdad. La reacción del apóstol es apartarse de ellos; ya no les vuelve a presentar el evangelio. Vuelve la espalda a los judíos, quienes con esa conducta rechazan la verdad y muestran su incapacidad para valorarla; Pablo se vuelve a los gentiles y se convierte en su gran apóstol.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones